El pasado día 21de marzo se conmemoró, coincidiendo con el comienzo de la estación primaveral, “el día mundial de la poesía”. Se trata de la llamada primavera poética, en donde cientos de miles de hombres y mujeres de todo el planeta compartieron poemas que, al escucharlos, como mínimo, a uno lo desconciertan, porque como diría Baroja: «hay poetas que cuando leen sus versos, oídos, me parecen bien; pero si yo los leo pausadamente me parecen mediocres”.
Quizá fue nuestro premio Miguel de Cervantes, Francisco Brines, quien puso el dedo en la llaga cuando expresó que la poesía no tenía público, sino lectores. Y es que los lectores de poesía no han proliferado nunca en la búsqueda de lo supremo y en la actualidad menos aún. Lo que sí parecen que abundan y se reproducen galopantemente son poetas que necesitan la inmediatez del aplauso de un público que se conforma con muy poco. Lo importante es el aplauso venga de donde venga. Por esto, hoy y ayer, la poesía suena a sumisión y sometimiento a lo que se dice y como debe decirse, según la norma organizada y mecánica de grupos que dogmatizan y manipulan.
Sin embargo, en la garita del tiempo que nos ha tocado vivir, necesitamos más que nunca la poesía a través de la belleza y la emoción – como materias vivas de nuestra construcción espiritual – que explore un camino de autenticidad en eterna peregrinación.
Es cierto que cada poeta es hijo de su tiempo; Rubén Darío diría al respecto: «Yo detesto la vida y el tiempo que me tocó vivir”. Y no somos pocos los que en este momento de nuestra historia advertimos que llevamos ya demasiado tiempo sumidos en lo insustancial, y a un servidor, sin ánimo de ejercer apostolado, le parece que el mundo poético parece un gran árbol abatido sin que nadie haya hecho algo para evitarlo. El poeta de los aullidos lastimeros, el poeta de las comparaciones almibaradas, de acumulaciones barrocas o de acaparamiento de imágenes, el poeta de lo coloquial y de lo chabacano necesita urgentemente una experiencia intima para perseguir la visión que acompaña al descubrimiento y desprenderse de lo antiestético o de lo antiliterario; pues, la poesía es todo menos esto último. Lo que no cabe la menor duda es que tampoco parecería lícito atribuir a los seguidores de esta nueva cosa, que llaman poesía, y que se mueven por estos ambientes pseudoliterarios son las necedades de sus maestros.
El poeta debe tener una predisposición existencial para que, mediante la intuición, la observación, la experiencia y la reflexión le pueda surgir una revelación, aunque sea de lo cotidiano, porque, incluso, en lo cotidiano también existen elementos que forman la sustancia de la vida humana. La cotidianidad es también bella, siempre y cuando se diga algo valioso y con voz poética.
Hoy precisamente, cuando escribo estas líneas, a pocos días del fallecimiento de Rafael Guillén, me voy a referir a un texto suyo, ¨”Sobre la poesía actual”, ya fechado 16/10/1965 y en el que decía: “Defiendo el lenguaje poético como único medio de expresión poética, lo que sería una perogrullada si no hubiese actualmente quien defiende lo contrario”.
Y es que lo que deseamos de la poesía, es que sea poesía, es decir, un estremecimiento extraño para descubrirnos nuevas formas de comprender la totalidad del mundo, el relámpago que llega desde el poeta – con sus imágenes – al lector, para ponernos muy cerca de lo inefable y, por tanto, de la palabra justa y definitiva que nos provoque la visión, el fuego y la llama de hallazgos espirituales. Juan Ramón diría: “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!” .
La contemplación atenta del universo y de este mundo con sus cosas no puede ser abandonada por el poeta. El poeta está condenado a vivir entre la reflexión y la revelación y, aunque sea cierto que tampoco deba abandonar los problemas de su tiempo sobre la perversidad que nos refleja la miseria de los hombres y mujeres sobre la tierra, no es menos cierto que también debe elevarnos a otros territorios inexplorados, aun a sabiendas de que la belleza a veces, en su apariencia, se contrapone bruscamente a la realidad social y personal.
Entiendo, en este sentido, que estamos necesitados de una poesía del alma que una lo terrenal con lo eterno y no de una poesía que solamente atienda de forma rastrera a los valores de la época que nos está conduciendo permanentemente a un naturalismo vulgar. Si la poesía de Rafael Guillén resistirá al tiempo, será por cosas como estas:
Asume su papel la niebla de antesala
de lo desconocido, un velo, una oleada
de imprecisión que cubre
los bordes del abismo.
Y en su avance va anegando
la realidad, y tanteamos
en sus adentros húmedos , y no alcanzamos <
otra certeza que la de nuestra propia
búsqueda desvalida.
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