II. DOS CULTURAS CONTRAPUESTAS
De esa separación o divorcio, del que hablábamos en el anterior artículo o epígrafe, se derivarán consecuencias deletéreas para los valores que hasta entonces habían conferido sentido y significado a los esfuerzos humanos por entender el mundo y entenderse a sí mismo dentro de él. La mayoría de los científicos renunciarán al “sentido”, asumiendo trágica o estoicamente la insuperable constatación de su ineluctable e ignoto destino. Así, por ejemplo, Claude Lévi-Strauss concluirá el último capítulo de la su obra Tristes trópicos (1955) con estas descorazonadoras palabras:
“El mundo comenzó sin el hombre y acabará sin él. Las instituciones, las costumbres, a cuyo inventario y comprensión he dedicado mi vida, son una eflorescencia pasajera de una creación en relación con la cual no tienen sentido, si no es quizás, el de permitir a la humanidad desempeñar su papel” (1).
Con el diagnóstico pesimista del antropólogo estructuralista francés coincidirá significativamente, Jacques Monod —el premio Nobel también francés y especialista en biología molecular— autor de uno de los últimos grandes libros filosófico-científicos de nuestra época, El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna, en donde, desde una posición cientificista radical, se felicita de la definitiva ruptura de la “antigua alianza” animista entre el hombre y la naturaleza (característica de las religiones y también del materialismo dialéctico), sosteniendo que es superfluo buscar un sentido objetivo de la existencia. Éste sencillamente no existe. El hombre no es un elemento dentro de un plan que dirija todo el universo. Es el producto de la más ciega y absoluta casualidad que se pueda imaginar. Los dioses han muerto y el hombre se encuentra solo en el mundo. Para terminar con estas, no menos dramáticas y desazonantes, afirmaciones:
“Le es muy necesario al Hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. Él sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes” (2).
En este contexto espiritual de soledad radical, de extrañamiento fundamental, no nos resultarán inadecuadas las representaciones deshumanizadas y angustiosas que dieron del hombre los mayores artistas del siglo XX: expresionistas (E. Munch, O. Kokoschka), surrealistas (S. Dalí, G. De Chirico), dadaístas (Max Ernst, F. Picabea), constructivistas rusos y miembros de De Stijl, neoplasticistas, suprematistas y abstractos (Kandinsky, K. Malevich, P. Mondrian, J. Dubuffet). Representaciones que han sido estudiadas por Hans Sedlmayr de manera magistral en obras como El arte descentrado, (3) y La revolución del arte moderno, al profundizar en las causas de la deriva nihilista del arte de nuestro tiempo (4).
Ni tampoco extrañas las definiciones que filósofos y escritores existencialistas de la primera mitad del siglo XX acuñaron para el hombre como pasión inútil (Sartre), ser-para-la-muerte (Heidegger), ni los Stigmmung (estados de ánimo: absurdo, náusea, angustia, aburrimiento, sentimiento trágico de la existencia) que utilizaron estos mismos pensadores para caracterizar y categorizar la existencia humana. Nos sonarán, por el contrario, como adecuadas y pertinentes las lacerantes palabras de Pozzo, el personaje de Esperando a Godott, de Samuel Beckett, obra culmen del teatro del absurdo, cuando decía: «nos paren a horcajadas sobre la tumba, la luz brilla un instante, luego otra vez la noche» (5).
La pérdida del sentido en todos los aspectos de la vida humana es uno de los rostros más visibles del nihilismo contemporáneo, uno de los efectos más peligrosos y manifiestos que ha producido nuestra civilización científico-técnica, nuestro sistema de pensamiento o de racionalidad instrumental: «no existen metas de valor, ni sentido alguno, ni ultimate concert, sino únicamente medios para fines diversos que, a su vez, son medios y así sucesivamente», dirá E. Schillebeckx, uno de los más grandes teólogos de nuestro tiempo (6).
Todo se resuelve en una espiral indefinida «medio-fin-medio». La sociedad científico-técnica que no llega a la tematización de su propio sentido se ha convertido en una mera y simple sociedad-de-consumo. La razón occidental se ha transmutado unilateralmente en un instrumento de “conocimiento dominador” (Herrwissenschaft) que se utiliza con el único fin de dominar, domesticar, aprisionar y destruir la naturaleza; el ejercicio hipertrófico y unilateral de esa racionalidad elimina nuestra capacidad meditativo-contemplativa —constitutiva de nuestro ser humano profundo—, dificulta nuestro conocimiento «comprensivo» del mundo que nos rodea, amputando aspectos importantísimos de nuestra realidad más profunda y esencial. Así un sector fundamental de esa realidad: el mundo de la vida, de los valores, de las emociones y sentimientos, de la belleza y del arte, de la trascendencia, de las percepciones y de las experiencias no verbales (contemplativas, místicas, estéticas o lúdicas) ha sido preterido o desplazado fuera del horizonte de nuestra experiencia cognoscitiva positivada por la ciencia imperante.
En esta misma línea, Paul Ricoeur ha llamado también la atención sobre el hecho de que el progreso de la racionalidad tecno-científica ha corrido parejo con un recul de sens (retroceso de sentido), con una desaparición del para qué y el porqué de la finalidad y de la felicidad humana y, finalmente, del sentido total (7). Un mundo, en fin, que, desencantado y desmisterializado por la acción de la ciencia, se ha transformado por esa misma racionalidad científica en un mundo «manejable», sometido a un esquematismo universal y abstracto que reduce su diversidad y riqueza a las tristes explicaciones de unas leyes generales o de unas fórmulas matemáticas, en donde el conocimiento funciona como un simple sistema de control y dominación.
Así, se convierte al hombre, extraño al mundo, en un aciago demiurgo dueño, destructor (y también víctima) de ese mismo mundo. Este hombre sin atributos (R. Musil), unidimensional (H. Marcuse), huérfano de Dios, mutilado de toda trascendencia y sentido, anuladas sus dimensiones más personales buscará, en consecuencia, su anhelada liberación en otras vías de instalación segura en el universo, pero esta vez irracionales, pseudocientíficas, psicodélicas, mágicas o esotéricas o en supuestos paraísos artificiales, de las drogas, del placer, del consumo compulsivo sin finalidad, directamente autodestructivos.
¿Hay salida para esa situación desesperanzada y sin horizonte? ¿Es posible una nueva alianza entre el ser y el sentido, entre el pensamiento científico y el mundo de los valores? ¿Cabe un nuevo diálogo entre científicos y humanistas, entre tecnólogos y poetas, entre cientifistas y filósofos? ¿Es posible restaurar la alianza perdida por la separación entre las dos culturas, mediante una nueva forma de comunicación entre ciencias y humanidades? Científicos actuales como B. d’Espagnat o Ilya Prigogine, han tratado de responder a estas preguntas como veremos seguidamente.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, Eudeba, Buenos Aires, 1970.
2) Jacques Monod, El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna, Barral editores, Barcelona, 1971, p. 186.
3) Hans Sedlmayr, El arte descentrado, Labor, Barcelona, 1959.
4) Hans Sedlmayr, La revolución del arte moderno, Rialp, Madrid, 1957.
5) Sobre Samuel Beckett y su angustiada concepción existencial véase: F. Pérez Navarro, Galería de moribundos. Introducción a las novelas y al teatro de Samuel Beckett, Grijalbo, Barcelona, 1976.
6) E. Schillebeeckx, «Hacia un futuro definitivo: promesa y mediación humana», en A.Th. van Leeuwen, M. Xhaufflaire, L. Kolakowski, W. Pannenberg et al.: El futuro de la religión, Sígueme, Salamanca, 1975, p. 44.
7) P. Ricoeur, Prévision économique et choix éthique, Esprit 34 (1966), pp. 188-189.
Ver más artículos de
Catedrático de Filosofía
y las Reflexiones…. y Diálogos anteriores