A estas alturas de mi vida podría decir, aunque resultara pretencioso, que soy un buen conocedor del arte griego. No un experto, pero sí un profesor que ha tenido la suerte de poder ver in situ, es decir, sin fotos ni imágenes documentales, algunas de las más importantes piezas de este antiguo estilo del que ya quedaron prendados los romanos y, muy posteriormente, los grandes creadores del Renacimiento, del Barroco y del Neoclasicismo.
He podido observar desde múltiples ángulos, estudiar y casi tocar obras tan destacadas universalmente como el Laocoonte y sus hijos, la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo, los frontones del templo de Afaya en la isla de Egina, también los del “perfecto” y ateniense Partenón —así como sus metopas—, el altar de Zeus en Pérgamo, el mercado de Mileto, el Fauno Barberini y otras muchas “de menor rango” como ciertos kuroi arcaicos, sátiros clásicos y efebos helenísticos. Por eso lo dicho anteriormente, aunque reconozco que es más correcto si lo ceñimos a la escultura, la mejor representada de las artes en la relación que acabo de dar de obras maestras del primer gran estilo figurativo europeo.
N. 2.
Sin embargo, nunca he visitado Grecia. Tampoco Turquía, en cuyo suelo prosperaron algunas de las más renombradas polis y ciudades helénicas de la Antigüedad, como Pérgamo o Mileto. Parece absurdo, pero mi conocimiento del arte griego se debe a que he estado en Roma, en París, en Londres, en Berlín y en Múnich, que es donde se encuentran las piezas citadas anteriormente; incluso las más arquitectónicas, como el mercado de Mileto y el gran altar de Pérgamo, ambas en la capital alemana.
¿Se imaginan que el patio de los Leones o la puerta de la Justicia se conservaran en un museo berlinés y que nuestras pinturas de la sala de los Reyes estuvieran en el Louvre? Pues eso es lo que ocurre con las más importantes joyas artísticas del Egeo: no están en Grecia (o en Turquía), donde deberían estar, sino en distintos espacios que tienen de helénicos lo que Granada de precolombina. Por tanto, opino que se encuentran totalmente desarraigadas.
Todo esto viene a cuento porque el pasado fin de semana conseguí visitar —en mi tercera estancia en Múnich (Alemania)— la Gliptoteca de esta ciudad, es decir, su precioso museo de antiguas esculturas griegas y romanas. Allí he podido ver y fotografiar varias de las figuras en piedra antes citadas, como las de los frontones del templo de Egina o el “impúdico” Fauno Barberini, además de otras menos conocidas del mismo estilo. Y mi impresión es agridulce —al igual que me pasó en mi última visita al Arqueológico Nacional, en Madrid, como recogí en el artículo «Reflexiones en torno a la Dama de Baza»—: por un lado, qué duda cabe de que el museo muniqués es magnífico —como todos los que conozco en este país—. Incluso, puede pensarse, con razón, que de no haber estado estas obras en Alemania, sino en su primitivo lugar, no estarían tan bien conservadas o, simplemente, “no estarían”. Porque, sin duda, la preocupación y el interés por el patrimonio y el arte griego se iniciaron antes en los más ricos y cultos pueblos centroeuropeos que en la pobre y otomana* Grecia, aunque este interés fuera por muy diversos motivos y no siempre filantrópicos.
Pero, por otro, no puedo dejar de pensar que, al igual que la Dama de Baza debería estar en Baza, todas esas obras tendrían que estar en Grecia o en Turquía, según donde estuviera su emplazamiento original. De esta manera, las imágenes del templo de la diosa Afaya no las podríamos ver en Múnich, sino en la isla de Egina (mar Egeo), los frontones y las metopas del Partenón lucirían en Atenas en vez de en Londres y el gran altar de Zeus estaría realmente en Pérgamo —actual Bergama (Turquía)— y no en Berlín. Sería una restitución del arte a su justo lugar.
Los estados —y varios son socios en la Unión Europea— deberían iniciar el camino para que estas obras helénicas regresaran a su emplazamiento primitivo y pudieran entenderse en su ámbito geográfico e histórico exacto. Al fin y al cabo son patrimonio de la Humanidad y, al margen de intereses políticos o económicos, todos tendríamos que alegrarnos de que se conservaran y se pudieran conocer allí donde en realidad estuvieron en el pasado y no en museos totalmente descontextualizados. Abogo por este ejercicio necesario de “recuperación de la memoria artística”.
(*) Grecia proclamó su independencia del Imperio Otomano en 1821.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)