Vergüenza ajena

Es también la conquista del extranjero adorador de nuestro clima que se deja llevar por la esplendidez del sol a costa de adoptar el color del salmonete

Ciento cuarenta y ocho kilómetros nos separan del idilio, de dejar la mente en blanco, de entrar en un coma vacacional. El primer traspiés nada más llegar: confundimos la entrada del parking con la salida así que no podemos entrar. Primera disculpa de la recepcionista por no habernos informado.

Bajo un sol de justicia, ocupamos nuestra habitación, lo supervisamos todo: baño, cama de matrimonio y un balcón que da a una piscina comunitaria. El agua presume de un azul que invita tanto al baño como a darse a la bebida sin gas. Si miras al cielo, este parece un océano invertido. Desde esa altura podemos parecer individuos díscolos reacios al medio acuático pero nosotros vemos dicho espacio como un plató de televisión que representa las vacaciones perfectas: piscina, tumbonas, chiringuito, sombras refrescantes y una tranquilidad que podría domesticar al mismo león que durante tantas décadas encabeza las películas de Metro Goldwyng Mayer. En cambio, a estas horas, estamos pensando más en la amplia habitación que se adivina justo al lado: el comedor. Es esta otra playa más sofisticada donde los inquilinos broncean sus cuerpos hacia adentro y apuran las horas de apetito con suculentos menús de todas las variedades imaginables pero a las que les falta su punto de sal.

Saliendo de nuevo al exterior, tenemos ante nosotros un panorama desolador: la soledad de la sobremesa. Haciendo caso omiso a esa máxima que nos define (haz todo lo contrario a lo que se recomienda), todas las hamacas están ocupadas pero desocupadas: ocupadas por toallas pero desocupadas por los dueños de las mismas. En cambio, es nuestro momento de suerte y localizamos dos libres que no tardamos en arrimar a una enorme sombrilla con su mesa de plástico donde colocar refrescos. Tomamos posiciones como si hubiésemos conquistado la luna. Pero nuestro espíritu de exploradores es mucho menos ambicioso; nos conformamos con un baño en la solitaria piscina y secarnos en la barra del chiringuito con dos buenos cafés con hielo, discretos icebergs que dan tregua a un sol insoportablemente sofocante.

Nos percatamos de que es un espacio de relax prototipo de cualquier hotel costero: familias que admiten todas las combinaciones habidas por haber: matrimonios y parejas, abuelas con nietos, padres con hijo único, amigos… Es también la conquista del extranjero adorador de nuestro clima que se deja llevar por la esplendidez del sol a costa de adoptar el color del salmonete. Sin duda, es el tono de moda entre quienes nos visitan desde otras latitudes.

Y he aquí la escena que nunca falta y siempre reprochable: un matrimonio entrado en años recrimina con las peores formas posibles a su hija de apenas nueve años. Hubo un tiempo en el que las regañinas quedaban entre las cuatro paredes de casa. Si él se desentiende hablando con amigos «sacando barriga» de sus inmejorables días de descanso, ella se ceba en la pobre criatura que tiene que pagar con malas palabras el haber disfrutado de la piscina sin permiso de sus progenitores. A las bravas parece que la joven lo tiene todo perdido. Como si acaso el aburrimiento fuera una enfermedad, creerían que esta iba a estar adosada a ellos mirando perpleja y silenciosa el cielo azul que sigue pareciendo un océano invertido.

José Luis Abraham López

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Comentarios

Una respuesta a «Vergüenza ajena»

  1. Realmente bueno. Sí, José Luis, tienes ese duende que se necesita cuando de escribir estamos hablando.Felicidades.

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