Debido a su enfermedad mental, era frecuente que en los largos días de la Guerra Civil el anciano llegase a olvidar la sensación de peligro y saliese a tomar el sol a la plaza del pueblo, sin miedo alguno a los bombardeos. Sentado en su silla de enea, esperaba la llegada de los aviones, que venían a descargar el plomo sobre un peñón cercano que se disputaban soldados de ambos bandos.
Mi madre siempre ha asociado sus recuerdos de la infancia con el rugir de aquellos aeroplanos, las calles vacías por el pánico y las ocurrencias de su abuelo, al que la familia intentaba refugiar en casa inútilmente. “Os creeréis que esos aviones no tienen otra cosa que venir a buscarme a mí”, argumentaba el viejo mirando al cielo desafiante. Mi bisabuelo José falleció a los 79 años, pocos meses después de acabar la contienda, aunque no por culpa de la guerra. Gracias a Dios.
Ayer visité su tumba por primera vez. Era fiesta local en la ciudad y mi madre, mi hija y yo no tuvimos más remedio que buscar un centro comercial de los alrededores para hacer las compras urgentes. Concluido el trámite, el caos en el hipermercado era de tal calibre que al escapar de la multitud acabé tomando una salida equivocada y terminamos dándole la vuelta al polígono industrial. Y allí, perdido en un viejo camino rural que antes comunicaba dos pueblos vecinos y ahora conduce a urbanizaciones de casas adosadas, fue donde nos topamos inesperadamente con el pequeño cementerio municipal, oculto tras una moderna fábrica de aluminio.
El camposanto data de 1914 y mantiene un buen estado de conservación con sus paredes encaladas y sus enterramientos humildes en el suelo. Aquí no hay grandes mausoleos ni bloques de nichos, pero localizar una tumba de los años 30 no resulta una tarea sencilla. El guarda que nos abrió la cancela, un hombre sencillo y servicial, dijo recordar la sepultura del bisabuelo y siguiendo sus indicaciones, inspeccionamos los patios y calles, uno a uno. Pero no encontramos nada.
A punto de abandonar nuestra búsqueda a causa del calor del mediodía, encontramos por fin la lápida correcta. Sin duda, el descubrimiento fue otra coincidencia más, fruto del azar o la providencia. El nombre del bisabuelo, José Mesa Serrano, escrito en mayúsculas sobre el mármol, estaba oculto bajo unas flores de tela, que alguien debió poner allí hace décadas y que el viento tumbó un día caprichosamente. El sepulcro permanece casi intacto, a pesar de haber transcurrido más de 70 años desde su muerte. Descanse en paz.
Esta insólita experiencia generacional me ha devuelto a las lecturas de Tonucci y su teoría de que los abuelos deben defender a sus nietos del consumismo y la soledad: “enseñarlos a jugar, a construir juguetes y a repararlos cuando se rompan; inculcarles el placer por la lectura, leyéndoles libros enteros, un poco cada día; y dejarles salir de casa para jugar con sus amigos, para que recuperen la emoción que supone ser autónomos”.
Francesco Tonucci, un pedagogo italiano de 72 años, sostiene que “hoy los niños tienen juguetes a mansalva, los reciben en cualquier ocasión de familiares y amigos, y son tantos que ponen en peligro la capacidad y la posibilidad de jugar”. Es decir, el niño se está transformando gradualmente, pasando de ser jugador a “poseedor de juguetes”. Considera también que la primera característica de un buen padre es la de “ser cada día menos necesario para su hijo y, de esta forma, ayudarle a alejarse de nosotros”. La segunda es la de ser un buen modelo de adulto “que haga pensar al niño que vale la pena hacerse mayor”.
La escuela de hoy, y la sociedad en general, necesita niños ricos en experiencias personales. Experiencias propias como las de ir solos al colegio o jugar en la plaza del barrio y experiencias compartidas con los adultos, que no sean tan solo salir de compras o en el coche. Experiencias que favorezcan la interacción entre jóvenes y mayores, las sorpresas, los descubrimientos y las preguntas. Que permitan a los nietos prescindir de los hábitos de consumo dominantes. Que les faciliten conocer el pasado de su familia y sobre todo, enfrentarse a la vida real y a la muerte desde pequeños. Para que, cuanto antes, sean conscientes de ese territorio hostil que es la vida.
JULIO GROSSO MESA (Este artículo de opinión de Julio Grosso Mesa se ha publicado en la edición impresa de IDEAL del /08/2013)
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