Tomás Moreno Fernández: «Gatos y filósofos, III»

3. Llegado es ya el momento de entrar en faena más filosófico-sistemática para preguntarnos ¿Qué es lo que ha fascinado, durante siglos, a escritores, poetas y pensadores —y, por supuesto, a los seres humanos, en general— de los gatos, esos seres carismáticos y esquivos y, al mismo tiempo, de costumbres sedentarias y domésticas? Tal vez sean ellos alguno de los seres más complejos y difíciles de entender para nosotros, extraños a pesar de desplegar la cotidianidad de su existencia tan próximos y con una capacidad de acomodación admirable. De los perros, se han escrito enciclopedias, también de los gatos, pero a diferencia de los “canes”, cuyo “modo de ser” y de “vivir” sirvió incluso de inspiración a toda una corriente filosófica socrática (de los socráticos menores) que tomaron su nombre de ellos, su forma de vida de intentar imitarlos, y se presentaron como los “cínicos” o “perrunos”, siendo Diógenes de Sinope y su discípulo Crates dos de sus representantes más conspicuos, los gatos, por el contrario, no tuvieron esa suerte o privilegio (C. García Gual, La secta del perro, Alianza, nº 1987).

Sin embargo, el libro del filósofo y crítico cultural inglés John Gray, uno de los maestros de pensar más prestigiosos de nuestro tiempo, titulado Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida. (John Gray, Editorial Sexto Piso, España, 2021) viene a remediar ese olvido o injusticia para reivindicar, por el contrario, su “presencia” ocultada o marginada, relegada e innominada a lo largo de siglos de filosofía occidental y, en mucho menor grado, en el caso oriental. Su libro consta de seis partes (y cada una de ellas de tres o cuatro epígrafes o apartados) en cada una de las cuales desarrolla, con claridad, fino humor e inteligencia, algunos aspectos desconocidos o poco conocidos de nuestros felinos domésticos; la primera versa sobre “Los gatos y la filosofía”; la segunda, trata de responder a la pregunta “¿Por qué a los gatos no les cuesta ser felices?”; la tercera versa sobre la “Ética felina”; la cuarta expone la contraposición entre “Amor humano Vs. Amor felino”; seguidamente, en la quinta el autor reflexiona sobre una temática profunda e irrenunciable en la que ningún filósofo que se precie ha dejado de incidir y meditar al menos unas pocas veces, su concepción de “El tiempo. La muerte y el alma felina”; para concluir con una cuestión en la que el contraste entre la naturaleza humana y la naturaleza gatuna quedan nítida y manifiestamente diferenciadas: “Los gatos y el sentido de la vida”. Termina con “Agradecimientos” y con unas notas bibliográficas.

Considera John Gray, con acierto, que la fuente de la filosofía no es como algunos clásicos pensaron el “asombro” ante el espectáculo de lo real, sino algo más inmediato y angustiante: la “ansiedad”, la percepción del mundo como “un lugar amenazador y extraño” (p. 11) y que “la religión y la filosofía obedecen a una misma necesidad. Ambas tratan de conjurar el pertinaz desasosiego que acompaña al hecho de ser humano” (idem). Hay pocos filósofos, opina J. Gray, que hayan reconocido que no podamos aprender algo de los gatos. Uno de ellos es el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1869), que amaba sin medida a sus caniches Atma y Butz, y también tuvo un minino innominado. Murió sentado en su sofá doméstico junto a ese gatito desconocido. Consideraba que, a diferencia de lo que creen los humanos, los gatos no son individuos diferenciados, tampoco los hombres: “ambos son simples ejemplares de una forma platónica, un arquetipo que se repite en muchos casos diferentes” (p. 13); sólo son, pues encarnaciones efímeras de una voluntad inmortal de vivir, que “es lo único que en realidad existe” (ibid). Los gatos serían por lo tanto no más que “sombras pasajeras de un Felino Eterno”, mera Forma platónica, carentes de individualidad. Nada más lejano a la realidad, afirma Gray. Por su experiencia y conocimiento de los gatos sabe que hay una enorme variedad de gatos-individuo diferentes: contemplativos, reposados y juguetones, cautos y temerarios, callados y pacíficos, ruidosos o de fuerte carácter. “Cada uno es específicamente gato, pero “singularmente él mismo y tiene más de individuo que muchos seres humanos” (p. 15).

Por lo que respecta a Descartes, el padre del Racionalismo, consideraba a los animales “máquinas insensibles”, simples animales máquinas sin alma y, en consecuencia, podía arrojarse a un animal, gato, perro o de otra especie, por la ventana para demostrar la ausencia de sensación de dolor consciente en ellos: “sus aterrados chillidos no serían más que ”reacciones mecánicas” (p. 15). Según Gray, la autoconciencia humana sobrevalorada por la tradición cartesiana, bien podría ser una pura casualidad sobrevenida y puntual: ha dividido la mente humana instándole a formularse preguntas sobre “el sentido de la vida, o el significado de su existencia. La mente gatuna, por el contrario, es una e indivisa, se centra en el presente: “Los gatos no necesitan examinar sus vidas”, escribe J. Gray, “porque no decidan de que vivir valga la pena. La autoconciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía, ha intentado, en vano, mitigar” (p. 17).

Otros filósofos escépticos, antifilósofos los llama el autor, sí mostraron un mayor conocimiento y amor por los animales. Es el caso de Michel de Montaigne (1522-1592), de ascendencia familiar “marrana” (judíos ibéricos forzados por la Inquisición a convertirse al cristianismo) que aseguraba, con más compasión y empatía por los animales que los cartesianos Descartes o Malebranche, lo siguiente: “Cuando juego con mi gata, quién sabe si es ella la que pasa el tiempo conmigo más que yo con ella”. Montaigne aprendió gran parte de su filosofía del Pirronismo griego, doctrina de Pirrón de Elis y de Sexto Empírico, denominada Escepticismo (una de las Escuelas de filosofía moral postaristotélica). En opinión del humanista francés, los animales no son tan estúpidos como algunos han creído o afirmado. Para Montaigne (como escéptico vital, no metodológico) el objetivo de la filosofía era alcanzar la liberación de la mente humana de su confusión y alcanzar la serenidad del ánimo: la ataraxia.

René Descartes

Las otras dos Escuelas de Sabiduría Moral griegas, Estoicismo y Epicureísmo, tenían también como objetivo de su doctrina alcanzar “algún estado de serenidad” o tranquilidad. La filosofía tenía, para ellas tres, un función terapéutica: “La filosofía era útil, para curar a las personas de los males de la filosofía” (p. 20). El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), antifilósofo a la manera de Montaigne sostenía igualmente que ”la filosofía era útil sobre todo para curar a las personas de los males de la filosofía” o, lo que es igual, del lenguaje corriente, “contaminado de sistemas metafísicos pasados”.

John Lawrence

En opinión de John Gray, la ausencia de razonamiento abstracto, de argumentos, de los animales o de los gatos, lejos de representar una señal de inferioridad es una marca de su libertad moral. Por eso, trata de continuar su sencilla apología de los felinos con un relato: “El viaje de Mèo”, un gatito que apareció en la ciudad vietnamita de Hué en febrero de 1968, en plena campaña nortvietnamita contra las fuerzas norteamericanas y survietnamitas aliadas, que desembocaría en la salida de los americanos de aquel país cinco años más tarde (p. 21). La historia de Mèo no la vamos a destripar aquí, su aventura merece ser leída con la maestría y sensibilidad como la narra John Gray a partir del relato del periodista televisivo de la CBS John (Jack) Laurence en The Cat from Hué (El gato de Hué), un relato conmovedor (pp. 21-31). Jack finaliza el relato con estas palabras de homenaje al gatito Mèo: “Creo que llegamos a alcanzar un mutuo respeto por nuestras capacidades como supervivientes. No me cabe duda de que hace ya mucho que había consumido el limitado número de vidas que se le habían asignado, y que por eso vivía cada nuevo día como un regalo. Además, parecía sabio. Sabía. Nos habíamos hecho amigos. Nuestra larga relación de enfados y cariño había pasado a simbolizar, en cierto modo, el nexo entre nuestros países, empapados cada uno de la sangre del otro, atrapados en un inseparable abrazo de vida, sufrimiento y muerte”.

 

Tomas Moreno Fernández,

Catedrático de Filosofía

Tomás Moreno Fernández

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