Llanos de La Calahorra:
por su mudez bisbisean
los balidos embozados
de los rebaños de ovejas
y unos silencios redondos
gritando bajo las piedras.
Sobre el alcor arriscado
emerge la fortaleza
con sus cuatro torreones
esquinados entre almenas
que hacia el azul de los cielos
desafiantes se elevan
mientras graznidos de cuervos
chirrían por las troneras.
En el monte de san Juan
hasta las nubes se aquietan
y por el Picón de Jérez
los rayos del sol se enrejan
atemperando un paisaje
deslumbrante de belleza.
La escenografía solemne
todo lo calma y sosiega,
el castillo se enternece,
unas palomas zurean
por la cornisa volada
de la torre de la iglesia;
la campana del reloj,
con su voz ronca y severa,
marca el transcurrir del tiempo
en pertinaz cantinela;
en un banco del Macabe
se requiebra una pareja
y por las tapias del huerto
se adormecen las adelfas;
huele a tomillo y mastranzo,
rutila nieve en la sierra,
tras las esquinas dormidas
cal y sombras pestañean.
Una parra encallecida
yace anclada en la placeta
y a la salida del pueblo
se amodorran dos higueras;
las cinturas de los árboles
con el viento se cimbrean
y las risas de sus hojas
van y vienen por la vega.
El temblor de los maizales,
sosegados por la hierba,
lo anuda el leve rasgueo
de las espigas trigueñas
y en árboles verdiclaros
se arraciman las almendras.
Llanos de La Calahorra,
tan cerca de las estrellas,
su religioso mutismo
sacraliza la belleza.
Un aguacero de luz,
desmesurada y perpetua,
acartona la epidermis
y endurece las arterias
que vivifican y acallan
los latidos de esta tierra.
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