Blas López Ávila: «La ballena azul»

Se te helará la luna
Y el arbolito y la garganta…

Mario Benedetti, Geografías

“Mamá ¿existen las ballenas azules?” Así comienza su entrevista la periodista que habla en Crónica con la mamá de la pequeña Maylen. Dos meses después de formularle esa pregunta la niña habría dejado este mundo víctima de la perversión del hombre. Y uno se queda mudo, con una perpleja tristeza y con la impotencia que genera saber que todos somos culpables de esta como de tantas otras muertes de niños a los que somos incapaces de proteger pero no de sobreproteger. Y uno maldice el mundo que le ha tocado vivir y piensa que lo que mejor le puede suceder es exiliarse del mismo y abrazar la misantropía como réplica a la cada vez más que probada estupidez humana: sigan, sigan abrazados a la estulticia de lo políticamente correcto, de la relativización de cualquier idea o pensamiento.

Sigan pensando que nadie es culpable de nada o que, a lo sumo, la responsabilidad de las desdichas humanas es siempre del prójimo. Sigan pensando que el mejor regalo que pueden tener sus hijos, ahora que viene el mes de las comuniones, es un celular de última generación y que cuando los reprendan sus profesores por usarlos en clase, será un síntoma evidente de que la tienen tomada con ellos. Sigan pensando que pedir que se cumpla la ley o que hay que endurecer las penas para determinados actos es de fachas. Sigan manteniendo el mantra de que quien vuelve los ojos al pasado es un nostálgico inadaptado y sigan pensando que todo lo nuevo es progreso y que los mercados son neutros, inocentes. Sigan pensando todo esto y mucho más y luego laméntense, expresen sus condolencias y la gilipollez de los minutos de silencio para al rato siguiente continuar con su vida como si nada hubiera ocurrido. Sencillamente penoso. No cabe mayor hipocresía social.

No dejo de pensar en el desatino que se ha instalado en la mente del ser humano: hoy en él todo es un mero disfraz. Todo en él es una máscara y hasta la felicidad es virtual y, sobre todo, requiere menos esfuerzo para conseguirla.

¡Qué paradójico resulta que en la era del conocimiento y la información el hombre cada vez posea menos conocimientos y mayor desinformación! ¡Ah, pero para eso están las redes sociales! Por eso admiro cada vez más al juez de menores don Emilio Calatayud, por ser la voz que clama en el desierto, y no llego a discernir si mi respeto es más clamoroso por su sentido común, por su sabiduría, que por su labor de funcionario. Pero, ya saben, no osen tener en cuenta sus reflexiones pues harían desgraciados a sus tiernos infantes. Ni se les ocurra leer a Nabokov por si encontraran que la protagonista, Lolita, de una de sus obras tiene demasiadas concomitancias con lo que usted vive diariamente. Procuren evitar contaminarse de las males artes de los poetas y no dejen de pensar que soñar no es sino oficio de tarados. Ni se les ocurra mirar al cielo y, en la profunda oscuridad de la noche, contemplar el firmamento cuajado de pequeñísimas y rutilantes luces. Créanse ecologistas porque de vez en cuando salen al campo de excursión o han visto tres documentales de flora y fauna en no sé qué canal especializado en televisión. Dejen de admirar con infinita ternura la inocencia del primer amor y corran, corran rápidamente al primer centro comercial que les venga a mano a conseguir en él la suprema felicidad. Utilicen a sus hijos como moneda de cambio en sus desavenencias matrimoniales y si la cosa no funciona como usted esperaba, asesínelos que luego vendrán abogados y psiquiatras a rescatarlo de la responsabilidad de su nauseabundo proceder. Sigan sembrando el odio, no cejen en su empeño de correr como corderos hacia el despeñadero, persistan, ya estamos cerca, muy cerca de él.

No dejo de pensar en el desatino que se ha instalado en la mente del ser humano: hoy en él todo es un mero disfraz. Todo en él es una máscara y hasta la felicidad es virtual y, sobre todo, requiere menos esfuerzo para conseguirla. Los padres ya no cuentan cuentos a sus hijos, no leen – la coartada de la falta de tiempo siempre funciona- y hasta la solidaridad la han convertido en algo profesional, cívico, militante, como diría el maestro Benedetti. Pero no se preocupen, las caretas no tardarán en caer y entonces sabrán dolorosamente el mundo que les han dejado en herencia y serán, en ese momento, plenamente conscientes de su apatía y de su pusilanimidad.

Declina la tarde de esta primavera incierta y contemplo el poniente de cristal azul a través del ventanal de mi despacho. Enciendo la lámpara de mesa y te imagino a lomos de una inmenso ejemplar de ballena azul surcando, libre, el mar océano Nunca sabrás, Maylen, cuánto me ha conmovido tu absurda muerte. Claro que, pensándolo bien, sólo ibas en pos de la felicidad como todos los niños del mundo.

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Redacción

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