III. LA “MISTERIOSIDAD DEL ALMA” FEMENINA. SEXUALIDAD VS. MATERNIDAD
La presencia obsesiva de lo “femenino” —del mundo de la mujer— en sus obras es evidente. En Bodas de sangre (1933), Yerma (1934), Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935), La casa de Bernarda Alba (1936) –-por no citar sino sus obras del período de madurez y plenitud: dos tragedias y dos dramas respectivamente— la presencia de la “mujer” y de “su mundo” es central (1). La mayoría de sus dramas y tragedias no son sino variantes del mismo tema hondamente sentido por Lorca: el de la “misteriosidad” del alma femenina, por usar una expresión acuñada por Álvarez de Miranda en su citado ensayo.
Pero en García Lorca esa “misteriosidad” nunca es un recurso mistificador o mitificador del alma femenina, para “idealizarla” o “divinizarla” románticamente, legitimando y perpetuando así su condición social de oprimida, sino antes bien un motivo de denuncia ante la situación de marginación de la mujer en una sociedad tradicional como la de la España de la época. Como los niños, los gitanos, los negros, la mujer pertenece al grupo social de marginados o marginales; de los débiles y perseguidos, y García Lorca trata de prestarle su voz para rebelarse.
Nuestro poeta sabe, por otra parte, intuir y expresar las más peculiares sensaciones del mundo femenino con una intimidad, una intensidad, una delicadeza y una penetración incomparables. Baste como muestra la ternura de la que es capaz su vena lírica cuando, para describirle a Yerma los sentimientos de la maternidad expectante, la íntima vivencia del “esperar el hijo”, la amiga grávida, María, le dice: “¿No has tenido nunca un pájaro vivo / apretado en la mano? Pues lo mismo… / pero por dentro de la sangre” (“Yerma”, Acto Primero, Cuadro Primero).
Es en este punto, en donde el poema trágico del poeta granadino y la tragedia del autor griego, se hacen más solidarios y remiten a un mismo “tema” y a una fuente cultural común: la sacralidad de la vida orgánica tal y como se presenta en múltiples mitologías arcaicas del área cultural mediterránea (2). Álvarez de Miranda cita, a este respecto, una afirmación de O. Kern, uno de los mejores conocedores de los mitos griegos: “Sobre la tierra no hay nada más sagrado que la religión de la madre” (3). En efecto: toda una iconografía que va del Neolítico hasta las religiones de misterios helenísticas rinde culto a la “Gran Madre” y se extasía ante el símbolo y atributo fecundo de los senos femeninos.
Precisamente por todo ello, Álvarez de Miranda señala que los pechos fecundos o que aspiran obsesivamente a la fecundidad no son, ni en el poeta granadino ni en las religiones arcaicas, un motivo de “atracción sexual”, sino una expresión de la vida que se transmite, y por lo tanto una expresión sacral (4). De ahí el horror del poeta a la mutilación de esos órganos, expresado crudamente en la propia Yerma: “Pero ¡ay de la casada seca! / ¡Ay de la que tiene los pechos de arena!”; o, en el Romance de la Guardia Civil española: “Rosa de los Camborios, / gime sentada en su puerta / con los dos pechos cortados”; o, finalmente, en aquellos otros del Martirio de Santa Olalla: “El Cónsul pide bandeja / para los senos de Olalla. / Por los rojos agujeros / donde sus pechos estaban / se ven cielos diminutos / y arroyos de leche blanca”.
No son, pues, los prestigios sensuales, sino los prestigios vitales, los que subyugan al poeta. Para la mentalidad arcaica la sexualidad es una potencia y en cambio no lo es la virginidad: “en el mundo antiguo ––señala Van der Leeuw— la fecundidad es más potente y más santa que la castidad” (5). Y esto, apunta Álvarez de Miranda, parece dicho también pensando en García Lorca: ya desde sus primeros poemas proclama su elegía sobre la mujer virgen: “Llevas en la boca tu melancolía / de pureza muerta, y en la dionisíaca / copa de tu vientre la araña te teje / el velo infecundo que cubre tu entraña” (“Elegía”).
Cualquier lector de García Lorca sabe que todas las obras del poeta granadino están sembradas de expresiones alusivas a la virginidad (“pureza muerta”, “velo infecundo”) y al deseo de maternidad más que a la simple sexualidad. Las heroínas lorquianas tratan de librarse a toda costa de la virginidad- y por tanto también a costa de la muerte- y se sienten impulsadas ciegamente hacia la nupcialidad y la maternidad, no tanto por un imperativo afectivo-amoroso de carácter sexual, sino por una exigencia de fidelidad a la vida. Salvar la maternidad es para la mujer arcaica un modo “religioso”, el único tal vez, de comunión vital y de salvación. Y sólo en función de la semilla que el varón aporta es importante el amante o el marido. Por eso Álvarez de Miranda recuerda a este respecto que en las religiones arcaicas y, muy singularmente, en las mediterráneas las divinidades masculinas tienen un papel subordinado y un puesto de mero “paredro” junto a la gran divinidad femenina, “la cual no conoce en el amante al marido sino al hijo” (6). Así en “Yerma”, la protagonista, después de matar a su propio marido, pronuncia estas palabras, las últimas de toda la tragedia, y que son su exacto resumen: “Yo misma he matado a mi hijo”.
Ni en Antígona, ni en Yerma aparece el tema del “amor”, en el sentido que tal término ha tenido en la literatura y en la cultura occidentales, al menos desde la época del “amor cortés” medieval, o del “amor romántico” decimonónico. Más que de dialéctica del amor o de los sexos, habría que hablar de dialéctica genesíaca –una especie de anhelo de protección y conservación, en versión naturalística, de la “sacralidad de la vida orgánica”. Yerma y Antígona protagonizan trágicamente la historia de dos desamores: el de la joven griega, porque no puede explicitarse ni reconocerse, dado el carácter (presumiblemente) incestuoso del mismo: su amor por Polinices, su hermano, trasciende la afectividad fraternal, para convertirse en una pasión imposible, ya que el amado es hermano y ha muerto; el de la casada joven andaluza, porque no tiene un referente personal en el que proyectar y realizar su auténtico amor, ya que “no ama” verdaderamente a su marido, sino sólo la necesidad biológica de parir, de procrear.
En Antígona —“alma de hermana”, la llamará Goethe en su “Himno a Eufosina” — al amor de hermana se le superpone el amor de “mujer”. Es cierto que “indicaciones” directas de “incesto” son raras en esta obra de Sófocles, pero, a menudo, en encuentros entre ella y Polinices, el lenguaje, el clima de lo incestuoso se perciben inmediatamente debajo de la superficie (7). Así, Antígona alude frecuentemente al “hermano amado”, “mi hermano más querido” (phíltatoi) o se refiere a él con expresiones como “al lado del amado”, al “queridísimo (philtate) y “tiernamente amado” hermano. Hay un pasaje desconcertante en el “Canto de la muerte” de Antígona en el que, aludiendo al casamiento de Polinices con Argía, Antígona dice que esa “alianza” es “fatal” para ella misma.
En un momento concreto llega incluso a hablar de un “descenso a la muerte” y de “una amorosa reunión con el muerto”: “yaceré junto a él como una amada con su amado (“phíle… philou metá”). Peguy, el gran poeta francés, habla por eso, al referirse a la tragedia de Antígona, de un “amor fraternal y culpable”. Por lo que respecta a Hemón, el hombre que la ama y la desea, Antígona no le dirige una sola palabra en el transcurso de la obra. Es a Hemón, no a Antígona, a quien el coro ve inspirado por el “eros”. Antígona ama, sobre todas las cosas a Polinices, y apenas tiene ningún deseo de vivir después de la muerte de su amado. Parece intuir que la maldición de Edipo, su padre, -la maldición del “incesto”- puede caer o ha caído de nuevo sobre su familia…
En Yerma, el amor biológico de “hembra” suplanta y diluye el amor personal y afectivo de “mujer” enamorada. El fracaso de su relación con Juan proviene de la presión social, de la imposibilidad de satisfacer libremente su amor como consecuencia de una norma introyectada por la tradición (por la ideología) que reduce la función vital de la mujer única y exclusivamente a los deberes maternos. Y esta moral social impuesta se traduce en un complejo de culpabilidad que la amargará hasta llegar a repudiar su propio “cuerpo”, su propia “sexualidad” (“¡maldito sea el cuerpo!”) e incluso a toda su casta familiar, por tener que adaptarse inexorablemente a la norma procreativa: “¡Maldito sea mi padre, que me dejó su sangre de cien hijos! ¡Maldita sea mi madre, que los busca golpeando las paredes! […]”. Personaje trágico, Yerma, que lucha contra fuerzas interiores (carácter, sexualidad) y exteriores (leyes sociales, tradición, educación), propias de una sociedad arcaica y de una cultura represiva, y que, a manera del destino de los griegos, precipitarán su trágico y agónico fin.
El gran antropólogo y fenomenólogo de la religión G. van der Leeuw, con su aparente crudeza, expresa una precisa realidad de las mentalidades religiosas arcaicas: “Durante mucho tiempo la salvación no revistió ninguna forma: el primer salvador no es otro que el phalus que aporta la fecundidad” (8). ¿Puede un poeta moderno, se pregunta Álvarez de Miranda, vivir esta verdad? Y responde: García Lorca puede vivirla y expresarla con palabras y con algo más que palabras: en el último acto de “Yerma”, “por entre el coro de las mujeres estériles circula la danza desenfrenada del Macho y de la Hembra, aquél agitando un cuerno de toro con el que acosa a ésta, fascinada, como las otras, por los prestigios del claro símbolo fálico” (9).
(NOTA: Este ensayo revisado y actualizado procede del publicado en el libro colectivo Recordando a Federico, I.E.S. Padre Manjón (Granada), Proyecto Sur, 1998 pp. 169-186).
BIBLIOGRAFIA Y NOTAS
1) Sobre el tema de la mujer en su teatro véase. B. Frazier, La mujer en el teatro de García Lorca, Madrid, Plaza Mayor, 1976.
2) Sobre la presencia del mito en la obra del poeta véanse: R. A. Zimbardo, “The mythic Pattern in Lorca’s, Blood Wedding”, Modern Drama, 10, 1968; y G. Correa, La poesía mítica de Federico García Lorca, Madrid, Gredos, 1970. Y, sobre todo, Rosa María Aguilar, “El mito griego en la poesía de García Lorca”; Antonia Carmona Vázquez, “Elementos míticos en el teatro de Eurípides y García Lorca” y Aurelia Ruiz Sola, “El mito antiguo y su proyección dramática”, en José María Camacho (ed.) La Tradición clásica en la obra de Federico García Lorca, op. cit, obra que contiene la casi totalidad de ensayos y estudios más relevantes publicados sobre dicha temática.
3) O. Kern, Die Griechischem Mysterien de Klassiischen, p. 24, cit. en Álvarez de Miranda, op. cit., p. 15. Es de obligada consulta al respecto: Erich Neumann, La Gran Madre. Fenomenología de las construcciones femeninas de lo inconsciente, trad. de Rafael Fernández de Maruri, Ttrotta, Madrid, 2004.
4) Extractamos en los párrafos que siguen algunas de las reflexiones del antropólogo español al respecto.
5) Cfr. Marina Warner, Tu sola entre las mujeres. El mito y el culto de la virgen María. Taurus, Madrid, 1991, pp. 79 y ss.
6) A. Álvarez de Miranda, op. cit., p. 18.
7) Sobre el tema de la relación incestuosa en Antígona cfr. G. Steiner (op. cit.) y también Martha C. Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, Visor, Madrid, 1995, pp. 106-110. A propósito de la saga familiar de Edipo véase J. Bermejo, Mito y parentesco en la Grecia arcaica, Madrid, 1980.
8) Sobre el tema de la relación incestuosa en Antígona cfr. G. Steiner (op. cit.) y también Martha C. Nussbaum, La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, Visor, Madrid, 1995, pp. 106-110. A propósito de la saga familiar de Edipo véase J. Bermejo, Mito y parentesco en la Grecia arcaica, Madrid, 1980.
9) A. Álvarez de Miranda, op. cit., p. 19. Con independencia de las indudables reminiscencias orgiástico-dionisíacas de esta danza ritual (presentes como tantas veces se ha señalado en Las Bacantes de Eurípides) el poeta se ha inspirado en un rito mágico de fecundación, de profunda raigambre popular: en la romería del cristo de Moclín, a la que iban las mujeres a pedir la gracia de la fecundidad. Francisco García Lorca, hermano del poeta, escribe al respecto en Federico García Lorca ou le réalisme poétique, (Revista “Europe”, especial dedicado a García Lorca, nº agosto-septiembre, 1980, p. 100): “Les incidents les moins vraisemblables de ses piéces sont fréquemment basés sur des données réelles. Le pèlerinage de Yerma, par exemple, s’inspire de celui de Moclin, dans la prince de Grenade, et la danse finale vient d’une danse folklorique du nord de l’Espagne oú l’homme et la femme, sans aucun costume particulier, portent les attributs symboliques de la procréatión appelés respectivament tronaor et piuleta”. Sobre esta temática véase Carlos Feal, “Eurípides y Lorca: observaciones sobre el cuadro final de Yerma”, en José María Camacho Rojo, La Tradición clásica en la obra de Federico García Lorca, op. cit. pp. 347-357.
Próxima semana: Alicia y el misterio de los nombres. (En el Día Internacional del Libro: recordando a Lewis Carroll, 1/2)
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