Gregorio Martín García: «El amor y la cola de los botijos. En la Fuente del Pilar, y 2»

Solo había en el pueblo dos fuentes de agua de escasísimo caudal. La conocida “Fuente Junco” y la no menos célebre “Pilar”. Uno en cada extremo de la villa, que con su escaso chorro de agua saliendo por un único caño, ocasionaba que la llegada de cántaros a sus mínimas afluencias fuera mucho mayor que la aportación de su preciado líquido que venía de las entrañas de la tierra.

No era sometido a tratamiento alguno. Y la necesidad daba lugar a enormes colas de vasijas esperando ser llenadas. Ello ocasiona que las aguadoras teniendo faenas pendientes en casa, tomaron por uso y costumbre la necesidad de dejar el cántaro en los espacios cercanos alrededor de la fuente bien colocado y referenciado con relación a los demás, formando una enorme parva de cántaros y vasijas que esperaban el momento, de tan singular manera y orden, para ser llenados.

Recuerdo que de crío y por simple curiosidad, contarlos, y aún en mi memoria queda que más de una vez llegaron a haber más de cien cántaros esperando.

Pero ¿quién llevaba el control de aquel aparente caos? ¿Quién ordenaba y decía aquello de … ¡Qué pase el siguiente!? Simple y llanamente. ¡Nadie! Casi se hacía solo…, sí, sí, solo.

La costumbre, la frecuencia, y la astucia, hacía que las féminas supieran calcular perfectamente, los tiempos de llenado, considerando el caudal, el movimiento y ajetreo en función del día y hora, reconocimiento físico de todos y cada uno de los cántaros, y a quien pertenecían, quien y como era su dueña, así como muchas más circunstancias que se pudieran dar, hacían que inconsciente o conscientemente este cúmulo de información adquirida y bien “barajada”, lograba que cada propietaria de cántaros se presentara en la fuente a “llenar”, con los tiempos muy exactos para su turno ocupar.

Como quiera que alguna vez, por rotura de alguna vasija se había de renovar, cuando las aguadoras lo detectaban que era reciente su incorporación, con una tiza señalaban sobre su oronda barriga el nombre de su ama o cualquier otra señal o figura. Así quedaba marcado, con tal certificado escrito sobre el barro del cántaro, para entrar “en el club de los fichados”, y quedaba en la memoria y rol de las aguadoras.

Cantarera

Allí abrevaban los mulos que partían hacia el campo o de regreso de este, en ocasión de tal parada el gañán que siempre se acompañaba de una garrafa para el agua, allí la llenaba, teniendo el gran privilegio de no hacer cola, las señoras muy amables a saltarse el turno le invitaban. Parecido era el trato que a los pipos o porrones se les daba.

– ¡Niño! coge el porrón y te traes agua fresquita. Decía a su hijo cualquier padre. Qué recién llegado del campo con los calores y sudor propios de la faena, echaba en falta un buen trago. Qué, si bien no era especialmente fresca, algo sí que tenía que despertaba el deseo de beberla.

Angelita también era experta en saber llevar el orden la cadencia y turno de los cántaros. Ya venía, alguna vez acompañada de Federico, con el que hacía preciosa pareja, todos en el pueblo así opinaban, en especial las chicas y en particular sus amigas; las que se lo recordaban con frecuencia. ella se sentía muy halagada y con Federico a su vera se encontraba como una auténtica dama junto a su caballero.

Paseaban, habitualmente con el grupo de amigos, a solas lo hacían menos veces, en el lugar no estaba muy bien visto que las parejas de nuevos novios ya “anduvieran solos por las esquinas”. Era así cómo pensaban sus vecinos, algo retrógrados eran, decía Federico que alguna vez paseando intentó asir cariñosa y suavemente su mano, en un simple acto y manifestación de amor y recibió un manotazo en la diestra que Angelita le zurró con la siniestra. Y, ¡bien sabe Dios qué deseo yo más que tú que acaricies con tus fuertes manos, las mías!, dijo para sí. En un silencio forzado lleno de sentimientos. A punto estuvo de romper los prejuicios y ser ella la que a él tomara sus manos. Se contuvo, el temor a lo “¿qué dirán?” Venció, en este caso, al amor.

Hacia una mañana de domingo espléndida, el sol bañaba su cara y la iluminaba, obligándole a entornar sus largas pestañas, qué le hacía más guapa todavía.

Dejando sus anteriores pensamientos, se entregó con toda su atención a escuchar la conversación y todo aquello que Federico decía y qué lo decía muy bien. A ella le atraía su varonil y armoniosa voz y como lo hacía. Atendía boquiabierta, pero sin dejar de ver que ya empezaban a torcer la “Revuelta del Menuo”. Tiempo le faltó para indicarle a él que debían volver. Estaban demasiado alejados, los demás del paseo, casi todos se volvían desde Los Morales y desde la noguera “Del Molinero» y “Barranco del Cura». La mañana dominguera fue muy agradable. Angelita se sentía particularmente a gusto a la vera de su Federico qué, con solo su presencia le daba fuerzas le daba protección y, creo que también amor, pensaba para sí con gran satisfacción.

Enamorados

En el cuarto de su casa, su dormitorio, se cambiaba dispuesta a ayudar a su madre en la cocina, se dejó echar en la cama y casi quedó dormida y en pensamientos sumida comenzó a recordar, no sabría si a soñar ya dormida o a meditar aún despierta…pero trajo a su memoria aquella noche en el baile cuando Federico frente a ella, dejando sus amigos hacia sí se dirigió. Disimuló hizo la distraída cuando vio como él frente a ella parado, se inclinó leve y cortésmente acercó su cara a ella y con voz temblorosa le pidió: -Angelita me haces el honor de bailar conmigo. Ella solo pudo decir: ¡Sí! Se levantó frente a él se situó alargando su brazo derecho con todo respeto rodeo su cintura y sobre su espalda posó su temblorosa mano que por primera vez recibió la tibia calidez de aquel cuerpo que adoraba, a la vez que Angelita con la misma timidez pone su mano derecha sobre el hombro de aquel que estremeció al rozar su cuerpo varonil, ambos enrojecen y presentaban la faz colorida lo que aumentaba la belleza de ella y él, el temblor de todo su ser. Sonaba una melodiosa canción, la suavidad de sus compas invitaba a bailar. Ellos aturullados los dos tropezaron los pies, complicado les era coordinar con la canción. Federico entre sus brazos tenía a quien ya tiempo hacía amaba y de la que no separaba sus ojos en ella fijos que cabizbaja y por mil sentimientos invadida no se atrevía a incorporar su cabeza y mirar hacia arriba. Cuando lo hizo encontró la mirada de él que cruzadas las dos hicieron que sin pensar quedaran parados en la pista con sus miradas fijas y sin decir nada…así…no saben que tiempo estuvieron, palpitaban, también sudaban y de tal manera se sentía recíprocamente en los brazos del otro que por unos momentos se sintieron absolutamente solos dentro de una mágica burbuja de amores fundida. – ¡Te quiero Angelita! … Y, ¡Yo a ti, Federico, ¡Te quiero también!

Ambos se dieron un sutil y muy cariñoso abrazo que sellaba y rubricó el amor que acababan de proclamar.

Siguieron, en total silencio bailando. De alegría, daban voces al unísono, sus dos corazones y sus almas cantaban al ritmo de la canción.

¡¡¡VIVA EL AMOR!!! Y los cántaros y botijos del “Pilar”. En donde más de un amor nació. Mientras recogían agua, qué al igual que aquel, da la vida también.

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

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Comentarios

2 respuestas a «Gregorio Martín García: «El amor y la cola de los botijos. En la Fuente del Pilar, y 2»»

  1. Francisco Avila

    Escelente relato del amor en los pueblos poco poblados de nuestra Andalucía, en esta ocasión él turno llega a nuestro pueblo, la escasez de agua y como se hacían turnos para abastecerse, siguiendo por los paseos para tener encuentros de las parejas qué sé formaban paseos arriba paseos abajo por la carretera con pocos coches que la utilizan buen relato

    1. Gregorio Martín García

      ¿Cuántas veces abordaste tú a tu señora esposa, siendo novios?.
      Paco, no era yo muy amigo de esas situaciones. La verdad, no me gustaban mucho, era como vivir algo fuera de lugar y, lo digo más por ellas que por nosotros. Se azoraban y sentían molestas de que las encontraras de «calle» no arregladas y acicaladas. Aunque para mi, resultaba extremadamente guapa, tan natural como rosa temprana en jardín recién regado.

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