Antonio Funes Delgado: “La escritura me sirve como válvula de escape”

No es el primer premio que obtiene en un certamen literario este funcionario de correos jubilado pues a finales de 2006 ganó el concurso del Ministerio de Fomento por su texto epistolar “Carteros del desierto” que sería la génesis de su libro autoeditado “La voz del silencio” (2009) con el que pretende  «ponerle voz al silencio que hay sobre el pueblo saharui». Ahora, con este relato corto, escrito ex profeso para el certamen, cenra su mirada en las personas afectadas por “la enfermedad del olvido”.  “Lo he vivido de cerca, pues mi madre padeció Alzéimer durante los últimos cinco años años de su vida. Quería escribir algo de este tema, pero no desde un punto dramático, sino suave y con cierta  ironía”, comenta al justificar la temática elegida para una composición llena de lirismo e impregnada de vivencias de su infancia alpujarreña y de su primeros años en la capital granadina, “ciudad recostada sobre el delantal de una sierra”.

Costumbres y rincones

La búsqueda de verosimilitud y el hecho de que las personas mayores y afectados por esta enfermedad recuerden mejor las vivencias lejanas le sirve de excusa para rememorar detalles de los años de infancia en Cáñar, vocabulario propio de la zona o en desuso (lebrillo, repulgar ojales,…) y costumbres de antaño prácticamente desaparecidas (preparación del ajuar). También las plazas y rincones más conocidos por los alpujarreños que tenían que venir a la capital por razones médicas o de compras  como la plaza Bibrambla, el Zacatín o…  el bar Provincias donde Jorge, dueño y camarero, continua sirviendo las tapas de migas y “pescao”.  A lo largo de una jornada el autor narra las rutinas de un personaje, el tío Casimiro, “hombre de sierra y launa”, que pasa las horas en esta céntrica plaza granadina, que toma sus chatos en este típico bar y que tiene la suerte de contar con  el cariño de su hija y nieta, pese a que haya momentos en los que no recuerde ni sus nombres.  Todo ello salpicado con emotivos recuerdos infantiles,  noviazgo con María la Panera, su “primer y único amor”, y  así hasta que “se les descolgaron las letras del cuadernillo de su memoria el día en que unas campanas lloraron por mi compañera”.

 

   

Reproducimos a continuación el texto galardonado:

 

 
 
OLVIDOS


Soy un viejo alpujarreño; un cateto de boina y alberca que tuvo que emigrar a una ciudad recostada sobre el delantal de una sierra. Estoy roto e indefenso. Mi memoria tiembla asustada por los coletazos que da la vida. Tuve que abandonar mi raíz dejando a una mujer, mi mujer, que encendía la luz de mi casa. ¡Que va a hacer usted sólo Tío Casimiro! ¿Con quien va a estar usted mejor que con su hija?

Aquí estoy en la que hoy es mi Granada. Aquí vivo al lado de una plaza, de una fuente, de unas floristas, donde una torre esmochada voltea las campanas del ayer y pone mi cielo boca abajo.

Alzo mis brazos al viento y aún los puedo ver de granito y piedra dura, de alberca y acequia, de cerezo y launa. El almanaque de la vida me indica que es otoño y que unas hojas vienen y otras se van.

Estoy sentado en un banco de piedra de una plaza; una plaza sin nombre por donde transitan gentes que yo no reconozco. Ellos a mí me llaman el Tío Casimiro y la plaza es la de Bibrambla. A la manida pregunta de: ¡qué, abuelo, al solecito de la plaza! ¡Olvidadizo sí pero tonto no!

Mi memoria es una cometa que vuela al vaivén del tiempo; de pronto aparezco como un joven guapo y apuesto enamorado de unas trenzas, que aparece un anciano con vara de almendro al que el médico acaba de anunciarle que tiene Alzheimer. ¡Qué enfermedad más rara es esa, le comento a un hombre de bata blanca! La enfermedad del olvido Tío Casimiro, la enfermedad del olvido. Yo le conozco a usted y usted a mí no. Así de cruel y sencillo.

Mi hija comenta con las vecinas que se me olvida tomar la pastilla de media tarde, que no reconozco algún amigo o que no sé donde está el cuarto de baño. ¡Que más da ¡ Una pastilla más o menos, amigos tampoco hay tantos, y lo del cuarto de baño pues qué quiere que le diga…En mi pueblo todos estaban donde terminan las casas y empezaba el campo.

Yo, de broma, siempre digo a todo el que me pregunta que a mí se me ha derramado el tintero y ha emborronado algún capítulo del cuadernillo de mi memoria. Las primeras paginas las más antiguas, están intactas, encaladas por un sol recio amurallado donde nadie puede entrar si no soy yo mismo. A las últimas, se les descolgaron las letras el día en que unas campanas lloraron por mi compañera. Desde aquel momento mis dedos son la tiza que escribe sobre la pizarra del cielo y mi bocamanga la que borra lo que no convenga.

Vuelo a una vieja escuela de pueblo canturreando “la eme con la a ma., y la eme con la e me”. Desando el camino de muchos años para con un calzón corto hablar de cosas pequeñas de un arroyo: de una culebra de agua, de una rana, de un arrayán de mugre y fango donde enmudecen los grillos.

Es media tarde. Lo sé por el saludo de las gentes: Buenas tenga usted Tío Casimiro, al fresquito de la tarde, ¿no? Esta plaza es un hervidero. Donde antes “aguaores” y castañeras hoy floristas y chocolateros, donde antaño chumberas y copitas de aguardiente, hoy tiendas de recuerdos y cervecerías. ¡Agüita del Avellano que está muy fresquita! ¡Vamos niñas al cuarterón de bacalao pa las migas! ¡Eran otros tiempos!

Hasta mí se acerca una niña. Es mi nieta. Su nombre no se me olvida. Se llama como la abuela: María, María La Panera. Me mira, me sonríe y se aprieta contra mi pana. Sus abrazos, sus besos, son de cereza y manzana, dulces como la uva de sol de mi Alpujarra. ¡Como me recuerda a ella!

Me coge de la mano. ¡Vamos abuelo!, me dice. Nos encaminamos a una calle de provincianos, calle Provincias, donde en el bar del mismo nombre voy todos los días con mi nieta a tomarme unos chatos. No sé la hora que es, pero si sé que el vino es muy bueno. ¡Eh Jorge, ponme una buena tapa! Faltaría más, ¿qué quiere usted hoy Tío Casimiro, migas o “pescao”? Mucho, tú pon mucho, migas y “pescao”. Jorge se ríe y comenta: a este no se le olvida comer.

Vuelvo a abrir mi cuadernillo por el principio. Aún puedo ver a mi María trajinando por la casa con su delantal negro y su pelo recogido en forma de roete. Me compro unos minutos de fantasía y la siento a mi lado en una silla baja de anea. Sobre su bastidor borda unas sábanas blancas con dos iniciales: “C y M”, Casimiro y María, yo y ella, ella y yo, y sobre las sábanas dos cuerpos jóvenes envueltos en arrumacos. Un día dibuja a punto de cruz el cuadro de la gallinita ciega, otro repulga los ojales de una camisa campesina. ¡Una campesina de rompe y rasga! Y luego dicen que tengo la enfermedad del olvido.

Anochece. Empieza a refrescar. Los pájaros buscan acomodo sobre las ramas de los árboles que amarillean la plaza. La calle Salamanca, el Zacatín, el Colegio Catalino, la Pescadería, todos empiezan a cerrar las verjas al ajetreo de la vida. El sudor de mi espalda se hiela sobre mi camisa.

¡A cenar padre! No sé quien es, solo sé que la conozco. Recuerdo aquello de que un borrón lo echa el mejor escribano. Intuyo que la tinta derramada sobre mi cerebro ha borrado un nombre al que quiero. Esta mujer que me llama a cenar tiene un garbo que sabe a rojo de sandía. Su andar es primoroso y sobre el lebrillo de mi alma amasa sentimientos que no sé expresar.

Me asomo a la ventana. Es mi ritual antes de acostarme. A través del cristal veo una catedral que me lleva a la iglesia de mi pueblo. El retablo reluce rojo como la sangre. Una mujer vestida de blanco me lleva hasta un año remoto. ¡Que guapa estaba mi novia! Aquel día nos paseamos por el empedrado de una plaza donde las acacias abanican nuestro corazón. Yo, cogido del bracete de la madrina, ¡que guapa iba mi madre!, ella, del brazo de su padre portando un velo de tul blanco bordado con amor y con primor.

¡Qué feliz era mi María! El paisaje del tiempo me derrama besos a escondidas en la esquina de la calle Baja. La parra de una azotea me descuelga un racimo de cartas antiguas en las que una pluma temblorosa se alegraba de que a la llegada de estas yo me encontrara bien. Las miradas furtivas de las vecinas que se asomaban a través de las rendijas de las ventanas, hacían que “La Panera” saliera corriendo colorada como un tomate. ¡No había paz posible!

Es otoño. Mi tiempo está parado. La noche ha roto el jazmín de mi tarde. Mi calle, la calle Baja, tiene alambrado parte de mi territorio. Mi casa de hoy es una calle sin nombre que da a una plaza donde se mecen siluetas del ayer y de hoy.

Soy un hombre de sierra y launa que vive su final en la ciudad de la Alhambra. No sé si algún día tendré que volver mi vista atrás y llorar como viejo los recuerdos de un niño. Mis brazos son dos raíles de tren sin retorno, mi corazón una posada. Una niña se apretuja sobre mi pana. El roete de un pelo negro me habla en silencio de toda una vida. Una voz joven me indica que es hora de dormir. El espejo de mi habitación me devuelve ausencias y presencias.

Recuerdo mi raíz, mi tronco, aquel primer y único amor: María “La Panera”. ¡Todo fue y todo pasó! Cierro los ojos para verte, juego a que te busco y sé tu nombre. María: aún me sonrojo imaginando que te robo un beso.

Cambié mi alberca y mi campo alpujarreño por esta plaza sembrada de flores. Mercadeo con mis cerezos y mis almendros que me devuelven un zacatín de culturas sobre la plaza Bibrambla.

¡Bendita enfermedad ésta del olvido! Primor y garbo en mi pueblo alpujarreño. Belleza y flores en mi casa de acogida.

 

 
     

 

 

Redacción

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