De izq. a dcha. Juan Manuel, Aureliana, Carmen, Leonor y Laura. Foto cortesía de Laura Romero García

El amanecer con humo. Benalúa de las Villas… Hijos Dulces de Dios (VI-B)

El día tres de abril del año que nos ocupa, 1955, Domingo de Ramos, la vieja campana de la torre, luciría sus mejores sones y, al vuelo, pregonaría un gran repique, llamando a su sede a los cristianos. El antiguo templo benaluense, de planta basilical, de un pobre estilo románico y algo abandonada, contaba con dos puertas. La principal, en la fachada, que miraba y aún mira en la nueva, al oeste. Y otra puerta, secundaria, en el costado del lateral derecho del templo. Era costumbre entonces – y lo fue por muchos años – que, bendecidos los ramos y palmas, y repartidas estas, al Sr. Alcalde y Concejales, así como los ramos de olivo a niños y mayores, se entonasen cantos de júbilo por el oficiante y los fieles.

Recuerdo aún (y ya hace de ésto más de sesenta años) que, antes de comenzar los actos propios del Domingo de Ramos, un coro de mujeres y algún hombre y niños, ensayaban una canción de aquellas, que decía:

“Pueri hebraeorum, portantes ramus olivarum. Obvia Verunt Domino clamentes et dicentes: Hosanna in excelsis”. Que venía a decir: “Los niños hebreos llevando ramas de olivo, salieron al encuentro del Señor, gritando y diciendo: Hosanna en el Cielo”. Muchos se preguntan, sin saber contestarse: “¿a qué será debido, que la Semana Santa cada año, cambie de fechas?”. Si ninguna otra conmemoración festivo/cristiana así lo hace, sólo cambia de fecha la Semana Grande. No, también cambian algunas relacionadas con ella. Miércoles de Ceniza y Corpus Christi, no tienen fecha fija, la alteran en paralelo con aquella.

No, también cambian algunas relacionadas con ella. Miércoles de Ceniza y Corpus Christi, no tienen fecha fija, la alteran en paralelo con aquella.

Es nuestro satélite, la que dicen de ella ser una embustera, la que es testigo de tanto amor vivido bajo su tenue y aterciopelada luz, el objeto celestial más romántico y bucólico. Es, la luna llena. La que marca la Pascua Católica.

La Semana de Pasión – o Pascua -, se celebra el domingo siguiente a la primera luna llena del equinoccio de primavera, y oscila entre el veintidós de marzo y el veinticinco de abril. Históricamente se ha intentado que no coincida con la Pascua Judía.

En el año 2013, tuve la suerte de visitar Jerusalén en las fechas de la Semana de Pasión, aquel año coincidieron tres fiestas muy importantes, que hicieron de Jerusalén una ciudad enteramente ocupada por gentes de todo el Mundo. Se celebraron la Fiesta del Cordero o Pascua Judía, la Cristiana y la musulmana. Ello hace de los escenarios bíblicos algo insospechado, algo espectacular, algo inolvidable que permanecerá en mi memoria siempre.

La Pascua Judía, o Fiesta del Cordero, conmemora el día que este pueblo hizo su salida de Egipto librándose de la esclavitud.

Así, según el pasaje bíblico, la Pascua Cristiana coincide con la Última Cena que Jesús celebró con sus discípulos y coincidió con la fiesta del Cordero. La razón de la conexión entre la Pascua Judía y la Cristiana, estableció, en el I Concilio Ecuménico de Nicea del año 325, que la Pascua se celebraría el domingo siguiente a la primera luna después del equinoccio primaveral.

Pascua”, en latín “Pascha”, significa “paso”. Para Judíos, el paso de la esclavitud a la libertad y el paso del mar Rojo. Para cristianos el paso de Jesús Resucitado de la muerte a la vida con su sagrada Resurrección.

Feligreses a la puerta de la iglesia de Benalúa de las Villas (Detalle) Foto cortesía de Ana Martín Afán de Rivera

Al son de la bella canción de Domingo de Ramos… “pueri hebraeorum”, todo el mundo cantando y, especialmente, el coro era acompañado por el agradable sonido de aquel viejo y antiguo órgano, con teclado de marfil y de la buena marca Armonium, que no manejaba mal, pero sí de oído, un sacristán que, en la parroquia de Colomera prestaba sus servicios y que, el buen hombre, al cantar, que también lo hacía, mostraba boca sin dientes, tan sólo alguno suelto en su superior encía, dándole a su boca y rostro una figura cuasi siniestra. Al mover los pedales del fuelle de nuestro Armonium y al pisar las teclas del citado instrumento, levantaba su mano derecha en movimiento acompasado, animando a coro y feligreses, al canto que interpretaba. Colocado, como siempre, en el lado izquierdo del altar mayor, y éste en penumbra, el organista componía una figura algo tétrica y melancólica.

Primero los niños, formando dos filas, se ponían en marcha hacia la puerta que al fondo de la nave central, a la calle salía. A la cabecera de la procesión y, abriendo ésta, dos ciriales con velas encendidas, portados por monaguillos con sotanas algo cortas y raídas que tan sólo a media pierna les llegaba y roquete blanco vestían, como también el monaguillo que, en el centro de ambos, portaba lo que le llamábamos “manguilla”: un crucifijo arriba de un asta y, más abajo a modo de adorno, una tela en forma de manga, que cambiaban de color según la liturgia del día.

Seguían a éstos las mujeres, también en dos filas formadas que, junto a las paredes de los lados caminaban. Al final de estas filas el celebrante, de alba y capa ornamentado -roja en este caso-, según la liturgia de la fiesta ordenaba.

A ambos lados del sacerdote dos monaguillos tomando las esquinas bajeras de la capa y abriendo algo esta, le daban al paso algo de solemnidad, en mano contraria asía, cada monaguillo, lo necesario para a la ceremonia ayudar. Uno portaba el incensario con nube de humo envuelto y repartiendo su intenso perfume por todo el espacio y, el otro, el acetre o la vasija de agua bendita con su hisopo dentro. Ni que decir tiene que el cura en su mano derecha portaba aquella palma adornada especialmente para el rito del día que, balanceándose al ritmo de su paso, el celebrante intentaba dar majestuosidad a la procesión de ramos.

Fachada de la iglesia de Benalúa de las Villas. Foto cortesía de Ana Martín Afán de Rivera

Tras el trío eclesiástico, de cura y monaguillos, todos los hombres se unían en grupo desordenado pero con el recogimiento propio de la fiesta a celebrar. Así marchaban despacio, con los cánticos y el sonido fuerte del armonio, que retumbaban en la bóveda eclesial lanzando sus ecos que reverberaban hacia todos los puntos y rincones del escenario procesional y daban un aspecto de grandeza y solemnidad. Esas pequeñas cosas, ya eran mucho para las gentes del lugar, y más para los niños y jóvenes que, haciendo sus vidas en aquel pueblecito serrano y tranquilo, celebraban especialmente alegres, cuando llegaba el momento de expresar sus sentimientos y sus costumbres. Dado que el trayecto era muy corto, ya que se extendía sólo desde la cabecera del templo, salida por la puerta principal, vuelta a la izquierda y volver a entrar por la puerta secundaria, y rematar en el punto de donde había partido, al pie del altar mayor y tras haber recorrido, quizá, poco más de cien metros, es por ello que llegada la cabecera con la Cruz guía a la segunda puerta, todavía no habia salido toda la gente, se paraban todos y el sacerdote avanzaba sólo hasta volver a entrar. Algún revuelo se formaba cuando los que habían salido querían recuperar el puesto en el banco que habían ocupado antes y que, a su vuelta, podría estar ocupado por nuevo inquilino. Habíalos que callaban y, por prudencia, permanecían de pie, pero algunos protestaban y así el murmullo y caos estaba servido

Reacomodados todos y el silencio conseguido, comenzaba la misa solemne del Domingo de Ramos, que era cantada en su integridad por el antiguo rito de antes del Concilio y con la misa Gregoriana de bello estilo musical.

Altar del Corpus Christi hecho en la Cruz de los Caídos del Paseo, 1970.

Ya era Semana Santa, la gente en grupo salía del templo y, por sus calles aledañas, en riada humana a sus casas se dirigían. No había dinero para beberse la cerveza del mediodía, pero menos aún, costumbre alguna de que alguna mujer de aquellos tiempos, todo recato y pudor, se atreviera a entrar en una taberna, por ello era que algunos de los hombres quedaran en los bares bebiendo… no una cerveza, entonces apenas había, sino que se tomaban un chato de Blanco Pasto, marca del vino que Castañeda a los bares servía en un camión, algo cacharro que, dispuesto en la puerta del bar, con dos maderos en paralelo colocados en la trasera del vehículo y, con una cuerda por el centro para aguantar el gran peso de los toneles o barricas, bajan muy despacio y rodando hasta el suelo,. Recuerdo que a los niños nos gustaba ver aquellas maniobras que de técnica no tenían mucho pero si de ingenio y maña.

Potaje de Vigilia

Corriendo llegábamos a nuestra casa, donde ya los mayores, sobre todo madres y hermanas, preparaban y montaban la mesa, que de ricos manjares, típicos de la Semana que vivíamos y fieles a las costumbres, íbamos a degustar el domingo de palmas que no era ayuno ni abstinencia y por ello se podía comer con algo más de libertad. Y solía ser el menú ese día: sopa de albóndigas de bacalao, de primero y, de segundo bacalao con tomates fritos… ¡y qué ricos estaban!

Los postres eran lo que más nos gustaban; se componían de arroz con leche, natillas con galletas María (en aguardiente un poco mojadas, y puestas dentro de aquellas y para rematar), roscos fritos (absolutamente semanasanteros), y otro de “borrachuelos”. Si no había en el pueblo ni una pastelería, si a Granada donde las había, apenas se iba, ¿Pues qué opción quedaba?, pues coger un rosco o “borrachuelo” de aquellos, era una delicia. Dulces hechos en nuestras casas y por nuestras madres y hermanas.

El Lunes, Martes y Miércoles Santos, por no ser festivos ni esos días celebrarse Oficios, transcurrían como laborables, en el agro trabajaban los hombres, no así las mujeres, que en nuestro pueblo no había mucha costumbre de que ellas lo hicieran en el campo, como sí la había en otras poblaciones de Andalucía. A excepción de la ayuda y gran colaboración que en la recolección de aceituna prestaban.

Los chavales, que esos días gozaban de vacaciones, alguno acompañaba al padre en el laboreo de los campos, pero los más se entretenían jugando en las calles y plazas, alborotando y gozando de sus juegos…

“El clavo”, pues buena época corría entonces en el mes de abril, que los días aun cortos, las calles de tierra y húmedas aún, se prestaban a hincar el clavo en dicho juego. La rayuela, las canicas, policías y ladrones, al pilla pilla, el salto la piola, el escondite y el salto la longaniza, el juego de “las iglesias”, la comba o “la balde”, el abejorro o a la pelota, apenas conocíamos el balón.

Gregorio Martín García

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