Nos asomamos a una legislatura muy distinta de la que ansiábamos; confiemos, al menos, en que, durante su transcurso, nuestro país no alcance el punto de no retorno.
Como saben, una amarga victoria es una victoria inútil pues en aquella, si bien se gana, no se alcanzan los objetivos anhelados, de modo que, en vez de procurarle alegría a quien la obtiene, lo sume, en cambio, en la sensación contraria. Tal ha sido el triunfo el triunfo del Partido Popular en las recientes elecciones generales, a propósito del cual me voy a permitir compartir con todos ustedes una serie de reflexiones, reflexiones de carácter igualmente amargo porque, tras dichos comicios, en nuestro país, lejos de pasar página como era mi ferviente deseo, se va a añadir un nuevo capítulo, a la manera de epílogo, aún más sombrío que los anteriores. Vayamos con ellas.
En primer lugar, la primacía indiscutible del “voto ideológico” sobre el “voto útil” -entendidos ambos en el sentido del ilustre filósofo español ya desaparecido Eugenio Trías-, esto es, la preponderancia, casi avasalladora, del voto inquebrantable y acrítico hacia unas siglas respecto del voto provisional y meditado a la formación política que, en cada coyuntura, se considera que presenta el programa electoral más adecuado para los intereses del conjunto de la nación. Solo así se explica el hecho de que, superando con creces lo que hay que registrar en el “debe” frente a lo que hay que poner en el “haber” en relación con la actuación del Ejecutivo de coalición ahora en funciones, el socio mayoritario del mismo no solo no haya sido penalizado por ello en las urnas, sino, incluso, levemente reforzado. Huelga decir lo desastroso que resulta el fenómeno en cuestión para la salud del sistema habida cuenta de que, en virtud de aquel, los gobernantes se convencen de que tienen “patente de corso” para hacer lo que crean oportuno, por nocivo que sea, sin temor a sufrir “desgaste” alguno a causa de ello.
En segundo lugar, la pérdida de la credibilidad de las encuestas: en efecto, en esta última cita electoral ha habido dos importantes sondeos, uno a cargo del CIS y otro realizado por el que venía siendo hasta la presente el más prestigioso instituto demoscópico privado de España, que han sobredimensionado, claramente, a la vista de los datos definitivos del correspondiente escrutinio final, las previsiones de intención de voto, respectivamente, del principal partido del Gobierno y del principal partido de la oposición, aumentando así la duda razonable ya existente acerca de la fiabilidad de aquellas. Y es que, ciertamente, más parecen instrumentos para condicionar el sentido de los sufragios que para efectuar un retrato bastante aproximado de las preferencias políticas de los ciudadanos. De esta forma, se insertarían plenamente dentro de esta “era de la posverdad” en la que vivimos y, desprovistas de su carácter científico, no servirían para fundar en ellas buenas decisiones tanto en el marco estricto de una campaña electoral como en el inmediatamente anterior a este. Todo lo cual vendría a dar la razón al clásico -el escritor norteamericano Mark Twain- cuando afirmaba: “Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las grandes mentiras y… las estadísticas”.
En tercer lugar, el papel determinante de la estrategia en la política. En el caso que nos ocupa, una estrategia atinada va a permitir a quien daban “a priori” por desahuciado, el candidato socialista, mantener muy probablemente las riendas del poder y, por contra, una errónea va a impedir seguramente hacerse con las mismas a quien se mostraba previamente ante la opinión pública como el ungido para ello, el candidato popular; acierto y desacierto, en fin, que se resumen del modo siguiente: a diferencia del primero, que, inteligentemente, ha dispensado un trato exquisito y ha respetado el espacio de sus potenciales aliados parlamentarios o de gobierno, el segundo, en un ejercicio de necedad sin límites, no contento con vejarla continuamente, ha pretendido también “fagocitar” a la fuerza política a su diestra en la que solamente podía apoyarse, además de la suya propia, para convertirse en Presidente, de suerte que uno los ha potenciado y el otro la ha debilitado sin beneficiarse demasiado de ello con el resultado que ya conocemos para ambos. Por eso un cada vez más lúcido Juan Carlos Girauta se ha pronunciado con esta rotundidad al respecto: “Entrar en la demonización de tu único socio posible mientras tu adversario pacta con exetarras, golpistas y comunistas bolivarianos es muy bestia”.
En cuarto y postrer lugar, la estupidez crónica del centroderecha español, que emana de una afección aún más profunda: la colonización ideológica de aquel por parte de la izquierda -origen de no pocas de sus desventuras-, lo cual lo aboca inexorablemente a un “proceso de catarsis” si aspira alguna vez, en serio, a retomar el poder central. Como ha señalado el escritor Javier Benegas: “Así, entre unos y otros, el centroderecha sigue siendo un vasto terreno sin cultivar, un desierto poblado por millones de votantes que, como cactus, tratan de sobrevivir conservando un mínimo de humedad en sus cuerpos. El cultivador que cultive ese desierto buen cultivador será. Y quizá, quién sabe, algún día gobierne”.
Termino como empecé. Nos asomamos a una legislatura muy distinta de la que ansiábamos; confiemos, al menos, en que, durante su transcurso, nuestro país no alcance “el punto de no retorno” del que habla el eminente sociólogo e intelectual Emilio Lamo de Espinosa en un reciente artículo suyo, aunque para él, inquietantemente, “puede que la flecha ya haya salido del arco” en esa dirección.
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JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ PALACIOS
profesor de Filosofía y Vocal por Granada
de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAFi)