III. RAZONES Y CAUSAS DE LA SERVIDUMBRE
Tras analizar las circunstancias que hacen al hombre abandonar voluntariamente su condición natural y renegar conscientemente de su libertad original, indaga las razones o causas de esa abdicación o renuncia a la libertad. Entre las que aduce en su alegato podemos señalar en primer lugar la educación. En su opinión la naturaleza humana “es tal que, de una forma natural, se inclina hacia donde le lleva su educación” (p. 73); e insiste afirmando que “la primera razón por la cual los hombres sirven de buen grado es la de que nacen siervos y son educados como tales” (p. 77). La costumbre, o el hábito, es otra de las razones de la servidumbre voluntaria ya que “todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas como si se acostumbra a ellas” (p.73) y además “la costumbre que ejerce tanto poder sobre nuestros actos, lo ejerce sobre todo para enseñarnos a servir” (DSV, p. 67).
Otras veces es la fuerza y coacción del rey-tirano la que impone a sus súbditos la servidumbre, envileciéndolos y haciéndoles olvidar sus derechos naturales hasta “enfangarse en la más abotargante esclavitud” (DSV, p. 68), “ya que bajo el yugo del tirano es más fácil volverse cobarde y apocado” (DSV, p. 77), e incluso el engaño urdido por la astucia de un traidor y habilidoso guerrero que pasa de ser un admirado capitán-rey a detentar el poder como auténtico rey-tirano (Idem) puede también ser causa de la misma. Las gentes sometidas por la derrota militar pierden “la vivacidad y son presa del desánimo y la debilidad” (DSV, p. 78). Existe además de las indicadas un procedimiento habitualmente utilizado por los tiranos consistente en embrutecer al pueblo sometido y a sus súbditos y “fortalecer el yugo” (DSV, p. 81). Recuerda así La Boétie que, tras apoderarse de Sardes y apresar a Creso de Lidia, su rico monarca, Ciro de Persia “montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos” (DSV, p. 80). El clásico panem et circenses de los romanos es aquí también aludido como uno de los instrumentos del despotismo tiránico de todos los tiempos y lugares para imponer la sumisión: “Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad” (DSV, p. 80).
A todo ese sistema de reclamo para seducir y esclavizar al pueblo habrá que añadir un sutil y engañador recurso consistente en vincular o asociar la realeza a la divinidad: la fascinación que ejercen los tiranos encubriendo su poder e intenciones con bellas palabras más una deslumbrante “nube de misterio y divinidad” como los tiranos y reyes de la Antigüedad que “iban con la religión por delante a modo de escudo, y, de ser posible, se adjudicaban algún rasgo divino para dar mayor autoridad a sus viles actos” (DSV, p. 85-86) como, por ejemplo, el hecho de atribuirles un poder taumatúrgico milagroso, capaz de curar todas la enfermedades imaginables o el de utilizar supersticiosamente fantasías o fetiches como “sapos, flores de lis, la ampolla y la oriflama” (p. 86) para propiciar la mayor grandeza y prosperidad del imperio o del reinado, como había sido usual en las monarquías de la Francia de su tiempo.
Pero La Boétie da un paso más y enuncia el definitivo y auténtico secreto de la renuncia por parte de los hombres a su liberación y la explicación de tal dominación por parte de los poderosos, consistente en unos muy complejos y eficaces mecanismos para perpetrar y perpetuar su dominación, todo un entramado de intereses, prebendas y favores mutuos que los incapacitan para tomar conciencia de su situación de servidumbre:
“Llego ahora a un punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía. El que creyera que son los alabarderos y la vigilancia nocturna los que sostienen a los tiranos, se equivocaría bastante […]. Ni la caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo, pero es cierto. Son cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes del tirano, los que se reparten el botín de sus pillajes […]. Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder […]. Estos seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o de la administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su crueldad […]. Extensa es la serie de aquéllos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta red verá que no son seis mil sino cien mil, millones los que tienen sujeto al tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta hasta él […]. En suma, se llega así a que, gracias, a la concesión de favores, a las ganancias, o ganancias compartidas con ls tiranos, al fin hay casi tanta gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable […] No es que no padezcan ellos mismos de la presión del tirano, sino que esos malditos por Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para devolverlo a quien se lo causa, sino para hacerlo a los que padecen como ellos y no pueden hacer nada” (DSV, p. 89 ) (1).
En estas cadenas o redes piramidales de dominadores los dominados son el límite de las mismas, el punto extremo sobre el que ejercen su poder, el conjunto de todos aquellos hombres que no tienen a su cargo a nadie a quien tiranizar, y que tampoco aspiran a ello. Son, por tanto, los únicos que no mantienen activamente a la tiranía. Son, por ello mismo, los más libres y los más dichosos, aunque esto pueda parecer paradójico:
“Las gentes del campo, a quienes pisotean y tratan peor que a presidiarios o esclavos, son, no obstante, más felices y más libres que ellos. El labrador y el artesano, por muy sometidos que estén, quedan en paces al hacer lo que se les manda, mientras que el tirano ve a los que le rodean acechar y mendigar sus favores” (DSV, p.92).
La Boétie denuncia, por otra parte, que los dominadores no se limitan a obedecer al tirano, sino que deben anticiparse y doblegarse a todos sus deseos, “sacrificar sus gustos al suyo, anular su personalidad, despojarse de su propia naturaleza, estar atentos a sus palabras, a su voz, a sus señales y a sus guiños, no tener ojos, pies, ni manos como no sea para adivinar sus más recónditos deseos, o sus más secretos pensamientos”. Y se pregunta “¿Es esto vivir feliz?”. Nuestro denunciador del poder afirma seguidamente que todo ello lo hacen los súbditos o dominados para obtener bienes, privilegios y favores y que cuando el príncipe desee les serán arrebatados fulminantemente. Y continúa su alegato advirtiendo en estos términos a los infelices y poco avisados gobernados:
“Cuanto más fácil fue su ascensión en los favores del tirano, menos sabiduría tuvieron en conservarla. De la cantidad de gente que siempre ha frecuentado la corte de los malos reyes, pocos o ninguno, han podido eludir al fin la crueldad del tirano al que antes habían azuzado contra los demás. En la mayoría de los casos, tras haberse enriquecido a la sombra de sus favores y a costa de otros, terminan ellos mismos por enriquecer a otros” (DSV, p. 94).
Pero esto mismo hace que el propio tirano esté a merced de sus allegados: “He aquí por qué la mayoría de los tiranos de la Antigüedad solían morir por manos de sus propios favoritos, quienes, tras conocer la naturaleza de la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del tirano y temían su poder”, concluirá La Boétie. Llegamos así al punto en el que lo político y lo moral muestran su irreductibilidad. La lógica del poder es contraria a la lógica de la libertad, la complicidad de los dominadores es contraria al compañerismo de los que se sienten iguales, hermanos, amigos. Y no cabe mediación alguna entre ambos tipos de relación social:
“Esta es la razón por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y la vida virtuosa. Lo que hace que un amigo está seguro del otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable, su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones, jamás una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se enturbia” (DSV, p. 98).
Contrastando con la dulzura de la amistad y el gozo de la libertad, el texto de La Boétie termina describiendo la ingrata vida de quienes renuncian a ser libres y a tener amigos por obtener los vanos y efímeros goces de la tiranía.
NOTAS
(1) Este texto pone de manifiesto con claridad cómo el Uno (tirano) no está sólo. Es falso ese manido tópico de la “soledad del poder”. La experiencia histórica nos enseña que —como sostiene La Boétie— el tirano siempre está rodeado y apoyado por toda una cohorte de múltiples tiranuelos (los chulos del poder) que son los oídos y los ojos del tirano, que gobiernan a sus anchas mediante el temor o el engaño de la mayoría y la complacencia de unos pocos, al amparo de la sombra protectora del Uno tiránico. Y también nos apercibe —como si estuviésemos ante un antecedente del Panóptico benthamiano o del Gran Hermano totalitario, tal y como aparece en la obra distópica de G. Orwell “1984— de que la tiranía penetra e impregna todos los intersticios de la sociedad, de una a otra parte, sin que exista lugar o recoveco que escape a su mirada y dominación inexorable. Sería interesante estudiar las rasgos y características que presenta la figura del tirano, tal y como aparece descrita y analizada en la literatura de los clásicos políticos antiguos y modernos, desde Jenofonte y Aristóteles a Maquiavelo o Hobbes y desde Rousseau y Locke a Montesquieu o Tocqueville, en contraposición a los que han mostrado en la “realidad histórica” —más allá de su mitificación o exaltación gloriosa— los despóticos dirigentes y tiranos de toda laya que han gobernado a lo largo del siglo XX, y (todavía) en el primer tercio del XXI, los distintos Estados dictatoriales y totalitarios establecidos en el mundo.
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