“Construir una sociedad mundial basada en el cuidado del otro,
y en la hospitalidad hacia las diferencias y no grupos fundados
sobre la aniquilación del otro: ese es el envite de la historia humana”
(Jorge Riechmann, Resistencia de materiales).
La palabra “compasión” es definida por el diccionario de la RAE, en una de sus primeras acepciones, como “sentimiento de pena, de ternura, y de identificación ante los males de alguien” y en tal sentido se colegiría que se trata de un término unánime y generalmente aceptado y celebrado de manera incuestionable por parte de la generalidad de los hablantes, como una de las grandes virtudes —junto a la caridad o el amor, la misericordia o la piedad, la bondad o la entrega autosacrificada por el otro— a practicar por parte de todo ser humano que aspire al bien moral. No es así. Se trata de un concepto polisémico, con significaciones variadas sujeto a discusión o discrepancia.
Han sido muchos los filósofos detractores de la “compasión”: Aristóteles reconoce que puede ser la expresión de cierta “honestidad”; sin embargo, no la entiende como una actitud moral propiamente dicha. Los estoicos predicaban la apátheia, con respecto al sufrimiento propio y ajeno (“ausencia de toda pasión”) y consideraban la compasión como “pasión viciosa” (dixit Montaigne). Para Spinoza era simplemente piedad o conmisseratio, que no debería considerarse indispensable como una virtud superior, ni siquiera como un bien en sí misma; Kant la excluía de la autonomía del acto moral como lo hacía con todo sentimiento, toda pasión o emocionalidad, que contaminara el supremo “deber moral”; Nietzsche, en su crítica al cristianismo, consideraba que la compasión era o una actitud condescendiente o una actitud femenina, propia de almas débiles, enfermas y resentidas.
Otros muchos filósofos y pensadores, sin embargo, desde Santo Tomás de Aquino, o Descartes hasta Schopenhauer o Max Scheler —para quienes la “compasión” es uno de los aspectos nucleares de la simpatía: el que corresponde al sentimiento de la unidad psicovital (Einfühlen) con el prójimo y aún con todos los hombres y hasta con todo lo existente— sabrán valorarla encomiásticamente. Descartes, por ejemplo, la consideraba una de las pasiones del alma, contraria a la envidia; Juan Jacobo Rousseau, por su parte, la definía (identificándola con la piedad) como “repugnancia innata a ver sufrir a un semejante»; Francis Hutcheson, el filósofo escocés de la moralidad, la identificaba con la simpatía, considerándola un “instinto promotor del bien ajeno” y fundamento de todo ”sentido moral”. Levi-Strauss, desde la Antropología Estructural, la categorizará como “identificación prerreflexiva con el otro sufriente”. Uno de los grandes pensadores judíos del siglo XX, Emmanuel Lévinas, considerará la compasión como la máxima expresión moral del ser humano. Otras pensadoras del pasado siglo, tan cercanas a la sensibilidad empática y humanitaria del siglo XXI, como Edith Stein o Simone Weil y como María Zambrano o Martha Nussbaum (más próximas en el tiempo), harán de la compasión, la solidaridad y la empatía motivo preferente de sus reflexiones éticas, de sus actitudes hacia el prójimo y de sus experiencias vitales.
Identificándose con las conceptualizaciones sobre la compasión ya señaladas de Rousseau y del gran filósofo judío-lituano Emmanuel Lévinas, el pensador y escritor vasco Juan Aranzadi en un destacable ensayo, Racismo y piedad (en Juan Aranzadi, Jon Juaristi, Paxto Unzueta, Auto de terminación, El País-Aguilar, Madrid 1994, pp. 27-43), elabora un lúcido y profundo análisis de lo que significa el racismo y la consiguiente quiebra de la compasión o de la piedad que necesariamente comporta. Para J. Aranzadi “la definición conceptual, la separación entre lo sensible y lo inteligible y la jerarquización entre sistemas simbólicos —precondiciones de la noción de ‘causalidad’ y de la emergencia de lo que entendemos por ‘racionalidad’— constituyen el prerrequisito y el fundamento teórico del racismo” y, añadimos nosotros, de cualquier tipo de doctrina que trate de igualar o nivelar violenta o coactivamente a un grupo o clase de seres humanos bajo un mismo y único patrón estigmatizante y segregador.
Es la ruptura entre la sensibilidad y el intelecto, lo que supone una quiebra de la piedad/compasión, cuya culminación, el antisemitismo moderno, “no habría sido posible sin el incremento de la abstracción y la completa devaluación y alejamiento de lo sensible que caracteriza al pensamiento científico”, en opinión del pensador vasco (op. cit, p. 36). La racionalidad filosófica y científica instrumental, en consecuencia, lejos de ser, a veces, un antídoto contra el racismo y/o la barbarie, constituye su condición de posibilidad teórica. Y no sólo teórica, sino también ética, si seguimos prestando crédito al dictamen de Hannah Arendt respecto de la quiebra de la piedad como una de las claves de la Solución Final nazi, en la medida en que implicaba esa fatídica ruptura. J. Aranzadi llega a esta escalofriante conclusión: el incremento de la abstracción y el completo alejamiento de lo sensible llevan a la superación de la piedad y, consiguientemente, a la posibilidad de convertirse en insensibles verdugos del “otro”.
Y argumenta que tal sentimiento piadoso o compasivo, que se da también en los animales: es natural, espontáneo en el humano, y sólo es anulado cuando una ideología, sea el racismo biológico, sea el totalitarismo de cualquier signo, político (leninista/estalinista, nazi), o teocrático, hace que el concepto que se aplica al “otro” se desprenda y aísle de la imagen y del sentimiento. Recordemos, al respecto, la cruel, descarnada al mismo tiempo que tierna y aleccionadora historia de espontánea compasión animal, que nos relata nuestro gran y añorado pensador cristiano Jiménez Lozano que protagonizara el poeta y dramaturgo Erich Kurt Mühsam (1878-1934), anarquista judío, seguidor de G. Landauer, recluido en un campo de concentración nazi: “Mühsam, que ya había estado seis años en la cárcel por su participación en la República de Munich, pasó luego con el nazismo a un campo de concentración. Allí un día pidió permiso para escribir a su mujer y el guardián S. A. le dijo que le diese la mano, Mühsam se la alargó y el guardián le rompió el pulgar, y añadió: ‘¡Anda, ahora ya puedes escribir a tu esposa!’. En Oranienburg, soltaron un orangután o chimpancé sobre él, pero el animal, ‘capaz de distinguir el amigo del enemigo’ se colgó del cuello del poeta, lo abrazó y lo besó, mientras Mühsam le hablaba. Pero entonces torturaron al pobre mono, en presencia de Mühsam, hasta que murió. Al poeta lo invitaron a suicidarse pero, como se negó, le asesinaron. Su mujer llevó sus manuscritos a Moscú, pese a las advertencias de él, y lo que consiguió fue que a ella la internaran asimismo en un campo de concentración» (José Jiménez Lozano, Segundo abecedario, Anthropos, Barcelona, 1992, pp. 196-197)
Significativamente, fenómenos como la esclavitud, el colonialismo, la xenofobia, el racismo y el genocidio totalitario tienen efectivamente como fundamento la consideración abstracta del ser humano. “Si los judíos no hubiésemos sido reducidos previamente a una abstracción, no habríamos sido luego reducidos a cenizas”, afirmaba el escritor judío Elie Wiesel. Recordemos un clásico texto W. Shakespeare en el que precisamente se expresa la protesta/denuncia contra cualquier consideración abstracta del ser humano, poniendo en boca Shyloock, la víctima, este famoso parlamento dirigido contra el inclemente y victimario mercader: “Ha menospreciado mi nación, ha dificultado mis negocios, enfriado a mis amigos, exacerbado a mis enemigos, ¿y qué razón tiene para hacer todo esto? Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos remedios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? ¿Si nos cosquilleáis, no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos?» (El mercader de Venecia, act. III, esc. 1ª).
No hace falta detenerse demasiado en la descripción (un tanto “gore”) del famoso experimento de Stanley Milgram (Some Conditions of Obediente and Desobedience to Authority, 1965) llevado a cabo en la Universidad de Yale a principios de la década de los sesenta del pasado siglo, para corroborar este hecho: el encallecimiento moral del ser humano se produce cuando la identificación con quien sufre el dolor ha sido bloqueada por la distancia físico-espacial o intelectual-abstracta con respecto de la víctima. En su experimento se trataba de medir los grados de obediencia por parte de unos sujetos (supuestos colaboradores del experimentador) a la orden de torturar con descargas eléctricas a un tercer miembro (pupilo, cómplice del experimentador) atado (aparentemente) a una silla electrificada en un cuarto separado, cada vez que respondiese de modo incorrecto al aprendizaje. El resultado fue bastante desalentador desde el punto de vista humanitario: el 78 por ciento de los colaboradores “se pasaron” en el uso e incremento de los voltios, y casi un 30 por ciento obedecieron las órdenes de sus experimentadores o entrenadores infligiendo descargas a sus víctimas hasta el final, pese a las súplicas y gritos de las mismas (cit. en Elliot Aronson, El Animal social. Introducción a la psicología social, Alianza, Madrid, 1987, pp. 47-50). El experimento prueba, efectivamente, que el alejamiento de lo sensible y concreto (la víctima), la sustitución de lo individual por lo intelectual-abstracto y la sumisión incondicional a la autoridad son condiciones de posibilidad para perpetrar cualquier acto de crueldad y sevicia contra el otro. Parece, pues, que toda crueldad se facilita si hay una cierta impersonalización abstracta de la víctima, además de una orden de la “autoridad competente”, una justificación global del experimento (el avance de la ciencia, pedagógica en el caso de Milgram) y si entre nosotros y el acto se interpone una cadena de mando intermedia.
Y es que en la sociedad contemporánea la organización racional burocrática y jerarquizada del trabajo hace precisamente eso: el que ocupa una posición de poder da una orden y sumerge la acción en una cadena de mando en la que cada uno es una pieza de un mecanismo, donde “se limita” a recibir órdenes de arriba y no contempla el final del proceso sino desde la lejanía. La distancia física y psicológica, el respaldo de la autoridad y la obediencia de la buena gente lo facilita todo, exonerando a los implicados de toda responsabilidad moral. Y poco a poco, imperceptiblemente, los sujetos van siendo atrapados por grados sucesivamente más altos de crueldad ejercida sobre los otros. A medida que la víctima es más abstracta y despersonalizada, mayor es la fragmentación de esa responsabilidad y la erosión y difuminación de las restricciones que la identidad moral debería activar ante tales hechos, impidiendo así la irrupción de respuestas empáticas y filo-humanas.
Es por todo ello por lo que Theodor W. Adorno señalaba, en su Dialéctica Negativa, que Auschwitz no era solo un accidente sino “una consecuencia lógica” de nuestra civilización occidental, pues no habría sido posible sin “la frialdad que es el principio fundamental de la subjetividad burguesa” (Vid.: José Ignacio González Faus, Estados Teocráticos, Cuadernos Cristianismo y Justicia. nº 143, Barcelona, 2006, p. 17). En efecto, el acceso a la realidad a través de universales (que es la manera de dominarla), lleva a captarla mediante conceptos abstractos que prescinden de los individuos, que en realidad son lo único existente.
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Catedrático de Filosofía