I. Para Georg Steiner “un clásico no es ya un libro que debamos leer, sino un libro que nos lee”. Utilizábamos, hace un lustro, esta paradójica expresión para dar cuenta de una de las últimas y más lúcidas e interesantes lecturas e interpretaciones del “Libro por antonomasia” de la literatura española de todos los tiempos, El Quijote, debida a la fértil inteligencia y a la elegante pluma de un ilustre catedrático, académico y filósofo de nuestra Universidad, Pedro Cerezo Galán, (1). Con esa afirmación contraintuitiva, el pensador austríaco se refería, sin duda, a esa misteriosa cualidad de las obras clásicas de la literatura universal, que, al leerlas, nos permite penetrar los espacios más recónditos de nuestra intimidad, nos interroga e interpela en cada una de sus páginas e inevitablemente nos conmueve y nos impulsa a “ser mejores”, al descubrirnos y revelarnos aspectos y dimensiones profundas y desconocidas de la condición humana.
Eso es lo que verdaderamente experimentamos estética e intelectualmente cuando leemos alguna obra clásica, sea esta de Homero o de Sófocles, del Dante o de Shakespeare. El Quijote, nadie puede dudarlo, es uno de los tres grandes clásicos literarios de la Modernidad (con Hamlet, 1603 y Fausto, 1808). Podríamos asegurar que en su ADN se encuentra toda la literatura moderna e incluso universal, de todos los tiempos. Dostoievski, el gran novelista ruso, llegó a decir, imaginando un juicio final universal, que “si el mundo llegara a acabar y se preguntara a los hombres allá abajo, en cualquier lado: “¡Y bien! Si habéis comprendido vuestra vida sobre la tierra, ¿a qué conclusiones habéis llegado?” Ellos podrían, en silencio, enseñar el Quijote: “Aquí está mi conclusión sobre la vida ¿podréis por ventura, a causa de ella, condenarnos?” (2).
Leer un clásico como El Quijote es un placer estético y todo un gozo intelectual; interpretarlo es, sin embargo, una ardua y sumamente difícil tarea, dado el esfuerzo intelectual y el exhaustivo conocimiento que requiere no ya intentar emprenderla, sino llevarla a término con éxito. El código de lectura o clave interpretativa para la comprensión de los textos clásicos no es algo simple y de fácil adquisición sino algo que comporta una gran dificultad por su complejidad y que requiere el conocimiento de una serie de principios metodológicos, de consensos, tratados, estudios e investigaciones de los críticos o especialistas, basados en razones objetivas y declaraciones intratextuales contrastadas y fiables. Se trata de una clase de textos que no sólo dan que pensar (Paul Ricoeur), sino que encierran por su condición de clásicos ––como señala Pedro Cerezo, en una conferencia impartida en el Instituto de España, “El Quijote en el debate ideológico entre Ilustración y Romanticismo”— todo un potencial simbólico, que ha incitado creadoramente a la crítica y al pensamiento a lo largo de la historia y servido de prolífica semilla fertilizadora de múltiples lecturas e interpretaciones: “Si el Quijote no fuese un símbolo, polivalente y equívoco, de la condición humana, ni sería un clásico”, ni se explicaría que sigamos leyendo e interpretando la obra cuatrocientos años después de su publicación” (3). El simbolismo, polivalente y equívoco, de Don Quijote es el mismo, idéntico al de la condición humana. Por ello mismo, trasciende su circunstancia y es susceptible de diferentes versiones, interpretaciones o lecturas.
En efecto, como escribe Jean Canavaggio: “Né du genie de Cervantes, Don Quichotte s’est construit au fil de ses réceptions successives”. Estas palabras procedentes de su ensayo Don Quichotte, du libre au mythe. Quatre siècles d’errance (4), hacen justicia, a este respecto, al libro cervantino que, en cada tiempo y para cada lector, ofrece unas posibilidades hermenéuticas -acumuladas con el paso del tiempo y la tradición- siempre inéditas, renovadas, apasionantes y originales. No existe ninguna obra literaria escrita en castellano que haya alcanzado un éxito tan unánime y una proyección tan universal como El Quijote. Ninguna otra mantiene tanta vigencia e interés como ella. Siglo tras siglo, época tras época, sus lectores han encontrado en sus páginas, además de una indiscutible belleza y donosura literarias, momentos de solaz divertimiento y de emoción inagotable, así como numerosos mensajes de profundidad filosófica desusada o una peculiar enseñanza de insólita sabiduría humana.
II. Nos interesa aquí referirnos a un aspecto muy debatido y en cierta manera equívoco de la obra magna de Cervantes, que podemos dilucidar con esta pregunta ¿Es El Quijote una obra utópica y en qué sentido puede adjetivársela de tal manera? Aunque El Quijote no es, formalmente, una utopía stricto sensu, si existe algún héroe utópico o eutópico, ése es sin duda don Quijote. Nadie puede negar tampoco que a lo largo de la obra podemos encontrar numerosos episodios, pasajes, discursos, arengas o hazañas que destilan temas, contenidos, intenciones y anhelos inequívocamente utópicos, que así lo ejemplifican y prueban. Entre ellos, algunos en los que se muestran determinadas variantes temáticas que remiten y configuran convencionalmente el género literario y de pensamiento que es la utopía. En primer lugar, la “variante ucrónica o nostálgica” de la Edad de Oro —el locus amoenus o aetas aurea de los clásicos grecolatinos desde Hesíodo hasta Ovidio u Horacio— que conjuga a la vez la “subvariante arcádico-pastoril”, anticipadora de la utopía ecologista, y la “subvariante evangélico-cristiana del comunismo de bienes”, tal y como se nos retrata y evoca por boca del Caballero en el Discurso a los cabreros (capítulo 11 de la Iª parte). En segundo lugar, la “variante libertaria de la justicia absoluta”, que se nos se nos muestra en el episodio de la Liberación de los Galeotes (capítulo 22 de la Iª parte). Y en tercer lugar la “variante utópico-política o carnavalesca del Buen gobierno sanchopancesco”, tal y como se nos describe en los capítulos de la ínsula Barataria (capítulos 42 hasta el 53, alternativos, de la IIª parte). Pues bien: en el Quijote, en cada uno de sus episodios, a pesar de la evidente variedad de sus sucesos, protagonistas y perspectivas, late ya, comprimido, el misterio y el significado general de la obra. Es por ello por lo que tal vez sea el episodio de los cabreros, el discurso de don Quijote sobre la Edad Dorada (“Dichosa edad y siglos dichosos…”), el epítome más claro de su propuesta utópica. A él nos remitimos para poder entender las reflexiones que siguen a continuación.
José Antonio Maravall en una obra ya clásica sobre el tema, Utopía y contrautopía en El Quijote (5), señala que este intento o sueño (medieval) de vivificación del mundo caballeresco-pastoril a través del voluntarismo de la acción individual esforzada de don Quijote, según los cánones de la caballería como método, y en el contexto de una vida natural al margen de la realidad social, política, económica y tecnológica de su tiempo, así como el anhelo quijotesco (renacentista) de retornar a la Edad Dorada, no eran más que el reflejo de la reacción de un sector social de la España cervantina –-la de los hidalgos pobres apegados a la tradición, y también la de un grupo de escritores que más alentaron esa utopía arcádica y regresiva (como A. de Guevara, Torquemada, Sabuco, Mal-Lara etc.), expresada en un específico género literario: el de la “alabanza de aldea”. Lo que proponía don Quijote era, por consiguiente, mera expresión de la ideología más conservadora, y arcaizante de su tiempo, que postulaba una vuelta o regreso a la refeudalización. Esto es: la recreación anacrónica del pasado orden caballeresco más tópico y artificial, que estaba necesaria e inevitablemente abocada al fracaso más estrepitoso (6).
Cervantes, y eso es lo que convierte a su obra en una expresión de la crisis barroca, sí comprendió —frente a don Quijote— que ese sueño de una sociedad caballeresco-pastoril, era un disparate en las condiciones a las que se había llegado en el mundo real e histórico de su época: un mundo que ya ha empezado a vivir los ideales de la modernidad a través de una organización estatal defendida con armas nuevas (artillería) adecuadas a tal propósito. Con su libro, Cervantes trataría de denunciar aquellas construcciones quiméricas (utópicas) de su tiempo, que buscaban una reforma de la sociedad mediante una huida hacia un topos ideal inalcanzable y regresivo (Edad Dorada) o a través de una evasión inoperante hacia un lugar inexistente y frustrante (sociedad agraria premoderna, ya en vías de extinción) como las propugnadas y emprendidas por el héroe de su novela, Don Quijote de la Mancha, mostrando el absurdo, el sinsentido y la imposibilidad de llevarlas a efecto. En este sentido la obra de Cervantes representaba el antídoto más enérgico y contundente contra el utopismo difuso y adormecedor del siglo XVI, encarnado en y por el personaje de su héroe. Precisamente, por ello, en el Prólogo a la primera parte de su novela, el propio Cervantes nos advertía diáfanamente que El Quijote era “una invectiva contra los libros de caballerías”, destinada a poner en aborrecimiento de los hombres” sus “fingidas y disparatadas historias”. Baste sustituir el sintagma “libros de caballerías” por “utopías” o “ideales quiméricos”, para validar y confirmar esta tesis.
Pero también es preciso decir que Cervantes no lleva a cabo su crítica del utopismo quimérico de su época de manera cruel y descarnadamente hiriente, sino que refleja la inanidad de este ideal utópico-pastoril en el espejo de la sutil y amarga ironía, tan suya, que se ha hecho acreedora del calificativo de “cervantina”. Esta ironía es la que desautoriza totalmente esa aspiración utópica quijotesca, hasta el punto de convertirla en una utopía de evasión disparatada. Frente a tal Utopía quijotesca Cervantes propugnaría su Contrautopía, como la denomina Maravall en el título de su libro, manifestada a través de la ridiculización, burla y tratamiento irónico de las empresas quijotescas a lo largo de toda la novela. Pero hay que notar, reiteramos, que no es una ironía cruel, sino compasiva, diríamos incluso que cristiana, y llena de simpatía por el personaje y por sus ideales. En conclusión: El Quijote, vendrá a sostener J. A. Maravall, está construido por Cervantes de tal manera que “después de levantarse ante el lector las líneas de una utopía, se le da la vuelta al conjunto para poner de relieve la ineficacia e imposibilidad de la misma”.
III. ¿Es, entonces, el Quijote un libro pesimista, cáustico y desesperanzado? No, de ninguna manera. Se trata de un libro profundo, complejo, polifónico y polisémico, que puede interpretarse desde dos perspectivas diferentes, incluso antagónicas: la perspectiva de su autor, Cervantes, en la que nos muestra una crítica irónica y antiutópica de la España de su tiempo y una parodia anti-caballeresca del quijotismo, y simultánea y paralelamente, por el contrario, la perspectiva de su personaje o protagonista, Don Quijote, en la que se nos proporciona una visión mítica e idealista del caballeroso e ingenioso hidalgo de la Mancha así como de su visión fictiva y alucinada de la realidad social en la que habita y en la que desarrolla su heroica y demencial aventura.
Claudio Magris en su ensayo Utopía y desencanto ha sabido desvelar esa duplicidad de la novela de Cervantes, en la que sistemáticamente se suceden dialógicamente, y no dialécticamente (7), dos concepciones distintas de lo real, contenidas en ella y que se muestran sin solución de continuidad a lo largo de sus capítulos:
“El Quijote —escribe Magris— lo contiene todo: el idealismo y el realismo, la utopía y el desencanto, el entusiasmo y la humillación, la fe y el caos. Ninguna otra obra literaria es tan paradigmática para afrontar el milenio entrante, necesitado urgentemente de una síntesis entre utopía unida al desencanto, conceptos que, en su opinión, no se contraponen, sino que se sostienen y corrigen mutuamente. Y el camino para lograr esa unidad compensada, nos la procuran precisamente estas dos figuras cervantinas: Don Quijote, la utopía, Sancho, el desencanto” (8).
El Quijote es, en consecuencia, un libro que expresa un gran desengaño, un gran desencanto, un gran escepticismo, el de su autor, Cervantes, sí; pero también, un libro que alimenta —encarnada en la figura de su protagonista, Don Quijote—, una llama inextinguible de esperanza; que no entiende el fracaso, la desgracia o la lucha por los ideales como inútiles; que alimenta una cierta lucecita de confianza en el hombre, que no arroja definitivamente la toalla respecto de la posibilidad de alcanzar las grandes metas o los más ennoblecedores retos de la condición humana. En esta doble y equívoca perspectiva se encuentra, tal vez, el misterio y la fascinación del gran libro de Don Miguel de Cervantes (o Miguel de Cerbantes, como dirían los más “puristas” del idioma castellano).
Su canto a la libertad y a la igualdad, su apuesta por los menesterosos, por los débiles y desvalidos, por las mujeres indefensas, por los marginados, los apaleados, los locos, los que padecen persecución y agravios por causa de la justicia —que impregnan todas las páginas del libro— siguen, deben seguir, vigentes y actualizables… si es que todavía, y en la edad de hierro del nihilismo y del relativismo moral en que malvivimos los hombres y mujeres de la posmodernidad, seguimos creyendo en el hombre, en que es no sólo deseable sino posible otro mundo mejor, un futuro más soleado para él.
Y es que una cosa es la certera, consciente y desencantada propuesta crítica del autor de la obra, Cervantes, contra los desvaríos utópicos y quimeras ucrónicas e irrealizables de la España de su tiempo —ejemplificados y encarnados por los imposibles ideales quijotescos— y otra, muy distinta e inevitable, es la fascinación que su protagonista principal, don Quijote, ejerce en el presente, ejerció en el pasado y ejercerá sin duda en el futuro en las mentes y en la imaginación colectiva de sus lectores y también en el folclor y la iconografía popular, convertido o transformado en un auténtico mito extra o transliterario (9).
Es decir, es un mito que, desprendido de la obra literaria que le diera origen, va a adquirir existencia autónoma y personalidad propias: “Cuando determinado ente de ficción creado por un poeta” —escribe Francisco Ayala con agudeza en El Mito de Don Quijote, de su libro recopilatorio de sus escritos sobre Cervantes, La Invención del Quijote–– “salta de las páginas del libro […] para adquirir autonomía, instalándose en la imaginación colectiva, de manera que su figura llegue a ser familiar aún para quienes nunca han leído el libro […] e incluso para quienes acaso ni siquiera tengan noticia de que existe la obra literaria donde se originó”, entonces nos encontramos con un verdadero mito que ha adquirido existencia y personalidad propias (10).
Por su parte, Vladimir Nabokov, al explicar este mismo proceso de personificación o encarnación extratextual de un mito —como el de don Quijote— coincide significativamente con lo indicado antes por el gran pensador granadino, al señalar lo siguiente:
“Estamos ante un fenómeno interesante: un héroe literario que poco a poco va perdiendo contacto con el libro que le hizo nacer; que abandona patria, que abandona el escrito de su creador y vaga por los espacios después de vagar por España. Fruto de ello es que don Quijote sea hoy más grande de lo que era en el seno de Cervantes. Lleva trecientos cincuenta años cabalgando por las junglas y las tundras del pensamiento humano, y ha crecido en vitalidad y en estatura. Ya no nos reímos de él. Su escudo es la compasión, su estandarte es la belleza. Representa todo lo amable, lo perdido, lo puro, lo generoso y lo gallardo. La parodia se ha hecho parangón” (11).
Pues bien, a pesar del fracaso de su utopía específica (la ensayada concretamente por don Quijote en el inmortal libro y a la que ya antes hemos aludido en la primera parte de este artículo), el proyecto ideal de su misión, o mejor, el “espíritu de utopía” que don Quijote personifica, trasciende las intenciones de su autor o artífice, Cervantes, alcanzando su plena autonomía y emancipación, como Ernst Bloch en su magno ensayo El Principio Esperanza, primero (12), Francisco Ayala, Vladimir Nabokov, después, o más tarde Carlos París y Claudio Magris han sabido mostrar y explicar con devota admiración. Ese espíritu, ese ideal sigue presente en el horizonte humano como una estrella polar, como un punto cardinal de sentido, telos y orientación del caminar humano por la historia; y no se diluye, no desaparece, no muere, como no lo hace el inmortal personaje cervantino (13).
Renace siempre de sus cenizas, como el ave Fénix, y asume diversos nombres y personificaciones, que han cambiado realmente nuestro mundo, haciéndolo un poco mejor: quijote-Francisco de Asís, quijote-Teresa de Jesús, quijote-Concepción Arenal, quijote Clara Campoamor, quijote-Gandhi, quijote-Martin Luther King, quijote-Nelson Mandela, quijote-Ignacio Ellacuría, quijote-Obispo Romero, quijote-Teresa de Calcuta, y quijote-mujer u hombre anónimos. Ese espíritu es inmortal: es la utopía mil veces anhelada de la aspiración a la libertad, a la justicia, a la paz y al amor que alienta en lo más profundo de todos los seres humanos. Estos ideales cumplen efectivamente con la función iluminadora del presente —mostrando a la luz del ideal sus imperfecciones— que anida en todo proyecto o ideal ético por difícil que sea (14).
Concluyamos nuestra reflexión con estas palabras de Carlos París: “Si aún estáis con vida seguid persiguiendo los ideales. Aunque un día os deis cuenta de que las cumbres que creíais haber coronado eran meras llanuras, al siguiente seguid anhelando nuevas cumbres, aun sabiendo que no las podréis alcanzar, como los honderos baleares disparaban a la luna para llegar siempre más lejos” (15). Esta es, creo yo, la gran lección, el mejor legado que nos ha dejado don Quijote.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Tomás Moreno Fernández, “Nueva aproximación al Quijote…”, reseña del autor de este artículo del libro de Pedro Cerezo Galán, El Quijote y la aventura de la libertad, Biblioteca Nueva, Madrid, 2016, en el Boletín Nº 8. Enero-Junio, 2017, de la Academia de Buenas Letras de Granada, pp. 150-159.
2) F. Dostoievski, Obras completas, 1967, vol. III, Aguilar, Madrid, p. 967.
3) Conferencia pronunciada por el profesor Cerezo Galán, Académico de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, el 1 de junio de 2017 en el Instituto de España.
4) Jean Canavaggio, Don Quichotte, du libre au mythe. Quatre siècles d’errance, Fayard, París, 2005, p. 250. Lo que afirma en la cita Jean Canavaggio lo ejemplificará magistralmente Jorge Luis Borges en su genial “Pierre Menard, autor del Quijote” (Ficciones, 1944), en Jorge Luis Borges, Obras Completas, tomo I, RBA – Instituto Cervantes, Barcelona, 2005, pp. 444-450.
5) J. A. Maravall, Utopía y Contrautopía en El Quijote, Visor libros, Madrid, 2006.
6) El tópico de la edad de oro y la nostalgia del pasado quijotesca (Discurso de los cabreros, I, 11), como vio el gran poeta mexicano Gabriel Zaid, tiene antecedentes milenarios, tanto en los poemas de Virgilio y Horacio del I a de C., como en los consejos del Buda y de Jesús: “No guardes comida, ni bebida, ni ropa, ni te angusties” y “Las aves del cielo ni siembran, ni cosechan, ni tienen graneros”, respectivamente. Según Zaid esa añoranza de “la edad de oro recolectora” representaba en realidad un repudio y una crítica a la revolución agrícola, que parecen darse ya en el relato bíblico de la expulsión del Edén, paraíso recolector,”por culpa de la domesticación de plantas: el árbol del propio saber”. Tópico que no sólo aparecerá en la obra de Cervantes, sino también en la obra de Juan Jacobo Rousseau El origen de la desigualdad entre los hombres, II. y en la Contracultura hippie de los años sesenta del siglo XX. (Cfr. G. Zaid, La feria del progreso, Taurus, 1982, p. 219).
7) Decimos eso porque en el discurrir de la narración Don Quijote se va “sanchificando”, y Sancho Panza “quijotizando”, como señalaran M. de Unamuno (Vida de Don Quijote y Sancho, Cátedra, 2017, y Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, 2008), S. de Madariaga (Guía del lector del Quijote, Espasa Calpe, 1981) y el Dr. Hipólito Romero Flores (Biografía de Sancho Panza: filósofo de la sensatez, Editorial Aedos, 1951), entre otros intérpretes eximios del libro.
8) Claudio Magris, Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona, 2001.
9) Sobre la mitificación del personaje cervantino o sobre el mito de Don Quijote véanse Ramiro de Maeztu, Don Quijote, Don Juan y la Celestina, Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1957; Ian Watts, Mitos del individualismo moderno. Fausto, Don Quijote, Don Juan y Robinson Crusoe, Cambridge University Press, Madrid, 1999; Jean Canavaggio, Don Quichotte, du libre au mythe. Quatre siècles d’errance, op. cit.; Carlos París, Fantasía y razón moderna, Don Quijote, Odiseo y Fausto, Alianza, Madrid, 2001.
10) Francisco Ayala “El mito de don Quijote”, en La Invención del Quijote, Punto de Lectura, Madrid, 2005.
11) Vladimir Nabokov, El Quijote, trad. Maria Luisa Balseiro. Ediciones B, Barcelona, 1987, p. 156.
12) Ernst Bloch, El Principio Esperanza, Aguilar, vol. III, Madrid, 1977/80, pp. 128-145. El epígrafe en el que Bloch analiza la figura de Don Quijote (la flor caballeresca tropical-utópica) en contraposición a la del Fausto y desarrolla su crítica del “utopismo abstracto y anacrónico” del caballero cervantino, se denomina “Imágenes desiderativas del momento pleno”. Considera en él que “Don Quijote es el utópico más grande, pero, a la vez, su caricatura; y Cervantes lo ha hecho objeto de mofa”.
13) Vid. Tomás Moreno Fernández, Don Quijote: de la utopía al mito, Jizo, Atarfe 2015.
14) Vid. a este respecto el excelente y sugestivo ensayo de José Antonio Merino, Don Quijote y san Francisco: dos locos necesarios, PPC, Madrid, 2003.
15) Carlos París, Fantasía y razón moderna. Don Quijote, Odiseo y Fausto op. cit., p. 168.
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