José Lobato: «España en el diván»

Algunos hechos acaecidos recientemente insinúan que España ha entrado en una deriva peligrosa. Sin embargo nada se me antoja más lejos de la realidad, ya que esta es la misma deriva que ha hecho zozobrar a nuestro país a lo largo de su devenir. Todo parece indicar que los españoles estamos escribiendo una página importante de nuestra historia y por ello es necesario iniciar una profunda reflexión sobre qué significa ser español, cuáles son nuestros valores y qué objetivos debemos fijarnos en tanto que unidad de destino. Como en su día propusieron los finiseculares del 98, resulta primordial emprender un proceso de regeneración que nos revitalice como pueblo y repare la pesadumbre que ya se deja notar en el ánimo colectivo. Veamos a continuación algunos de los rasgos que históricamente han empujado a España en una dirección contraria a sus intereses.

 

No son pocos quienes se han referido a un resurgir del nacionalismo español en tiempos recientes. A mi entender, este fenómeno consiste esencialmente en un complejo de inferioridad articulado en forma de tribalismo. Casi cuatro décadas de nacionalcatolicismo causaron daños irreparables en nuestra línea de flotación, y no precisamente por adhesión. Retrasó nuestro progreso, dividió y enfrentó a nuestra sociedad, rompió el vínculo con nuestros símbolos y arruinó nuestra autoestima. Consecuentemente, la expresión de nuestros sentimientos vernáculos es de naturaleza principalmente folclórica y está reservada a ocasiones festivas y deportivas.

El folclorismo está emparentado con otro rasgo muy nuestro: el gregarismo. España es un país gregario con tendencia a singularizarse de forma costumbrista y pintoresca y donde racionalistas, librepensadores y versos libres suelen comer su rancho aparte.  Frente a estos reparos de país, llama la atención la aceptación de la que gozan las celebraciones populares de la patria chica, y así, cada verano vemos cómo nuestros expatriados regresan para disfrutar de las fiestas de su pueblo. Choca la naturalidad con la que celebramos nuestras tradiciones indigenistas frente al muy extendido pudor patrio. Esta circunstancia entronca con el gen nacional autodestructivo que tanto pesa en nuestra sociedad, pues renegar de los sentimientos patrióticos implica en buena parte la anulación de la personalidad geográfica, la infancia, el paisaje y, en definitiva, de una forma de asomarse al mundo y procesarlo.

Controversias recientes como el máster de Cifuentes demuestran que la hidalguía sigue vigente en nuestro país, esa altanería edificada sobre el pecado capital de la soberbia que persigue la distinción respecto del vulgo mediante la acumulación de títulos, aunque sean de mercadillo. Esta creencia en los privilegios de casta, tan bien encarnados por la rama más tradicional de nuestra clase política, induce a pensar que para algunos la única forma de medrar socialmente es a través de redes clientelares, desdeñando por completo la ética del trabajo y la cultura del esfuerzo. No es casualidad que España sea cuna de la picaresca, género literario en el que el héroe es un corrupto. Huelga decir el impacto que esto tiene sobre nuestra competitividad y sistema productivo, así como sobre la progresiva precarización de nuestra masa laboral.

Uno de los efectos colaterales de la hidalguía es el cesarismo político, pues vuesas mercedes no toleran que nadie cuestione su mando en plaza, ni debaten su ascendencia con otros gallos del corral. El sentido autoritario que nos deja con el conflicto como única herramienta para solucionar nuestros problemas explica algunas de las dificultades que afrontamos originalmente para desbloquear el asunto catalán. Del mismo modo, ese empeño por concentrar autoridad nos impide implementar los resortes que durante la denostada Transición nos procuramos para vertebrar la naturaleza diversa de nuestro país y romper con el carácter arbitrario del franquismo: el Estado de las autonomías y un sistema jurídico ampliamente garantista. Por el contrario, insistimos en regresar involutivamente al centralismo que desnaturaliza la índole plural de nuestro país.

“España debe abordar urgentemente unas reformas sistémicas que se antojan esenciales para resolver la crisis política y moral que padecemos”

España debe abordar urgentemente unas reformas sistémicas que se antojan esenciales para resolver la crisis política y moral que padecemos: revisar la vigencia de contenidos específicos de la Constitución y el Código Penal, reflexionar sobre sus valores y normas de convivencia, debatir sobre el modelo de jefatura de Estado y explorar otras opciones para el marco de ordenación territorial, administrativa y tributaria. Armonizar todas estas cuestiones hará posible la introducción de conceptos que son fundamentales y fundacionales en otros países de nuestro entorno, como el bien común, el sentido de comunidad y la solidaridad colectiva, al tiempo que nos ayudará a conjurar tentaciones autodestructivas y balcanizantes.

Por último, sería bueno abordar estas iniciativas con optimismo y presencia de ánimo, pues al fin se trata de hacer autocrítica sin ceder al abatimiento. Por acabar este artículo en un tono más positivo que indulgente, quiero recordar que nuestra sociedad ha conseguido algunos logros de los que deberíamos sentirnos muy orgullosos. Así, solo un pueblo decente puede ser líder mundial en donación de órganos, dar una importancia extrema a la conservación de su patrimonio, proporcionar asistencia sanitaria universal, presentar una oferta museística difícilmente equiparable o contribuir genio a mansalva a la historia del arte. Tenemos buenas mimbres; en nuestras manos está hacer un buen cesto.

JOSÉ LOBATO

Redacción

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