“El milagro que salva al mundo, al dominio de los seres humanos, de la normal ruina, es en fin de cuentas la natalidad […] Es esta esperanza y esta fe en el mundo lo que encuentra, sin duda alguna, su expresión más sucinta y más gloriosa en esa pequeña frase del Evangelio, anunciando la buena nueva: que “nos ha nacido un niño” (La idea del amor en San Agustín, Hannah Arendt).
I. H. ARENDT: BIOGRAFÍA Y PERSONALIDAD
Hannah Arendt (1906-1975) es la tercera de las grandes pensadoras judías del pasado siglo que estamos comentando en esta serie de microensayos. Encarna en su vida y obra uno de los más valientes y emocionantes compromisos éticos en la lucha por el valor incondicionado de la vida humana y por la dignidad de todos los seres humanos, sin ninguna clase de distinción o excepción, que haya conocido el siglo XX. Aunque sólo sea por eso, merece la pena recordarla y detenernos un momento en glosar su figura y su pensamiento.
Natural de Hannover (1906), de familia de judíos asimilados y de gran cultura. Su padre, Paul Arendt, era ingeniero y Martha, su madre, una mujer liberal y con estudios musicales. No eran practicantes, pero permitieron a su hija Hannah asistir al Sabat, a la sinagoga, con sus abuelos. Perdió a su padre con siete años. Recibió una educación abierta y sin prejuicios. En su casa había una buena biblioteca: los clásicos griegos y latinos saciarán su sed de conocimientos. Muy joven, antes de entrar en la universidad leyó a Kant, a Kierkegaard, a Jaspers.
En su etapa universitaria elige estudiar filosofía en Marburgo, donde es alumna predilecta de Heidegger. Asiste al seminario de teología de Rudolf Boltmann, en compañía de su amigo Hans Jonas, y también -durante un semestre- a un seminario de Husserl en Friburgo. Su tesis doctoral versa sobre El concepto del amor en San Agustín (1), y es defendida en 1929, en Heidelberg, bajo la dirección de Karl Jaspers (2). Cuando Hitler toma el poder en 1933, Hannah es encarcelada por la Gestapo. Desde 1934 a 1938 se exilia a París, donde reside durante 8 años. Allí conoce figuras como J. P. Sartre, Raymond Aron y Albert Camus; asiste a los seminarios de Alexandre Kojève sobre Hegel, y coincide, entre otros pensadores y poetas, con W. Benjamin y con W. H. Auden. Asimismo, conoce a Heinrich Blücher, que será su segundo marido (antes, en 1929, había estado casada con Günter Anders,). Mientras Heidegger es elegido por los nazis Rector de la Universidad de Friburgo (el 22 de abril de 1933), ella trabaja en París para una organización sionista.
En 1941 Hannah emigra con su madre y su esposo a los EE.UU., donde trabaja como editorialista del periódico Aufbau, medio de expresión de los refugiados en lengua alemana para la reconstrucción cultural judía, y vuelve, esporádicamente, a Europa en 1949 (y se entrevista con Heidegger). Imparte clases en varias universidades estadounidenses (Princeton, Harvard) y sobre todo en la Universidad de Chicago (1963-1967) y en la New School for Social Research de Nueva York (1967-1975). Con ocasión del juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961, asiste al mismo como corresponsal del The New Yorker. Sus ideas influirán en P. Ricoeur, J. Habermas y J. F. Lyotard. Muere repentinamente en Nueva York el 4 de diciembre de 1975.
Hannah Arendt es unánimemente reconocida como una de las filósofas más grandes y originales del siglo XX y todo un clásico del pensamiento político contemporáneo. Para quien quiera hoy, reflexionar sobre el hombre, la condición humana, la vida del espíritu o sobre la democracia y la política de nuestro tiempo, o, incluso, solamente “pensar” con sentido y responsabilidad, el nombre y la obra de Hannah Arendt le serán ineludibles, imprescindibles. En su biografía, como hemos visto, se enhebra gran parte de lo más destacado de la filosofía del siglo XX: desde Jaspers a Heidegger, desde Bultmann hasta Hans Jonas. Su condición singular la sitúa en una perspectiva privilegiada para entender nuestro tiempo: mujer en una sociedad hecha a medida de los hombres, filósofa cuando el pensamiento es delito y judía en una época en que sus hermanos de raza padecían la persecución y el holocausto.
Pensadora heterodoxa para la intelectualidad de izquierdas durante la guerra fría, al equiparar el terror estalinista al nazi-fascista en los primeros párrafos de Los orígenes del Totalitarismo (1951) (3) —su primera gran obra, publicada en los EE.UU a donde había emigrado —, intentó refundar la noción de “política” desde una reflexión personal tanto sobre la condición humana en general, como sobre las consecuencias perversas que un sistema político totalitario -como el nazi- había establecido en Europa apenas diez años antes, sistema en el que todos los seres humanos se volvieron igualmente superfluos, “anonadables”, carne de matadero, mercancía biológica traficable y transformable según una eficientísima lógica industrial.
Representa, con Walter Bénjamin, Edith Stein, Simone Weil, Primo Levi, Emmanuel Lévinas, también judíos/as testigos y víctimas de la barbarie hitleriana, uno de los testimonios más lúcidos de la onerosa presencia del mal radical en el siglo XX y de sus trágicas consecuencias. En su amplia obra se dan cita intereses de crítica política e intereses filosóficos. Pero es la filosofía, sin duda, la que va a vertebrar y configurar la infraestructura conceptual y categorial de su teoría política. Y es Heidegger, la analítica existenciaria del pensador alemán, quien alentará ab initio su reflexión antropológica y política. Pero más que seguir fielmente al filósofo germano, Hannah Arendt se atreverá a subvertir las categorías principales de su maestro, ya que partiendo de premisas heideggerianas llegará en La condición humana (4) (1958) a conclusiones profundamente antiheideggerianas.
En efecto, mientras que las categorías que dominan Ser y Tiempo revelan un existencialismo en el que el Dasein es un “ser para la muerte”, Hannah Arendt sostendrá, por el contrario, que es el nacimiento, la natalidad o natividad (Gebürtlichkeit), más que la muerte, la condición fundamental de la existencia humana. Asimismo, recogerá el solipsista concepto heideggeriano de “ser-en-el-mundo” -que en Heidegger carece de cualquier dimensión intersubjetiva o social- para dar un paso más allá al incorporar en esta noción el concepto de pluralidad, resultando de ello un “ser-en-el-mundo-con-otros”, que desplazará tanto el solipsismo como la muerte -del primer Heidegger- en favor de la pluralidad y de la natalidad como categorías centrales de su pensamiento político, a la vez que mantendrá un concepto de acción entendida como interacción (5).
Una de las principales aportaciones de su obra La condición humana es, precisamente, la fundamentación filosófica y, más concretamente, antropológica de la teoría política. La gran pregunta que recorre esta obra en especial, y todas las suyas en general, es: ¿cómo hacer posible que el ser humano no sea superfluo o prescindible? La repuesta de Hannah Arendt, expresada y reiterada a lo largo de toda su producción teórica, es clara y contundente: es necesario, para ello, que la acción humana y la libertad sigan siendo posibles: la posibilidad de la acción humana en libertad, es lo único que puede salvarnos del totalitarismo. Ya, desde sus primeras reflexiones, su filosofía comienza siendo una crítica del totalitarismo y una indagación acerca de las causas de su aparición: el olvido de los demás seres humanos, el olvido de su inmarcesible dignidad.
Como ha señalado acertadamente Agustín Domingo Moratalla -en una excelente síntesis de sus aportaciones filosóficas-, para Arendt la causa del totalitarismo es la soledad. Es decir: el ser humano actual ha pensado que podía construir su identidad sin contar esencialmente con la presencia del otro, del prójimo. La ausencia de “compasión”, de amor o cáritas, por el “diferente” ha hecho que caigamos en la soledad y, en consecuencia, en la pérdida de nuestra personal identidad. Y sin identidad, los individuos son fácilmente manipulables, son sustituibles. Si realmente tuviésemos identidad, personalidad, o fuésemos seres de acción e iniciativa, el totalitarismo sería imposible (6).
Los individuos han caído en la soledad y los sistemas políticos del primer tercio del siglo XX se volvieron totalitarios porque olvidaron lo más propio del ser humano: la capacidad de acción con y para los otros. La llamada modernidad ha confundido la acción, lo específico del hombre en cuanto humano (el bios polítikos), con otra(s) cosa(s): la mera y fatigosa labor/trabajo, característica del animal laborans o la penosa y esclavizante fabricación, propia del homo faber. “La filosofía de Arendt es una llamada de atención para que no olvidemos que somos seres de acción y libertad. Si sólo nos comprendemos, como hasta ahora, como seres de consumo y de producción (de trabajo o de fabricación), seremos superfluos y podremos ser sustituidos por cualquiera o por cualquier cosa, por ejemplo, una máquina. Es tarea de la política arendtiana la resistencia a que seamos prescindibles, intercambiables, cosificables como una mercancía o un objeto de consumo. A veces, recordar lo que somos -seres de acción, de libertad, de iniciativa, de creatividad- es la forma más revolucionaria de cambiar la sociedad” (7).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) El concepto de amor en San Agustín, traducción de Agustín Serrano de Haro, Encuentro, Madrid, 2001.
2) La había recomendado su profesor Heidegger, que quería alejarla de su lado, pues mantenían, por entonces, una relación amorosa insostenible: él casado, con dos hijos, tiene 18 años más que ella y es filonazi, ella es una jovencísima estudiante y es judía. En 1996 la Revista de Occidente publica su Heidegger octogenario en donde analiza la figura de su maestro, su deriva nazi y su actuación en el Rectorado de Friburgo (H. Arendt, Martin Heidegger, octogenario, trad. de Julio Bayón, Revista de Occidente 1996, nº 187).
3) Los orígenes del totalitarismo: 1. Antisemitismo (1981); 2. Imperialismo (1998); 3. Totalitarismo (1987), traducción de Guillermo Solana, Alianza, Madrid.
4) La condición humana, traducción de R. Gil Novales, Paidós, Barcelona, 1993.
5) Su fe y esperanza en el mundo (su amor mundi), escribe Silvie Courtine-Denamy, “tal vez encontró su más famosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: “Os ha nacido hoy un niño”. La fe que propone Hannah Arendt es la fe en el valor intrínseco de todo ser humano, y en el amor en tanto que respuesta correspondiente ante la aparición de cada recién llegado susceptible de renovar el mundo común. Esta facultad milagrosa, taumatúrgica, de la acción, tiene sus raíces en la esperanza de la natalidad. Cuando Hannah Arendt trataba fuera de clase con algún joven estudiante en cuyas palabras descubría la esperanza de un nuevo comienzo del eterno humanum, tenía la costumbre, según cuenta Hans Jonas, de murmurar una de sus citas favoritas, un pasaje del Fausto de Goethe: “Pues la tierra los engendrará de nuevo, como hasta ahora los engendró” (II, acto III). Si bien este recién nacido no es de ningún modo, “un divino salvador”, la propia natalidad sí es, efectivamente, divina, pues la “salvación potencial del mundo reside en el hecho mismo de que la humanidad se regenera constantemente y por siempre jamás” (Tres mujeres en tiempos sombríos, op.cit., pp. 326-327). Sobre esta temática tan actual en tiempos de egoísmo hedonista, de relativismo moral y de nihilismo tanático y antinatalista como el nuestro, véase: Fernando Bárcena, Hannah Arendt: una filosofía de la natalidad, Herder, Barcelona, 2006.
6) Areté, Ediciones SM. Madrid, 2002, p. 240.
7) Ibíd., p. 240.
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