II. LAS PRIMERAS MISIONES UTÓPICAS FRANCISCANAS EN EL NUEVO MUNDO
Los doce primeros apóstoles, miembros de la provincia de la Custodia del Santo Evangelio, acudieron al Nuevo Mundo con el ánimo apostólico (y utópico) de transformarlo en una perfecta comunidad cristiana en la que figurasen los ancestrales rasgos o caracteres de la Iglesia apostólica de los primeros tiempos en forma de república indiana, separada de la comunidad española (que agredía y esclavizaba a los indios comunes). De ahí las interdicciones y enfrentamientos contra la Primera Audiencia y contra la ciudad de México por parte de los franciscanos —y del obispo de la misma orden, fray Juan de Zumárraga— y la acusación que sobre ellos se lanzó de conspiración contra los intereses de la Corona española, al pretender fundar una comunidad exclusivamente india bajo la tutela de los frailes.
Los franciscanos (1) trataban, pues, de construir para los indígenas “islotes ideales de perfección” y lograr un orden perfecto, civilizado y urbano, tanto espiritual como temporal. Es decir, intentaban crear con los indios (esos “cristianos nuevos”, pobres y niños desvalidos) “un orden diferente, pero dominado por el imperio de la superior fe y cultura, en el que, al habitante de utopía, la masa indígena no se le exigía como en el proyecto de Münzer, una acción liberadora, sino sumisión a esa emancipación espiritual impuesta” (2). Sin duda alguna, uno de los representantes más conspicuos de ese intento utópico fue Gerónimo de Mendieta, como John Leddy Phelan nos mostrara. En su opinión el paraíso terrenal anhelado por Mendieta contenía gérmenes de la idea utópica. En realidad, Mendieta era más utopista que el mismo Tomás Moro, cuya utopía estaba ubicada en un espacio y en un tiempo de su propia imaginación. En contraste con el alemán y con el español, Tomás Moro era totalmente pesimista en cuanto a su materialización concreta. Münzer y Mendieta ubicaban sus utopías en un espacio y un tiempo determinados: Thomas Münzer en Alemania, y Gerónimo de Mendieta, en la Nueva España. El paraíso terrenal de Mendieta era un intento de trascender el orden colonial español en su totalidad.
En su pensamiento existía una fusión de la visión mesiánica apocalíptica del reino milenario en la Tierra con las exigencias activas de un estrato oprimido de la sociedad. El paso final que hubiera comprometido a Mendieta con la revolución social nunca se dio. Münzer exhortaba a los grupos explotados a participar activamente, para reivindicar sus derechos mediante la violencia; sin embargo, Mendieta deseaba que la dirección viniese de arriba: del Mesías-emperador, Gobernador del Mundo. Los indígenas no habrían de tener ninguna participación combatiente en su propia liberación. Mendieta pertenecía a la tradición joaquinista; pero su idea de que el Mesías habría de romper las cadenas de la explotación económica de una clase determinada, para que los indígenas pudiesen lograr “la cristiandad más perfecta y saludable que haya conocido el mundo”, se apartaba un tanto de los seguidores de Joaquín de Fiore, para ir en dirección de la mentalidad utópica de Münzer.
Por su parte, Don Vasco de Quiroga aspiraba –como sostiene en su Introducción, Paz Serrano Gassent, y antes señalábamos- a algo semejante, pero con diferencias significativas, fundamentalmente referidas a “los diversos puntos de partida y los distintos caracteres de los actores de la utopía”. El jurista y obispo Vasco de Quiroga, y funcionario de la Corona, más pragmático, humanista, conciliador y moderado que los franciscanos partía de un modelo o de una concepción totalmente distinta de la defendida por los frailes franciscanos, y más cercana a los planteamientos de la Escuela teológico-jurídica española, tratando de llevar a efecto con sus Hospitales-pueblo (o Pueblos-Hospitales) la realización cristianizada de la organización política que proponía como modelo el canciller inglés.
Por estas razones, en Información en Derecho, el obispo Quiroga declaraba explícitamente la necesidad de edificar la “ciudad ideal” en América, condición indispensable para salvar moral y físicamente a los indígenas. El plan de su utopía lo formulará con detalles en Ordenanzas de hospitales y pueblos, en el Plan de funciones agrícolas y en su propio Testamento de 1565, nos recuerda Fernando Ainsa en un excelente ensayo sobre la génesis de la utopía social cristiana y del discurso utópico americano en general:
“La fundación de la república se lleva a cabo a partir de “pueblos muy concertados y ordenados”, habitados por gentes sencillas, humildes, “a la manera como andaban los apóstoles”. El primer Hospital-Pueblo de Santa Fe se bendice el 14 de septiembre de 1532. La experiencia debería durar casi 30 años y su ingeniosa organización demostró ser práctica y eficaz. Como había dicho el propio Quiroga no se trataba de entender la caridad como un simple dar, sino como un modo de “organizar la bondad”, dándole ley a las cosas para resolver los problemas. El principal general era de “dar a cada uno según su calidad y necesidad, manera y condición”, un principio en el que no es difícil reconocer textos utópicos contemporáneos” (3).
Sin embargo, tan nobles pretensiones no lograron a llegar a realizarse plenamente. Como escribe atinadamente Paz Serrano:
“Finalmente primaría en él su fidelidad a la Corona y a la Iglesia. La utopía, reforma de la inicua práctica colonial, se quedaría en mero proyecto, reducida, en el orden social y educativo a la nostalgia de lo que pudiera haber sido otra manera de afrontar la conquista. La educación, más que servir a los deseos de un mundo mejor o a la prosperidad futura del indio civilizado, en pie de igualdad con los conquistadores, se convertía, como indica Julia Varela, en una pieza más de la política de tierra quemada dictada por el Consejo Real, una forma dulce de guerra que implica sucesivos actos de violencia real, material y simbólica” (4).
De esta manera el oidor Quiroga, de fidelidades burocráticas a la vez que religiosas, ofreció un modelo más paternalista y menos discordante con los intereses coloniales, que el propugnado por los doce primeros apóstoles y misioneros franciscanos, más cercano a un modelo mesiánico milenarista.
A pesar de ello, Don Vasco o Tatavasco (Padre o Papá Vasco como cariñosamente lo llamaban los tarascos y aún se le continúa recordando con ese apelativo por las tierras de Michoacán) fue un gran misionero y civilizador y una de las grandes personalidades americanas de la primera época de la Nueva España. Enrique Dussel nos recuerda, asimismo, tras señalar que Vasco de Quiroga fue el “primero que tuvo la idea de las reducciones”, antes que los jesuitas del Paraguay. Para terminar, ofreciéndonos esta apretada síntesis sobre su semblanza personal, social y religiosa en la que queda reflejada su fascinante personalidad:
“Siendo oidor de la Audiencia de México, un laico de unos sesenta y tantos años, se estableció entre los indios y los “pacificó”, los evangelizó como laico y no más. Quiroga era un humanista que había leído mucho a Tomás Moro. Leyendo la Utopía, pensó constituir sociedades cristianas fuera del contacto con los españoles. El rey, por último, lo propone como obispo. […] Vasco de Quiroga es una de las personalidades americanas, un hombre que decía: “Yo no soy obispo de hispanos sino de indios”. No llegó a construir su catedral porque todo el tiempo vivió entre os indios. Hizo ciento cincuenta pueblos de indios; admirable era la organización que tenían aquellos tarascos. Por providencia tuvieron su primer contacto con los españoles por medio del obispo Vasco de Quiroga. Así nació la diócesis de Michoacán” (5).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Enrique Dussell en Desintegración de la Cristiandad colonial y liberación, (Ediciones Sígueme, Salamanca, 1978, pp.57-58) nos describe cómo en el 1524, llegaron a tierras mexicanas los “doce apóstoles”: franciscanos extraordinarios que se lanzan a recorrer todo México. Uno de ellos era Motolinía, que significaba “el pobre”. Aquellos misioneros venían de la España del XVI donde florecía santa Teresa y san Juan de la Cruz; esa España que se hallaba en los más fervoroso d su afán caballeresco y a su vez de su ansia de santidad. Motolinía recorría a pie, descalzo, todo México; cientos de kilómetros; era para los “indios”: “el pobre”; porque era más pobre que ellos, con la franciscana sotana raída etc. Aprendió rápidamente el azteca y predicaba admirablemente en este idioma, como los otros primeros misioneros. La iglesia no permitía que los indios aprendieran el idioma castellano. La corona de Castilla se vio obligada a establecer una organización política para millones de gentes (Aragón estaba más comprometida con/en la política europea). Hasta 1519 América era insignificante, “no aportaba un centavo” a la Corona, no interesaba. A partir de 1519 en adelante comienza la época de esplendor, es cuando llegan los grandes eclesiásticos: Zumárraga en 1528; Julián Garcés obispo dominico a Tlaxcala, después Vasco de Quiroga, en Michoacán y Marroquín en Guatemala; clero secular en aumento y miles de misioneros. dominicos, franciscanos, mercedarios.
2) Paz Serrano Gassent, op. cit, p. 21.
3) Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado, op. cit., p. 157.
4) Paz Serrano, Introducción, op. cit., p. 42.
5) Enrique Dussel, Desintegración de la cristiandad colonial y liberación, op. cit. p. 56.
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