Un 20 de noviembre de 1959 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó la Declaración de los Derechos del Niño. Hoy se cumplen, por tanto, 61 años de aquel trascendental día en que su Asamblea General propuso unos principios básicos para mejorar la situación de los niños y niñas en el mundo.
Se abría de este modo su reconocimiento legal y la necesidad de su especial protección. Una atención puesta en la vulnerabilidad de la infancia que, fruto de su creciente interés y preocupación, incluso cinco años antes y en esa misma fecha, ya se habría venido recomendado con la celebración de un Día Mundial de la Infancia, con el “objetivo de promover la fraternidad y la armonía entre todos los niños del mundo, además de proteger su bienestar”.
Con la Convención de los Derechos del Niño, del año 1989, se dará un paso más. Pues, el nuevo acuerdo entre países, establecerá, ahora sí, una serie de derechos concretos, “incluidos los relativos a la vida, la salud, la educación, y el derecho a jugar, a la vida familiar, a estar protegidos de la violencia, a no ser discriminados y a que se escuchen sus opiniones”. Un nuevo texto normativo que se establecería con carácter obligatorio y vinculante para todos los firmantes del mismo. Así, España, junto a otros 19 países más, aprobará y firmará el tratado al año siguiente. En la actualidad, gozosamente, es uno de los acuerdos internacionales más ratificados por los distintos Estados del planeta. Su estricto cumplimiento ya es otra cuestión e incluso sorprenderá que uno de los países más desarrollados y poderosos aún no lo ha suscrito: los Estados Unidos.
En este Día de la Infancia no he podido sustraerme a la tentación de incluir en este artículo una de las imágenes de la Colección Fotográfica “José Romero” que se encuentra en el Archivo Histórico Provincial de Granada. Una serie de fotografías de los pueblos de la comarca del Marquesado del Zenete que fueron tomadas a inicios de los años sesenta del pasado siglo XX. Es decir, coetáneas del momento histórico en que la ONU aprobaba los diez fundamentales principios que, progresivamente, darán pie al amplio reconocimiento de los derechos de los infantes. Algunas fueron publicadas en los medios gráficos de la época, como Granada Gráfica, y otras, como la que nos ocupa, al parecer no lo fueron nunca. Hasta la reciente adquisición del conjunto de fotografías por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía.
La instantánea elegida, que constituye todo un documento etnográfico de primer nivel, puede ser tomada como un retrato colectivo de la infancia de mi pueblo natal en esos momentos. En la misma, y ajenos a tales vicisitudes, se puede ver a un numeroso grupo de niños y niñas que se arremolinan curiosos ante la presencia furtiva del fotógrafo. Se encuentran en plena calle; su espacio vital, entonces. El espacio concreto de confluencia lo encontramos entre el callejón Estrecho y la calle Balsones. Una vía, esta última, que, aún sin asfaltar, debía su nombre al irregular firme de tierra –y piedras– al que las lluvias ocasionales propiciaban la formación de embalses o charcos de agua y barro que podían durar días o semanas.
En la misma, como en toda fotografía, un momento de la fugacidad de la vida quedó detenido y atrapado por la cámara. Un instante que hoy, seis décadas después, nos ayuda a complementar lo guardado por nuestra memoria selectiva –que, como sabemos, sabiamente elimina los episodios más inhóspitos e ingratos almacenados en nuestro cerebro–. La imagen queda enmarcada dentro de un conjunto irregular de volúmenes de altas paredes encaladas, ventanas pequeñas y altivas chimeneas. A su izquierda los franquea un carro de labranza que –con sus ruedas de hierro, sus redes para el acopio de las mieses e incluso el yugo que uniría los bueyes para el tiro– casi oculta al asno (o mulo) amarrado detrás del mismo. En el centro se sitúan, en muy poco espacio, casi una treintena de niños y niñas de edades diferentes; casi todos con pantalón corto y frágiles calzados. Entre ellos también se encuentran una mujer adulta, que sonríe confiadamente, y dos ancianos que permanecen serenos y sentados en el tranco de la puerta o sobre una de las grandes piedras, a modo de poyo. A la derecha de la foto localizamos, algo más desplazada del grupo, a una de las niñas, que posa aferrada a una de las escasas fuentes que podían abastecer de agua potable a la población. Frente a ella nos llama la atención el aparatoso vendaje en la cabeza de uno de los críos. Indicativo, tal vez, de los accidentes y enfermedades que les asaltaban con frecuencia.
Una imagen que, en su conjunto y tamizada también por el irrefrenable peso de la nostalgia, nos expresa el inmenso regocijo de una etapa en la que nunca debió faltar la alegría y el juego con los amigos, la cohesión familiar y vecinal y el cariño de nuestros padres. Pero, a su vez, dentro de la hondura de un pasado –y un presente– gris y desangelado; por la terrible falta de recursos que amparaban la desigualdad y la pobreza de un país subdesarrollado. Bajo una dictadura en la que quedaban siempre patentes: el abandono escolar, el trabajo prematuro de los chicos y chicas, las carencias en la atención sanitaria, los nulos estímulos culturales y los huidizos sueños que solo dejaban asomar un prometedor porvenir. Ese era todo nuestro mundo de entonces. Y, desgraciadamente, lo sigue siendo hoy día para muchos niños y niñas indefensos y desfavorecidos del planeta. Como lo éramos nosotros entonces.
Una consideración legal hacia la infancia, esta de 1989, que, como vemos, llegaba demasiado tarde (casi a finales del siglo XX) –y no a todos los lugares–. Ya nos podemos imaginar que durante la mayor parte de historia de la humanidad el bienestar de los más pequeños no ha gozado de una especial salvaguarda. En ocasiones serán tomados por “adultos en miniatura” y, en otras, casi nunca serán tenidos por personas poseedoras de unos derechos intrínsecos y particulares. Así, junto a su invisibilidad, siempre aparecerán como víctimas propiciatorias del sufrimiento y la violencia. Especialmente en momentos de crisis: explotación laboral –recordemos los agotadores horarios de trabajo y los exiguos salarios que les traerá consigo la Revolución Industrial–, los abandonos, la crueldades, los castigos y los abusos, la participación (voluntaria o no) en los conflictos armados –recordemos como el propio origen de la palabra infantería ya nos denota su utilización en primera línea de las guerras– y todas las miserias humanas.
Hoy, en este aniversario de la Declaración de los Derechos del Niño, les hablaré a mis alumnos y alumnas de su importancia y les daré voz en sus propuestas por un futuro mejor para toda la infancia. Como colofón final de las actividades, juntos participaremos en un carrera solidaria. Evento que, desde hace ya bastantes años, se organiza en mi colegio, –igual que en miles de escuelas– junto con la ONG Save the Children. Organización que, precisamente, fue fundada hace más de un siglo por la maestra Eglantyne Jebb. Una joven activista británica que, ante los horrores causados por la I Guerra Mundial en la infancia, promovió la idea de que todos los niños y niñas del mundo pudiesen tener los mismos derechos. Iniciativa que acabó convirtiéndose en la Declaración de Ginebra, de 1924, que, a su vez, será la base de la Declaración de los Derechos del Niño que hoy conmemoramos. Así, con esta competición lúdica y deportiva –este año tomando especiales medidas de seguridad–, ellos y ellas, además de su esfuerzo físico, pondrán a disposición de otros niños y niñas (que lo siguen necesitando) sus altruistas y generosas aportaciones; dirigidas a la consecución de sus derechos más básicos.
Terminaré estas líneas recogiendo y haciéndome eco de la última estrofa de la canción: Esos locos bajitos, de Joan Manuel Serrat. Versos que, aunque dirigidos al crecimiento y maduración de los hijos, me gustaría hacerla extensiva al desarrollo de la infancia y su feliz tránsito hacia la vida de adultos: Nada ni nadie puede impedir que sufran/ que las agujas avancen en el reloj,/ que decidan por ellos, que se equivoquen,/ que crezcan y que un día/ nos digan adiós.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘
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