Tomás Moreno Fernandez: «Reflexiones para el tercer milenio, XX: De las utopías tecnológicas a las distopías (4/4)»

IV. LA RETIRADA DE LA UTOPIA ILUSTRADA. ¿EL FINAL DE LA UTOPÍA?

Desde el siglo XVIII hasta los inicios del XX, la mayoría de los expertos en el pensamiento utópico sostenían que los dos modelos utópicos existentes (el modelo eutópico de las utopías sociales y el modelo Tecnópolis de las utopías científico-técnicas) presentaban una cierta ligazón: se exaltaba la ciencia y sus aplicaciones técnicas, así como una ingenua pero firme credulidad en el progreso, asociando con frecuencia “las esperanzas utópicas” sociopolíticas al avance de ese proceso técnico y “civilizador”. Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XX se fue evidenciando progresivamente la inevitable desvinculación o divorcio entre ambos modelos utópicos. Quizá la mejor manera de caracterizar esa inestable relación o vinculación entre ambas —entre la utopía técnico-científica (Tecnópolis) y la utopía socio-política (Eutopía)— sería la formulación de H. Schlette, que remedaba la clásica de Kant: “La utopía social, concepto sin intuición, es algo vacío; la utopía técnica, que no carece de modelos intuitivos, pero sí de aquel fundamento conceptual que le da sentido, es ciega” (1).

A finales del pasado siglo, era ya una verdad establecida que el tiempo de las utopías sociales y políticas (eutópicas) había pasado, estaba periclitado. En efecto, mientras que en el ámbito científico-técnico las aspiraciones, los deseos, los sueños de las ficciones utópicas habían sido, en cierto modo, realizadas, e incluso cumplidamente superadas, en el nivel político-social, aunque factibles o realizables en la teoría, sin embargo, no había ocurrido otro tanto en implementación práctica (2). Jean Amery, por su parte, consideraba que la utopía social, sustentada por el principio esperanza blochiano (3), tenía una clara tendencia a posponer los modelos técnicos y a orientarse hacia un mundo pre-técnico, un mundo sin instrumentos, mientras que la utopía técnica, que ponía a salvo el principio hybris, extrapolaba todas las posibilidades técnicas empeñadas en el presente, intentando liberar a la esperanza de la posibilidad de la desilusión y dirigiendo sus ojos sin temor hacia un futuro, en el cual el hombre se convertiría en parte de un mecanismo y por ello en un mero instrumento. En una simplificación grosera de los hechos, pero que quizá se acerque a la verdad, podría decirse que el peligro de las utopías sociales se basaba en un milenarismo irracionalista (4), mientras que el peligro de las utopías técnicas residía en un suprarracionalismo que se elevaba hasta lo absurdo.

Las antiutopías del pasado siglo XX – las de E. Zamyatine, de G. Orwell o de Aldous Huxley- revelaron finalmente cómo la utopía, tal y como había sido conceptualizada desde el Renacimiento y desde los inicios de la Modernidad, había fenecido. Se había producido, efectivamente, una caída de los sueños y anhelos utópicos, una verdadera crisis de la utopía (tanto de la utopía socialista como de la utopía de la sociedad industrial capitalista, tanto del modelo eutópico como del tecnopolita). Y esa crisis era, sin duda, pareja a la crisis o declive de la idea o mito del progreso —piedra angular, por otra parte, de la construcción racionalista ilustrada que había sostenido la civilización moderna occidental y que había sido hegemónica en ella durante un par de siglos— y también a la crisis o decadencia de la modernidad, como analizó convincentemente Krishan Kumar (5) en un destacable ensayo.

En efecto, tras la experiencia totalitaria, las dos guerras mundiales, el Holocausto, el Gulag, Hiroshima, las armas nucleares, la destrucción ambiental etc., fue imposible sostener la fe en que el mundo estaba volviéndose mejor y en que, con ayuda de un poco más de ciencia y de tecnología, mejoraría más aún. Los científicos e ideólogos de la modernidad prometieron que su conocimiento liberaría de la guerra a la especie humana y de la escasez al mundo. Pero, en este caso su mentor parecía haber sido el Doctor Frankenstein, en lugar de Francis Bacon, y la utopía había mostrado su otra cara, su verdadero rostro oculto: la mueca trágica de la distopía (6).

Coincidiendo con el diagnóstico de Krishan Kumar, ilustres pensadores españoles (catalanes) Rafael Argullol y Eugenio Trías justificaban así, en los finales del segundo milenio, el desmoronamiento de las utopías de raíz ilustrada:

El mecanismo del Progreso se ha engrasado con las promesas utópicas. Pero éstas han quedado en entredicho. No hace falta insistir en el fracaso de las utopías políticas, tanto de “izquierdas” como de “derechas”. Este fracaso ha ido acompañado de otro, de igual importancia, que concierne a las promesas utópicas alrededor de la ciencia y la técnica. El optimismo ilustrado, reencarnado en el optimismo científico y técnico, había previsto horizontes paradisíacos. Esto se interrumpe a partir de cierto momento del siglo XX. La bomba atómica, Hiroshima y, luego, la amenaza de autodestrucción son el gran golpe. Después se producen toda una serie de fenómenos, desde el deterioro ecológico hasta la aparición de una enfermedad con ribetes de peste negra como el sida, que debilitan, cada vez más, la confianza en la utopía científica” (7).

Pero fue, sin duda, Edgard Morin quien, con mayor concisión, lucidez y dramatismo, certificó tanto la quiebra de la bicentenaria idea de progreso como el fin de la modernidad -y por consiguiente la muerte de la utopía, indisolublemente vinculada a ambos conceptos- al escribir estas palabras:

Nuestra civilización, nacida en Occidente, al soltar sus amarras respecto al pasado, creía dirigirse hacia un futuro de progreso infinito guiado por el progreso conjunto de la ciencia, la historia, la economía y la democracia. Con Hiroshima ya aprendimos que la ciencia es ambivalente; hemos visto el retroceso de la razón y el delirio estalinista adoptando la máscara de la razón histórica; hemos visto que no había leyes en la Historia que guiaran inequívocamente hacia un porvenir radiante; hemos visto que el triunfo de la democracia no estaba definitivamente garantizado en ninguna parte; hemos visto que el desarrollo industrial podía causar estragos culturales y contaminaciones mortíferas; hemos visto que la civilización del bienestar podía al mismo tiempo producir malestar. Si la Modernidad se define como fe incondicionada en el progreso, en la técnica, en la ciencia y en el desarrollo económico, entonces la Modernidad está muerta” (8).

Fotograma de La naranja mecánica

Todo ello explica el que las imágenes del futuro (9) que se han introducido en la conciencia popular a lo largo de todo el siglo XX hayan sido distopías (10): Nosotros (1920), de E. Zamyatin, Un Mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, “1984(1949) de G. Orwell, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, La Naranja mecánica (1962 ), de Anthony Burghes —llevada al cine por Stanley Kubrick en 1971 (11), , con casi la única excepción de alguna utopía psico-tecnológica (eupsiquia) todavía ingenuamente optimista como Walden dos, de B. F. Skinner, de 1948. Antes, en la Modernidad, abierta al futuro y hostil a todo cierre utópico, las utopías decimonónicas se adaptaron con éxito al requerimiento de cambio y novedad: reemplazando los esquemas estáticos, propios de la utopía desde Tomás Moro, con esquemas más abiertos, experimentales y dinámicos, como los instaurados por socialistas utópicos (Owen, Saint-Simon, Fourier, Cabet, Wells) —que trataron infructuosamente de ensayar nuevas formas de convivencia humana, esto es: otras alternativas socio-económicas y políticas de organización social sirviéndose de la ciencia y de la técnica.

Después de la Primera y Segunda guerras Mundiales, sin embargo, como ya hemos mostrado, la “progresista” Modernidad fue severamente puesta en entredicho. Su dinamismo, su apertura, su falta de un sistema general de valores se parecían más a una amenaza apocalíptica que a una promesa emancipadora. Ante esta falla de la confianza en el futuro, también la Utopía se retiró. Su coexistencia con la Modernidad dependía de la confianza en que la razón podría forjar el futuro y, hasta cierto punto, discernirlo. Uno de los rasgos más persuasivos de la Antiutopía del siglo XX fue denunciar esta creencia como un peligroso engaño. Y -lo que fue aún más dañino para las utopías optimistas del pasado- asumió el argumento de escritores antiutópicos como Evgeny Zamyatin, G. Orwell y Aldous Huxley o de teóricos de la Escuela de Frankfurt como Max Horkheimer y T. W. Adorno (12), de que, en la medida en que la razón ilustrada se estaba realizando en el mundo moderno, los resultados que ella acarreaba estaban siendo desastrosos para la humanidad y podrían serlo aún mucho más.

A finales del siglo XX, pocos se habrían atrevido a cuestionar la lucidez y veracidad de este epitafio utópico de Krishan Kumar:

La antiutopía cuya popularidad en nuestro siglo ha sido muy superior a la de la utopía, dio la espalda al presente. Enterró la civilización moderna en nombre de valores y prácticas que habían desaparecido sin dejar ninguna posibilidad de resurgir. Contempló el fin del mundo moderno, fuese en una llamarada de violencia apocalíptica o en virtud de una lenta decadencia acarreada por medio del hastío, sin la esperanza de que la muerte significara, como tantas veces en el pasado, una resurrección. La ley de la entropía, que anunciaba el último agotamiento del universo, pareció finalmente haber extendido su esfera de operaciones a la sociedad humana” (13).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Pensamiento utópico y humanidad concreta, Concilium, nº 75, Mayo, 1972, Madrid, pp. 240-242.

2) Véase H. Marcuse, El final de la utopía, Ariel, Barcelona, 1968.

3) Alusión a Ernst Bloch, autor de Das Princip Hoffnung, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1959 (El Principio Esperanza Aguilar, versión del alemán de Felipe González Vicen, 3 tomos, Madrid, 1977), la obra más profunda y enciclopédica que se ha escrito sobre la utopía y el espíritu de utopía.

4) J. Amery: Gewalt und Gefahr der Utopie, en Widersprüche, Stuttgart, 1971, p. 96 (cit. en H. Schlette, op. cit., pp. 240-241).

5) Krishan Kumar, El Apocalipsis, el Milenio y la Utopía en la actualidad, en Malcolm Bull (compilador), La teoría del Apocalipsis y los fines del mundo, Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 233-260.

6) Y es que toda utopía lleva como adherida su sombra: una contrautopía; todo paraíso evoca su respectivo infierno. Frank E. Manuel considera que “la antiutopía no fue un invento de A. Huxley y Yevgeny Zamyatin realizado en el siglo XX: La Asamblea de las mujeres de Aristófanes fue contemporánea de la República de Platón (…); la utopía de Moro dio pie a las más diversas burlas y parodias; y en más de una utopía nos encontramos con algún diablillo maligno dispuesto a dar al traste con todo”. Todas esas intrusiones y utopías satíricas, o las que se ha dado en llamar distopías o antiutopías, no se pueden excluir enteramente de un examen serio de la cuestión: ”Si en el fondo de toda utopía late una antiutopía —el mundo real visto a través de los ojos críticos del fabricador de la utopía—, también se puede decir inversamente que en el fondo de toda distopía late una secreta utopía” (Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel El pensamiento utópico en el mundo occidental, tres tomos, Taurus, Madrid, 1981, tomo 1º, p. 20).

7) Rafael Argullol y Eugenio Trías, El cansancio de Occidente, Destino, Barcelona 2003, pp. 43-44.

8) Edgard Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 85-86.

9) Sobre las utopías negativas o distopías véanse: Peter Sloterdijk, La Utopía ha perdido su inocencia, entrevista con Fabrice Zimmer, Magazine Litteraire, mayo 2000; Ángel Rodríguez-Kauth, Razones del discurso antiutópico, Universidad Nacional de San Luis, Argentina, en la Revista Utopía y Praxis Latinoamericana, nº 4/6, Venezuela, 1999; Estrella López Keller, Distopía. Otro final de la utopía, Separata de la “Revista Española de Investigaciones Sociológicas” nº 55, Julio-septiembre,1991; Juan López Morillas, Sueños de la razón y la sinrazón: utopía y antiutopía, Sistema, nº 5, Madrid, abril, 1974; W. H. G. Armytage, Visión histórica del futuro, Península, Barcelona, 1971.

10) También denominadas como cacotopías, utopías negativas, antiutopías, contrautopías o distopías. Distopía: proyección al futuro de los rasgos negativos del presente sobrevalorados; macabro espejo de aquello en que podrían convertirse nuestras sociedades o nuestra civilización si no se pone freno a alguna de las tendencias a las que apuntan. La distopía ve el futuro como portador de una amenaza, exactamente como la utopía ve el espacio todavía no explorado y el mañana anhelado como una esperanza.

11) Todas se asemejan en dos aspectos fundamentales: las denuncias del despotismo estatal y del totalitarismo y el rechazo de la tecnologización deshumanizadora. Su objetivo: alertarnos de la posibilidad de que lo que pronosticaban venga a cumplirse inexorablemente, confiando en que al mostrar el lado más oscuro y terrible de estas sociedades -en apariencia perfectas- se impedirá su cumplimiento.

12) Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 2003.

13) Krishan Kumar, op. cit., p. 248. Sobre el final de la utopía véase: Tomas Moreno “De la utopía al milenarismo”, en Ángel Valencia y Fernando Fernández Llebrez, La teoría política frente a los problemas del siglo XXI. Manuales de Ciencias políticas y sociología, Universidad de Granada, 2004, pp. 201-210.

 

 

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