Tomás Moreno: «Fiesta, violencia y crueldad»

(En homenaje y reconocimiento a un futbolista genial, a una gran persona: Vinicius)

Sin crueldad no hay fiesta”, afirma Nietzsche en el parágrafo 6 del segundo tratado de su obra La genealogía de la moral, recordándonos con su agudísima penetración psicológica cómo no cabe imaginar fiestas populares o ceremonias festivas sin el ingrediente de la crueldad o de la violencia. “La crueldad constituye en alto grado”, concluirá el filósofo germano, “la gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se halla añadida como ingrediente de casi todas las alegrías” (1).

También Octavio Paz, el gran poeta y pensador mexicano (en “Todos los santos, día de muertos” en Los signos en rotación), ha visto una profunda relación entre la fiesta y la violencia, la destructividad y la muerte (2). Algo en lo que todos los grandes expertos y tratadistas de tema de la “fiesta” —desde R. Guardini, J. Huizinga, H. Rahner, H. Cox, hasta L. Maldonado, J. Moltmann, G. Martin o R. Callois— han coincidido en subrayar, poniendo de manifiesto el carácter ritual, sacrificial de la misma y recordándonos que la fiesta no es más que una preparación para el sacrificio que señala a un tiempo su paroxismo y su conclusión.

Las más recientes investigaciones antropológicas, etnológicas, sociobiológicas y etológicas parecen confirmar las intuiciones de Nietzsche y de los autores antes citados sobre esas inquietantes vinculaciones entre fiesta y violencia sacrificial, destructividad y y crueldad. En efecto, la existencia, en las más antiguas y diversas culturas del mundo, de espectáculos festivos populares crueles y violentos es un hecho constatable y documentable en los libros de historia. Por sólo referirnos a la sociedad occidental nadie puede cuestionar, como apunta el antropólogo norteamericano David P. Barash, especialista en psicología y zoología de la Universidad de Washington (capítulo 7 de La liebre y la tortuga, “Agresividad, asesinato y guerra”), que en ella desde tiempos inmemoriales se han celebrado espectáculos festivos tan crueles como las luchas de gladiadores, el circo romano, las crucifixiones, ejecuciones públicas y las quemas de herejes en los autos de fe de las distintas inquisiciones católicas y protestantes (3).

Grabado de la serie Los Caprichos de Francisco de Goya

La razón última de la existencia de los mismos puede ser la creencia de que la experiencia indirecta de la agresividad pudiera tener un efecto catártico —como el concepto aristotélico de la tragedia griega— capaz de hacer que el espectador descargue la energía y la rabia acumuladas, haciendo así posible que la gente se sintiera menos dispuesta a amenazar a la sociedad con la violencia directa. A parecida conclusión llegó desde otros supuestos científicos el famoso antropólogo francés René Girard en una de las obras que más profundamente han conmocionado el panorama de la antropología cultural de las últimas décadas: nos referimos a La violencia y lo sagrado (1972). Según Girard la violencia insatisfecha acumulada en un grupo social, busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio sobre la que proyectarse, un chivo expiatorio, inocente, vulnerable, al alcance de la mano que atraiga las iras de la sociedad o del grupo social. Esta actitud para proveerse de objetos de recambio para canalizar la agresividad reprimida, represada, no está, curiosamente, reservada a la violencia humana (4). Konrad Lorenz, el gran zoólogo austriaco, habla, desde la perspectiva etológica, de un determinado tipo de pez, al cual no se le puede privar de sus adversarios habituales, sus congéneres machos, con los cuales se disputa el control de un cierto territorio sin que dirija sus tendencias agresivas contra su propia familia y acabe por destruirla. Con ello queda probada la necesidad del animal de disponer de una víctima vicaria para proteger su violencia/agresividad de los seres con quienes convive e instintivamente tiene que proteger (5).

Esa es la razón de que, en el ámbito de la fiesta, del rito o de la ceremonia sacrificial humana algo semejante acontezca eligiéndose una víctima animal —cuya muerte importa menos o no importa en absoluto— y que figure como doble de la sociedad humana, para que tenga lugar esa necesaria satisfacción diferida, vicaria, desviada de la agresividad social reprimida. Los datos etológicos muestran que la víctima sacrificial siempre es una criatura inocente — que nada tiene que expiar, sin culpa alguna— que paga por algún culpable. De lo que se trata es de engañar a la violencia social refrenada o contenida con una víctima de recambio, indiferente y “sacrificable”, cuyo sacrificio no comporte la menor amenaza para la unidad y cohesión del grupo social.

Caperucita roja

Ocurriría, en fin, algo parecido a lo que acontece en el plano de la ficción con los ogros, lobos o dragones de los cuentos de hadas que se nos presentan engullendo vorazmente un gran pedrusco en lugar del niño que deseaban devorar. René Girard rechaza así la vieja hipótesis sacrificial que suponía que el dios o los dioses reclamaban víctimas propiciatorias, ceremonias cruentas para apaciguar su cólera y, en su lugar, opone esta otra interpretación del sacrificio como violencia de recambio, sustitutoria o una especie de transfert colectivo que se efectúa a expensas de la víctima y que actúa sobre las tensiones internas, los rencores, las rivalidades, los resentimientos, y todas la veleidades recíprocas de agresión que se agitan en el seno de la comunidad social. Es, por tanto, la comunidad entera la que el sacrificio protege de su propia violencia intestina, reemplazándola por una violencia exterior, extraña a esa comunidad. Sólo así se elimina el peligro de que la violencia estalle, haciendo imposible la vida socio-comunitaria, reforzando o restaurando el orden social de la comunidad (6).

A la vista de todo esto, cabría preguntarse si la conmemoración festiva que conlleva necesariamente la violencia en su seno, aunque sea en forma ritualizada, domesticada, y si la representación pública de ella es positiva y si responden a una necesidad profunda de nuestra especie. Como apunta David P. Barash, el hecho es que la sociedad occidental ha dado lugar, históricamente y, salvando las distancias, a espectáculos violentos de todo tipo: los combates de boxeo, de lucha , las peleas de gallos, y toda una serie juegos cruentos del toro o de espectáculos rituales como las corridas de toros, tan abundantes en nuestra tradición festivo-cultural y tan incomprendidas por sus adversarios —legos y desconocedores de su hermenéutica estético-artística, rítmico-musical (como una danza al borde de la muerte), poético literaria, antropológico-religiosa, mágica y de ancestral y cultísimo significado profundo—, además de carreras de coches, de ciclismo y otras múltiples manifestaciones deportivas de masas, entre ellas el futbol, el baloncesto, y otros muchos espectáculos de riesgo, etc. que se siguen y disfrutan con tanta pasión, que pueden, a veces, desembocar en situaciones de explícita violencia y crueldad o de conflicto y agresividad desbocadas y desenfrenados (7).

Violencia callejera

La desritualización de la fiesta y la desacralización derivada de la secularización de nuestras sociedades industriales y técnico-urbanas —en la época del desencantamiento del mundo, en expresión weberiana— han encontrado en espectáculos de masas como los antes citados, de “belicosa” competición, diversión, entretenimiento su sustitutivo funcional para dominar canalizar las energías agresivas generadas en el seno social. Cabe preguntarse, entonces ¿Podremos alguna vez librarnos de esta violencia? ¿Existen otras vías distintas de la representada por la violencia sublimada o desviada, para desembarazarnos de una vez por todas, de la agresividad latente en nuestras sociedades del espectáculo ultratecnificadas, enajenantes y deshumanizadas? ¿Es la violencia artificial, ritualizada a través del cine, la tv o los espectáculos públicos aludidos el mejor instrumento para domesticarla y evitar así, sus desastrosos efectos?

El padre de la Etología, Konrad Lorenz, y otros ilustres etólogos como el neerlandés Niko Tinbergen o Karl von Frisch (que recibieron conjuntamente el Premio Nobel de Medicina en 1973, sostienen que la agresividad humana es un rasgo genético de la especie humana, que se manifiesta como una reacción adaptativa fomentada por la selección natural. Sostienen, en consecuencia, que sólo la sublimación o desviación de esas energías agresivas innatas mediante la práctica y seguimiento de deportes, espectáculos, competiciones para-violentas harían posible controlar sus efectos nocivos; llegando incluso a sostener que la simple contemplación de un acto agresivo puede reducir la agresividad del espectador: la mera experiencia indirecta de descargas de la agresión haría disminuir la propia agresividad acumulada (8).

Por el contrario, la mayoría de los que abogan por el control directo de la agresividad y sostienen que ésta tiene una base ambiental (adquirida por la educación) y no genética, como J. P. Scott (sociobiólogo del comportamiento animal) (9) y Ashley Montagu (antropólogo) (10), estarían en desacuerdo con esta anterior explicación y propondrían exactamente lo opuesto: minimizar las oportunidades de expresar la agresión y la violencia en vez de fomentar su descarga, aunque sea de forma inofensiva. Sostienen que la observación de la violencia explícita, especialmente en la televisión (y no digamos ya en Internet o su práctica virtual en los juegos de PlayStation) pueden fomentar la agresividad gratuita e incontrolada.

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Mientras que los testigos de acciones violentas de la vida real si sentirían horror y repugnancia ante ellas, los que presentan una violencia artificial, (añadiríamos hoy, virtual) —sobre todo cuando ésta es reiterada—, llegarían a enajenarse de las consecuencias reales de la violencia e incluso modificar sus criterios éticos sobre el bien y el mal, insensibilizándose o inmunizándose ante el dolor y el sufrimiento… haciendo, así, posible entregarse a fantasías belicistas, personificadas por Rambo y por otros “héroes” del celuloide y/o del cine “gore” para dar así salida a su necesidad de agresión.

Pero, sean cuales fueren las explicaciones científicas que aportan las disciplinas del comportamiento humano —sobre este vínculo fiesta y violencia—, la exigencia ética del respeto a la dignidad de todas las personas que intervienen en esa clase de espectáculos deportivos, (en la mayoría de los casos ejemplarizantes, dada la serie de virtudes y valores derivados de la noble y ascética práctica de los mismos) en ningún caso debe dejarse de lado, o pasar por alto, su debida protección, ni sustraerles de sus derechos y de la justa aplicación de las leyes, que deben protegerlas del racismo y de la xenofobia, con que a veces se les agrede como ha sido el caso del gran jugador del Real Madrid, Vinicius, e impedir su estigmatización e indefensión intolerables.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1980, pp. 75 y 76.

2) Octavio Paz, Signos en rotación, Alianza Editorial, Madrid, 1971, pp. 36-39.

3) David P. Barash, La liebre y la tortuga. Ciencia, biología y naturaleza humana, Biblioteca científica Salvat, Barcelona, 1987, pp. 130-161.

4) René Girard, La violencia y lo sagrado, Editorial Anagrama, Barcelona, 1983, pp. 9-45.

5) Konrad Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal, Siglo XXI, México, 1968.

6) René Girard, op. cit.

7) David P. Barash, op. cit.

8) Konrad Lorenz, op. cit.

9) John Paul Scott, Aggression, University of Chicago Press, 1958.

10) Ashley Montagu, Man and Aggression, Oxford University Press, 1973.

 

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