Se dejó sentir, ahora más fuerte, el segundo aviso, el segundo reclamo de mi hermano, ahora rematado con: -…Como tenga yo que ir a por ti te voy a traer de una oreja… ¡Venga ya hombre! remató.
Todavía seguí un poco más en mis juegos, partí cuando intuí que vendría el siguiente aviso, con angustiada y furiosa llamada de alguien que come y no tiene agua.
Cuando puse rumbo al lugar donde mi padre y hermano hacían la merienda del medio día de trabajo. Lo hice despacio, no quería perder nada que en el camino ocurriera o hubiera y que yo pasara sin verlo, es por lo que despacio iba observando hormigas, cigarrones y algún escarabajo. No quería que saliera ninguna serpiente ya que, no me daban miedo, pero no me gustaban.
Sí me salían al vuelo, delante de mis narices, infinidad de pájaros y que yo casi a todos conocía por la información que de ellos me daba mi hermano.
Medio camino había recorrido con la garrafa de agua colgada del hombro. Me pregunto si su frescor estaría aún en ella, me respondo que después de pasar más de media hora y con el sol que reinaba a esa hora, seguro que ya estaría algo pocha.
Así me lo confirmaron al llegar a la encina. Regañina y quejas por la “gracia” del agua de mi alberca que, por el camino, había perdido.
Allí comí, y disfruté del acomodo de la chaparra, de su acogedora, sombra, de la comida traída del pueblo a base de buena matanza y un gazpacho que nos hicimos en la gran cazuela que allí en los Salobres teníamos guardada y escondida con los demás utensilios en el bajo del grueso tronco ahuecado de un quejigo existente en un majano. Junto con el aceite y vinagre, ambos metidos en el mismo barril y, la sal y algún otro aliño como pudiera ser el ajo, guardados en un canuto de caña, con su tapón a una guita amarrado. Del agua no digo nada porque la regañina y las quejas eran, evidentemente fundadas.
Una gran siesta echaba mi hermano, mi padre que le acompañaba, tras echar el segundo pienso a los mulos. Ellos están descansando. Yo prefiero regresar a Benalúa, mi pueblo, en donde me esperaban impacientes mis amigos.
El camino de regreso emprendo, tras decir adiós y despedir a ambos. Más ligeros son ahora mis pasos, dos razones tengo para ello: No llevo carga en las manos y mis amigos y compañeros me están esperando.
A pesar de ello, antes de llegar al puerto de Los Salobres con La Cará, me volví varias veces. Sí, allí estaban ellas formando parte de aquel bonito cuadro y bajo una de ellas estaban mi padre y hermano que seguían durmiendo su siesta junto a los mulos que devoraban su pienso preparándose para seguir rastreando aquel fértil y verde trigo que adornaba de hermoso verde aquel campo.
Las tres chaparras de que hablo qué, ángulo recto formaban, testigos irrefutables fueron por muchos años, de todo lo acontecido en aquel valle fértil del paraje de Los Salobres y el encanto de los alrededores de las angosturas del cortijo.
Lo vivido desde tiempos lejanos, todo en ellas estaba guardado, el correr de las estaciones les hace además de testigos, más gruesas, fértiles y grandes. Al tiempo que colaboran con su estado a oxigenar aires y atmósfera en cumplimiento de las normas impuestas por la naturaleza.
Como seres de vida, vegetal y, con el misterio de su función clorofílica, cumplen la misión para la que fueron creados. Desde que solo eran chaparros en el manchón bellotero del cortijo La Angostura y en la finca Los Salobres.
Eran mi referente. Toda mi vida allí estuvieron y allí las había visto. Eran árboles queridos, su presencia llenaba los campos y ocupaban el lugar donde la naturaleza las puso, hasta que el hombre vino, desconocedor sin conciencia y taló su vegetal existencia poniendo fin a esos tesoros que recorrían tiempos de secular trascendencia.
Descansen en la paz de la tierra, esa que ellas mismas cuidaron, pará comodidad y bienestar del mismo hombre que un día vino a talarlos
[FINAL]
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Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y
Autor del libro ‘El amanecer con humo’