Leandro García Casanova: «Leandro, veinte años de fotografías»

 

Fue mi padre quien me transmitió el amor por la fotografía, de manera que, de vez en cuando, envío fotos al periódico ‘GranadaDigital’ y a algunas revistas de la provincia. En la oscuridad de su singular laboratorio, se pasaba las tardes y, a veces, hasta las noches enteras revelando fotos, sobre todo al comienzo de cada curso escolar. Enfocaba la imagen de la película sobre el papel blanco de Valca, durante unos segundos, y luego lo sumergía en el líquido transparente de una cubeta. Con siete años, yo me quedaba alucinado al ver cómo iban apareciendo, lentamente, las figuras de las personas. Era como si una mano invisible fuera trazando aquellas oscuras imágenes, algo parecido a lo que le ocurría al travieso ‘Toto’, en la cabina de proyección de la película ‘Cinema Paradiso’. Aquel laboratorio de fotografía –armado con tablas de madera y recubierto con sacas de Correos, y del que he conservado la ampliadora– ejercía una gran fascinación sobre mí, porque allí estaba encerrado todo el misterio de la fotografía. Luego, mi padre ponía las fotos en un cristal enmarcado y, una vez secas, yo las recortaba con la cizalla. Él guardaba siempre los carretes de los negativos en unas cajas de aluminio redondas –parece que las estoy viendo–, pero, al final, se perdieron todos.

Quedaron las fotos de época, de los años 60 y 70, como aquellas postales con los paisajes de Castilléjar y los retratos de personajes inolvidables; de bodas, entierros y bautizos, del cementerio viejo y del altar mayor, la ermita de Santo Domingo; las cuevas, los almiares, las silenciosas procesiones de Semana Santa y las solemnes del Corpus, con el cura bajo palio; comidas y bailes en el campo, niñas con sus trajes regionales y posando con la maestra, equipos de fútbol, jóvenes cantando y sonriendo, los altares del Corpus… En fin, todo aquel mundo rural de entonces, con sus miserias, pero allí fue donde nos criamos en medio de privaciones. Recuerdo que le dejé a Jesús Martínez –un amigo de mi padre– cuatro o cinco de las mejores postales, pero falleció en 1990 y ya no supe más de ellas. Pero ha quedado una colección de 59 fotos, ‘Castilléjar, en blanco y negro’, donde mi padre ha logrado reflejar el alma sencilla de las gentes de entonces, así como aquellos pintorescos paisajes rurales. En fin, toda una época.

Mi padre se dio de alta, como fotógrafo, en enero de 1963 –contaba entonces 43 años, aunque hacía fotos desde mucho antes–, como indica el impreso de ‘Licencia Fiscal del Impuesto Industrial’ que conservo. En la actividad a desarrollar, dice lo que sigue: “Fotografía al aire libre por calles y locales provisionales y barracas”, y el lugar, “donde desarrollará la actividad, en Castilléjar, calle Rosario Ambulancia”. Esta palabreja habrá que interpretarla como ‘fotógrafo ambulante’, según nos recuerda Ramón y Cajal. El ingreso que mi padre tuvo que efectuar a Hacienda, por darse de alta en 1963, fue de 171,60 pesetas. También conservo varios sellos de fotos, donde pone, en forma de círculo: “Leandro García, fotógrafo, Castilléjar (Granada)”. Tengo también su tarjeta de identidad, número 74, “del redactor corresponsal en Castilléjar del Diario Patria, de 4 de diciembre de 1953”, aunque lo suyo no fue precisamente escribir crónicas para el antiguo periódico de la Falange, con su mancheta del yugo y las flechas en la portada. Otro carné que conservo es del Cuerpo de Correos –los antiguos carteros rurales–, expedido en Madrid, en mayo de 1962, cuando el sueldo que percibía era de 19.399 pesetas al año, entonces Castilléjar contaba con 3.750 habitantes, tres veces más que hoy. El Estado tenía a los carteros rurales abandonados a su suerte, y les pagaba con el dinero que recaudaba de los sellos. Otro documento de mi padre es la ‘Tarjeta de Identidad Postal’, expedida en la oficina de Correos de Huéscar, en noviembre de 1946, cuando los años del estraperlo, de los piojos y de la pertinaz sequía.

En la introducción de mi libro ‘Diálogos en la Tierra de los Ríos’, escribí lo siguiente: “También quiero tener un recuerdo para Leandro –mi padre–, el cartero metido a fotógrafo que nos legó esa memoria gráfica, un inolvidable álbum de fotos que recoge toda una época. Son memorables las del ‘Tonto Gitano’ y de Roque ‘Pum’, y a mí se me caen las lágrimas cuando observo a estos dos mendigos al cabo de los años. También hay que destacar la foto de Pedro ‘el de las Ollas’, las mujeres lavando en el río y tantas otras. Donde hubiera una fiestecilla, una boda, un bautizo o un entierro, allí que estaba Leandro con su máquina de fotos en ristre. Aunque él nunca fue consciente de la importancia que iban a tener aquellas simples postales, que revelaba en su pintoresco laboratorio”. En fin, todavía recuerdo aquellos ‘bailazos’ –esta palabra la decía Dolores Mañas ‘la Manca’– que se montaban en Los Olivos, en Los Carriones y en el Cortijo del Cura, que nada tenían que envidiar a los bailes que se formaban en Castilléjar. Pues bien, allí se tiraba mi padre casi todo el día, el tiempo que hiciera falta, aunque siempre había alguien que le decía “Leandro, vente a comer a mi casa”.

Los dos retratos del Citroën de dos caballos –era del maestro, don Jesús Carricondo–, uno a la altura de la casa de Pepe, el herrador, impresionan al ver aquella carretera de tierra a la entrada del pueblo, o las instantáneas de aquellas plazas de toros, montadas con palos cruzados, donde la gente se encaramaba donde podía, mientras que los niños nos metíamos entre los maderos y no pasaban más cosas porque Dios no quería. O las fotos de esos jóvenes toreros –Juanito Gimeno era el más famoso, entonces–, más bien maletillas, que iban por los pueblos jugándose el tipo con aquellos marrajos, que no eran peores que los empresarios taurinos que los explotaban, como hizo el ‘Pipo’ con ‘el Cordobés’. Titulé la foto ‘Tarde de toros’, y escribí al pie de ella: “Apretujados sobre el carromato de un tractor, sonríen un puñado de jóvenes, casi todos ellos con el pelo echado hacia atrás”. O bien, esta otra donde, los almiares y las chimeneas de las cuevas se alzan sobre el horizonte.

Un multitudinario entierro, a su paso por la antigua Plaza del Caudillo, donde no falta ningún hombre del pueblo, porque, en la pobreza, la gente siempre fue más solidaria. La foto de Roque ‘Pum’ es antológica, pues revela toda la miseria en el rostro y en el ropaje de aquel mendigo bufón: su aspecto envejecido, su cara de borrachín, la chaqueta raída y, sobre todo, la postura altiva que adopta. ¡Gracias, Roque! Como si fuera una metáfora de la vida, se ve detrás del mendigo, en las escaleras de la Cruz de los Caídos, un ramo de flores marchito. La foto de las mujeres lavando en el río –mi madre bajaba todas las semanas con un barreño de ropa– es antológica. Entonces, el río Guardal tenía tanto caudal como el que hoy lleva el río Castril.

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Otra imagen, hoy desaparecida, fue el sencillo altar mayor de la iglesia de la Purísima Concepción, con las columnas salomónicas y las paredes pintadas de flores. Lo mismo ocurrió con los caños y el abrevadero, que estaban situados debajo de Plaza Nueva, y tantos otros paisajes de la infancia que ya no veremos. En el antiguo barrio de Los Evangelistas se veían algunas casas, pero la mayoría eran cuevas con su eras y almiares, como si fuera un barrio morisco. La foto de ‘El motocarro del Capagatos’ es de las que hacen época, con doña Natalia, aquella maestra simpática y amable de Los Carriones –con su pañuelo anudado en la cabeza y sentada con otras dos mujeres, en sillas de anea, dentro del remolque–; también aparece mi madre y varios niños que estábamos por allí.

No desmerecen nada, la foto de Quico Porras con su gorra de visera, sentado en el poyo de la Cruz de los Caídos, y la de los niños jugando a la pelota en las Casas Baratas. En otras imágenes vemos a los miembros de la Hermandad de Ánimas con sus instrumentos alegrándonos la Navidad, o las viejas escuelas de la calle del Agua, que entonces era el Colegio Graduado de Niños ‘Francisco Franco’; las niñas del curso de doña Carmen, posando con sus uniformes en las escaleras del antiguo Ayuntamiento; ‘el Encuentro’ del Domingo de Resurrección, donde casi todo el pueblo ha salido retratado detrás de la Virgen; la pequeña imagen de la Virgen de Lourdes, en Los Carriones, rodeada de los feligreses; la vieja ermita de Santo Domingo; las fervorosas procesiones de la Virgen del Rosario y del Nazareno; la juventud de entonces –que hoy anda por los sesenta años–, tocando el acordeón y la batería; las fotos de cuando nuestros padres pasaban la festividad del 18 de julio en La Bota, o comiendo en las alamedas; los equipos de fútbol de los sesenta y setenta; las niñas ataviadas con los trajes típicos, delante del altar en el Día del Corpus…

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Recuerdo que mi padre tenía una pequeña sábana, que colocaba en la pared, y luego, alzando la mano izquierda, decía al agraciado: “Sonríe y mira hacia aquí”. Además de ser el único fotógrafo de Castilléjar, era cartero y vendía tebeos, novelas, relojes… En fin, un buscavidas que siempre estaba haciendo algo, pero el reloj de la vida se le paró demasiado pronto, porque murió en 1977, de cáncer de estómago, con cincuenta y ocho años de edad. Maricruz, una prima de mi padre, descubrió en mi libro una foto inédita de su hermano –falleció joven, entrando a Galera con la moto–, que se encontraba encaramado en los palos de la plaza de toros. Maricruz me llamó por teléfono y le envié la foto a Valencia y, agradecida, me hizo un regalo un tiempo después: “Llevo un año con la foto en la cartera, para dártela”, me dijo. En la instantánea aparezco, con dos años, al lado de mi padre y de mi hermana. Nunca me había visto tan natural y con esa cara de estar en el limbo. La foto tiene más de medio siglo y está nueva, pero ya digo que esto es un mundo de emociones, sensaciones y vibraciones. O como aquella viuda que me dijo, señalando a la pared: “Esta foto nos la hizo tu padre, cuando nos ‘casemos’”. Por eso, cuando miro estas fotos en blanco y negro, hasta en los más mínimos detalles, me traen demasiados recuerdos y me siento transportado al tiempo de mis padres y abuelos, a mi infancia y, en definitiva, a ese mundo de los años sesenta y setenta, ya desaparecido y superado, donde la miseria y las penurias se daban la mano. A diferencia de hoy, donde nadamos en la abundancia y hasta somos más orgullosos.

Sin embargo, con las fotografías antiguas que se han conservado recuperamos en parte la memoria histórica de Castilléjar. La mayoría de los castillejaranos –la generación de nuestros padres y abuelos– ya no están para contarlo, pero no debemos olvidar que, el bienestar que disfrutamos hoy, en gran parte se lo debemos a ellos.

Recogido de mi libro ‘Artículos del Altiplano y de Granada’

Posdata: Antonio Sánchez Guijarro ejerció bastantes años de maestro en Castilléjar y, hace un año, me contó esta anécdota: “Un día les pregunté a los niños de mi clase qué querían ser de mayores y cada uno me iba diciendo una profesión, pero Evaristo, un niño que andaba con muletas, me contestó, ‘Yo quiero ser Leandro’, como diciendo que quería ser fotógrafo”.

Leandro García Casanova

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Redacción

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Comentarios

2 respuestas a «Leandro García Casanova: «Leandro, veinte años de fotografías»»

  1. Elisa Sampelayo

    !Qué honor es tener raíces que brotan del la pasión por la cultura y el arte de la fotografía! ¡Qué orgullo es que alguien de tu familia deje tan importante legado !

  2. Acabo de ver tu comentario de casualidad, Elisa, seis años después. En 2020 publiqué el libro ‘Leandro: Castilleja de los Ríos en blanco y negro’, recopilando las fotografías de mi padre, como un homenaje a él.

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