Leandro García Casanova: «Cien años después»

El 13 de abril, Jesús Martínez Lorente me escribe este mensaje por Facebook: “Hola, tengo una cosa de tu padre, cuando vengas al pueblo, búscame”. Bastante extrañado, le respondo: “Gracias, Jesús, ¿puedes decirme de qué se trata?”. Y me dice: “De un cuaderno de madera y por dentro está el nombre de tu padre. Estuve pintando hace bastantes años en las cuevas del Mosco, me hizo gracia y lo guardé. Mándame el teléfono tuyo y te mando las fotos”.

Jesús me envió dos fotos por wasap, donde se ven dos tablas de madera con el nombre y los apellidos de mi padre escritos a lápiz. Un tanto desconcertado, le escribo: “Reconozco esa letra de mi padre, cuando era joven. ¿Encontraste las tablas en la cueva del Mosco, que un familiar vendió a un inglés?”. Y me responde: “Sí, estuve pintándola y me hizo gracia”. Quedamos en que nos veríamos en septiembre u octubre, cuando yo fuera a Castilléjar. Ambos tenemos amistad por Facebook, pero no nos conocíamos, aunque conozco a su hermano Antonio desde la infancia. La mañana del 26 de agosto me paso por el pueblo y decido llamar a Jesús, aunque aquellas tablas no acababan de convencerme. Quedamos en el bar “El Rincón” y, después de saludarnos, me entrega el cuaderno de madera. Yo pensaba que era de mayor tamaño pero me quedo sorprendido cuando lo veo, porque es bonito y original.

Parte interior de la carpeta ::L.G.

 

Jesús confiesa que lo ha guardado durante veinte años, “porque me llamó la atención”. “Se nota que te gusta guardar las cosas y luego el detalle que has tenido conmigo, esto no lo hace cualquiera”, le digo a modo de bienvenida. Hablamos de las fotografías de mi padre, me cuenta que es pintor y que fue a Granada a pintarle el piso a un paisano. Congeniamos pronto, porque Jesús es claro y sencillo, me habla de su madre, de noventa y dos años, que tiene demencia senil, de sus hijas y de que cada año hay más viviendas vacías en el pueblo.

 

El cuaderno de madera es de 15×23,5 centímetros (el tamaño de un libro, un poco más grande que una octavilla) y con un grosor de 1,5 centímetros. Tiene unas correas de cuero que van clavadas con puntillas: una larga, que abraza las maderas y se abrocha con una hebilla, pero, como le falta la otra correa, fue sustituida por tres trozos de cuero, cortos y bastos, que van clavados también. De manera que, al abrir las tablas, parecen las tapas de un cuaderno, con la madera pulida. En una cara tiene dibujos decorativos, una balaustrada y unos pinos de color marrón con el fondo dorado, y la otra cara tiene el fondo marrón.

Portada del libro de S. Calleja

En la parte interior de una tabla, viene escrito a lápiz “Leandro García Domínguez”, por dos veces. La letra de abajo es más del doble de grande que la de arriba y se nota que es posterior porque tiene mejor caligrafía. Las he comparado con otros escritos de mi padre, de cuando era joven, y es igual. Es una letra bastardilla, parecida a la que viene en el libro “Lectura de manuscritos”, de la editorial Saturnino Calleja, que compró mi bisabuelo Leandro a finales del siglo XIX, o principios del XX, y que yo conservo.

En esto, le dije a Jesús: “Las vueltas que da la vida, este cuaderno de madera se lo compraría mi bisabuelo a mi padre por los años veinte, en Huéscar. Y resulta que cien años después, tú me lo entregas. Esto solo lo hace una buena persona, como tú”. Aunque me confesó que había comprado dos ejemplares, de mi último libro, “Leandro: Castilleja de los Ríos en blanco y negro”, le regalé otro y se lo dediqué. Antes de despedirse, me dijo: “Podías escribir algo sobre esto”. A mí no se me hubiera ocurrido, pero se lo prometí a Jesús.

Tintero de Leandro García Domínguez :: L.G.

En el cuaderno de madera, mi padre guardaría algún librillo, como el manuscrito, y la libreta donde hacía los deberes, lo extraño es que él nunca nos dijo nada, aunque conservo un tintero antiguo con un tapón de corcho, que encontré colgado en la pared de la cueva de mi abuela, y que será también de aquel tiempo. Son muchas las casualidades y coincidencias que nos unen con nuestros seres queridos, a pesar de que hace cuarenta y dos años que falleció mi padre. Familiares y conocidos me han entregado a veces fotografías y recuerdos de mis padres, años después de haber fallecido.

No hace un mes, una prima de Galera me envió fotos de mi padre cuando hizo la mili en Larache (Marruecos), y una paisana de Castilléjar me dijo que su tía estuvo casada con mi tío abuelo materno, y que vivieron en Barcelona. Conservo una fotografía de la citada tía con una niña (la guardé cuando falleció mi madre), sabía que eran de la familia pero ignoraba quienes eran.

A unos quinientos metros de la cueva donde Jesús encontró el cuaderno, está la cueva de Las Paleras –llamada así porque tiene unas chumberas delante–, donde mis padres se casaron, en 1947. A aquel lugar le llaman las cuevas del Mosco y están en el camino que va del Cortijo del Cura a Galera, por encima de la acequia del Botero. Por aquí solía traernos mi padre a mi hermano Carlos y a mí, en su moto Bultaco, a echar la mañana en los bancales, al lado de las cuevas y tierras que pertenecieron a mis bisabuelos y que me traen recuerdos imborrables. El pasado año hizo cien años del nacimiento de mi padre y en el mes de septiembre estuve en la cueva de mi primo Manolo, en el Cortijo del Cura, prensando la uva y haciendo mosto. Desde el cerro de su cueva me quedé asombrado viendo a lo lejos las casas de Castilléjar, las sierras de Castril y de Marmolance, la carretera de Huéscar, la vega y los Barrancos, y entonces pensé: estos son los paisajes tan bellos que mi padre contempló en su infancia.

 

 

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