Tal vez siempre he sido más crédulo de la cuenta y por eso he ido asumiendo una serie de verdades que, décadas después, se han convertido en el gran engaño de mi vida.
Fui muy precoz en la lectura de prensa y, a los ocho o nueve años, encontraba cada día un momento para leer el ABC que Juanele, un gitano ilustrado conocido de mi padre, llevaba a casa. Lo leía porque me gustaban las columnas de César González Ruano, que secretamente imitaba en los recetarios de la consulta de mi padre y siempre abrigué la idea de estudiar periodismo.
El hecho es que me llegaron las especulaciones de pensadores de aquí y allá, y todas hablaban de la sociedad que íbamos a encontrar en el futuro, ese futuro que hoy es ya presente o incluso pasado reciente: íbamos a gozar de una sociedad del ocio, pues las máquinas sustituirían muchas horas del trabajo de los seres humanos, que podrían disfrutar de un abundante tiempo libre y cultivar aficiones (se les llamaba hobbies). Como las empresas iban a tener unos beneficios astronómicos, los productos estarían al alcance de cualquier economía. El turismo se nos presentó como una forma de contactar con la cultura y la gente de otros países, algo que, nuevamente, nos enriquecería y abriría nuestras mentes, bien cerradas por el modelo único que el franquismo nos ofrecía. Los viajes iban a ser una buena terapia para los jubilados prematuros, que gozarían de pensiones muy dignas, como ya se veía hacer a los turistas mayores que visitaban las calas de nuestras costas y usaban bikinis nunca vistos en nuestro casto país. La sociedad iba a ser cada vez más justa, igualitaria y democrática, no en vano habíamos aprendido la experiencia negra de dos guerras mundiales, una guerra civil y una larga dictadura.
La prensa, mi familia, lo que nos enseñaban los profesores y los curas, el ambiente social en el que me formé, todo ello dibujaba ese futuro tan llamativo y prometedor que mi credulidad asumió como una verdad axiomática, para ahora caer en la cuenta de me engañaron como a un párvulo. Tal vez siempre he sido más crédulo de la cuenta y por eso he ido asumiendo una serie de verdades que, décadas después, se han convertido en el gran engaño de mi vida. Crédulo de mí, asumí esa moderna Utopía en que vivir estaba lleno de ventajas y vistosos futuribles: solo tenía que esperar unas décadas, que pasarían en un santiamén.
Pero esas décadas han ido pasando y las promesas de prosperidad y dicha resultaron ser un gigantesco embuste: hemos pasado de la Guerra de Vietnam de mi adolescencia a las salvajadas de Yugoslavia, Ucrania o Gaza; de las jubilaciones anticipadas a las retrasadas; de las pensiones generosas, a la duda y a la teórica necesidad de recortar lo que siempre entendimos como un derecho legalmente adquirido y pagado durante décadas; la deseada democracia de mi juventud llegó, pero ha resultado algo muy distinto de lo que esperábamos, pues parece que el electorado cuenta muy poco y que lo importante es el juego aritmético del reparto del poder entre los partidos; la justicia se ha convertido en una mascarada al descarado servicio de unos u otros; lo que fue conquistándose año tras año (libertades, sistemas sanitario y educativo universales, los servicios públicos…), está en riesgo apenas unas semanas después del asentamiento del trumpismo y sus variantes locales (Meloni, Milei, Ayuso; Orban…); la verdad es hoy un juego siniestro de postureo, manipulación y cinismo y la Judicatura se presta a las bromas siniestras de la extrema derecha. Los valores de aquel futuro eran valores escritos siempre con mayúsculas que parecían cinceladas en materiales resistentes e irreductibles (Verdad, Prosperidad, Justicia, Democracia, Paz. Igualdad, Libertad…), aunque resultaron mayúsculas de guardarropía, valores desechables al primer soplo. Nuestros hijos y nietos no tienen acceso a la vivienda, ni un trabajo estable ni un futuro definido, ni una esperanza. Hace solo unos años nos escandalizaba el término «mileurista», hoy asumido del todo como una indudable ventaja.
Un magnate americano, cuando hace unos años se le preguntó si creía en la persistencia de la lucha de clases, afirmó rotundamente que sí, que la habían ganado ellos. Y se ve que la ganaron por goleada. Se le llama neoliberalismo y el futuro que se vislumbra apesta: la motosierra de Milei, los protocolos de la vergüenza de Ayuso, el desmantelamiento sistemático de lo público ya no se oculta ni les produce vergüenza. Hemos vivido los últimos coletazos de un orden mundial que se ha trocado en desorden (Trump deseando los minerales raros ucranianos a cualquier precio, Gaza convertida en un resort, Groenlandia para Trump… se barajan ideas que solo hace unas semanas habrían producido sonrojo).
Yo contaba con una vejez marcadamente social y me encuentro con una sociedad donde se abandona a los más débiles y donde los únicos valores que cuentan son los de Bolsa. No debemos escandalizarnos si nuestros hijos y nietos se dedican a vivir el presente sin mayores planteamientos. Solo les vamos a dejar en herencia un puñado de valores falsos y sueños rotos. No hemos sabido hacerlo mejor.
(Nota: Este artículo de Alberto Granados se ha publicado en la pág. 27 de la edición impresa de IDEAL, correspondiente al viernes, 14 de marzo de 2025)
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