Tomás Moreno: «’Le rhinocéros’ de Eugène Ionesco ¿Una obra de ‘teatro del absurdo’ o un ‘apólogo’ con mensaje actual?»

Hoy día, el deber primero y quizá único del filósofo es defender al hombre contra esa extraordinaria tentación hacia la inhumanidad a que tantos seres humanos han cedido casi sin darse cuenta de ello” (Gabriel Marcel, Los hombres contra lo humano).

I. En una pequeña ciudad francesa aparece un día un rinoceronte. Luego otro, y otro, y otro… Son los ciudadanos mismos que se están transformando en animales irracionales. Bérenger, el protagonista, visita a su amigo, Juan, que parece estar enfermo. El diálogo entre ambos, poco a poco, pone de manifiesto que a Juan le está ocurriendo algo, un cambio, una transformación (como le sucedió al personaje de Kafka de La metamorfosis, Gregor Samsa, al despertarse una mañana convertido en un monstruoso insecto) (1). Aluden en la conversación a un amigo común, Boeuf (cuyo significado en francés es “carne de res”: de buey o vacuna), que se ha convertido en rinoceronte. Juan, su interlocutor, no encuentra nada extraño en el cambio o mutación animalesca del amigo: ¡Le digo que no esta tan mal! Después de todo, los rinocerontes son criaturas como nosotros, que tienen derecho a la vida tanto como nosotros, afirma convencido.

Poco después, en una escena característica del “non sense” más acendrado, observamos a Juan, yendo y viniendo por la habitación, entrando y saliendo del cuarto de baño; su piel se ha vuelto verdosa y tiene un bulto en la frente. La conversación incide en una temática crucial que nos revela claramente la posición antagónica de ambos amigos ante la extraña e inquietante transformación colectiva que se está produciendo en la ciudad. Bérenger considera que la conducta y mentalidad de esos conciudadanos, transformados en rinocerontes, es peligrosa, destructiva e inmoral; Juan, por su parte, afirma no ver nada anormal en todo ello.

Portada de Rhinocéros, Editorial Folio

Es más, lo interpreta como algo “natural”, señalando, asimismo, que la naturaleza tiene sus leyes y que la moral es antinatural, algo que no cuestionaría ningún lector o espectador nietzscheano de la teatral representación. Bérenger le responde que lo que pretenden “esos animales” (los rino-ciudadanos) no es sino querer “reemplazar la ley moral por la ley de la selva”, y, en consecuencia, destruir todo un sistema de valores irremplazables para la sociedad mediante la abolición injustificada de “¡siglos de civilización humana que la han construido!” Si la obra se hubiese escrito en nuestros días qué duda cabe de que esa inversión de valores ultra-nietzscheana [ultra-foucaultiana o judith-butleriana, si se nos permite actualizarla] y totalmente alejada del “sentido común” y del “buen juicio”, habría afectado a la semántica, a la sintaxis e incluso a la biología, pero dejemos al avisado lector imaginar hasta qué punto de insensatez habría llegado.

En un momento determinado de la conversación, tras entrar Juan en el cuarto de baño, se oyen una serie de “berridos”: Brrr…Brrr. Es Juan quien los emite, como en los momentos de celo los venados, y Bérenger, interpretándolos como una broma, recrimina a su interlocutor su grosería, impropia de un hombre… En ese preciso momento, Juan, le interrumpe con brusquedad e insolencia por haber pronunciado la palabra hombre, y asimismo por aludir también a conceptos como los de espíritu humano y humanismo, términos que, para Juan, ya no significan nada más que prejuicios, necedades, tópicos, conceptos caducos. El final de la escena termina con este diálogo:

BÉRENGER. — Me llena de asombro oírle decir eso, querido Juan. ¿Ha perdido el juicio? De veras, ¿le gustaría ser rinoceronte?

JUAN. — ¿Por qué no? ¡Yo no tengo prejuicios! (2)

Rhinocéros

II. Nadie como su autor, el escritor rumano-francés Eugène Ionesco (199-1994), ha esbozado con tanta perspicacia y claridad las oscuras razones que tiene la naturaleza humana para volver a la animalidad, a la barbarie y a la irracionalidad; a situaciones que, después de decenas de años de progreso económico y de modernidad ilustrada parecían haberse superado por medio de la cultura y la educación. Este es precisamente el tema fundamental de Rinoceronte: el de tratar de saber cómo es posible que un pueblo culto, y desarrollado científicamente, llegue al extremo de adoptar un credo que lo rebaje a la condición animalesca, guiado por fuerzas completamente irracionales, que impugnan y desprecian el sentido común, la biología, la genética, la verdad y objetividad de la historia, el pluralismo ideológico, las diferentes concepciones del mundo, y, finalmente, el auténtico significado de las palabras, la estructura misma del lenguaje (3).

Para Ionesco constituye una obsesión el hecho de que esta “mutación” del hombre a la bestialidad, y la subsecuente justificación de tal estado, no se haya debido a la decisión tomada por un grupo secreto despótico y elitista, sino por toda una mayoría popular “poseída” y esclavizada por una ideología totalitaria que enloqueció a un país entero, en un momento dado de su historia. Una inquisición sectaria, fanática, inclemente y anatematizante veló por proteger y conservar una ortodoxia inhumana impuesta por la fuerza. En una entrevista con Claude Sarraute expresa Ionesco la estupefacción que le produjo este fenómeno de alienación colectiva y, especialmente, las racionalizaciones posteriores de aquellos que se vieron envueltos en esta metamorfosis (provocadas por el fascismo y por el nacionalsocialismo) a lo largo de los últimos años de la primera mitad del siglo XX. “Yo no sé” –-afirmaba Ionesco en la entrevista— “si usted se ha dado cuenta de que cuando la gente ya no participa de su opinión, cuando ya es imposible comunicarse con ella, uno tiene la impresión de dirigirse a monstruos, por ejemplo, a rinocerontes. Ellos tienen su inocencia y, al mismo tiempo, su crueldad. Ellos le aniquilarían sin remordimientos de conciencia si usted no piensa como ellos. Y la historia de los últimos veinticinco años nos ha enseñado que hombres que experimentaron tal mutación no solo se asemejan a los rinocerontes. Ellos se convierten, de hecho, en rinocerontes” (4).

Eugene Ionesco para  INTERNATIONAL EXHIBITION OF PORTRAITS AND CARICATURES – ROMÊNIA

¿Por qué eligió Ionesco a esta extraña criatura para representar la máxima alienación del hombre de su tiempo (primera mitad del siglo XX), en pleno centro de Europa?, se pregunta Ludwig Schajowicz (5). Al parecer, en 1955, poco antes del estreno de Rhinocéros, Salvador Dalí había pronunciado en la Sorbona una conferencia en la que declaraba que el arquetipo humano de nuestra época, semejante al rinoceronte, se caracterizaba por su ciega brutalidad, el alarde de su fuerza y su agresividad provocativa. Este paquidermo, símbolo de la naturaleza irracional, se convirtió así en la imagen del hombre que desprecia todos los refinamientos de la cultura, que arremete contra lo que hasta entonces se consideró como lo más valioso.

III. Ni siquiera la razón es utilizable en situaciones como ésta que trata de denunciar Ionesco en la que todos los razonamientos del mundo resultan risibles y vacíos de significado si la mayoría de la gente se ha plegado al servicio de la vesania y la de la demencia de los más fuertes. Al protagonista Bérenger la razón no le sirve ya para “convencer” a su interlocutor, que justifica la conducta de los “rinocerontes”, sus conciudadanos, idóneos representantes del conformismo (culpable) de la mayoría. Incluso el lenguaje mismo ha perdido su capacidad de convencer a los otros, porque también ha mutado, se ha vuelto ininteligible para los “rinocerontes”, sus vecinos: “Pero ¿qué lengua hablo yo? ¿Qué lengua es la mía? ¿Es francés esto? ¡Sí debe ser francés! () Se puede llamar a esto francés, nadie va a negarlo, ¡solamente lo hablo yo! Pero ¿qué digo? ¿Es que yo me comprendo, es que me comprendo?” se pregunta Bérenger, entre la indignación y la desesperación, en el acto tercero del drama. Al borde de la locura, el protagonista de la obra no puede entender lo que está diciendo porque no queda nadie ya a su alrededor que lo comprenda. Al romperse la comunicación con los demás, se queda aislado, pero no solamente del mundo sino de sí mismo…

El verdadero conflicto que nos plantea Ionesco en esta enigmática obra no es sólo el que se produce entre el instinto y la razón sino también, y sobre todo, entre el silencio y la palabra, señala Ludwig Schajowicz en su ensayo antes citado (6). En efecto, la incomunicabilidad de Bérenger se acrecienta cuando, agotadas todas sus argumentaciones, trata de cubrir el ruido ensordecedor de los rinocerontes que pasan por la calle, con sus insultos, sus anatemas y sus gritos. El timbre de su propia voz, mientras suena, lo confirma todavía en su condición de hombre viviente. El final de la obra nos muestra cómo Juan se convierte en rinoceronte y cómo Bérenger es el único que resiste, el único que alza su voz serena frente a la furia de los berridos. Cae el telón cuando Bérenger proclama: ¡Contra todo el mundo, me defenderé contra todo el mundo, me defenderé! ¡Soy el último ser humano, seguiré siéndolo hasta el fin! ¡Yo no capitulo!

Cuando la vida del hombre no tiene ya ninguna naturaleza ontológica en la que asentarse, cuando se duda del significado mismo de las palabras que se usan para comprender el mundo y para comprender a nuestros semejantes —utilizándose en su lugar significados “vacíos”, “flotantes”, sin contenidos concretos, neolenguas orwellianas, o dictados arbitrarios de amos de las palabras y de su significado, como el personaje Humpty Dumpty de Alicia a través del espejo (7)— cuando el concepto mismo de nihilismo se vuelve paradójico, preguntar por el sentido en este sinsentido que es la vida, constituye, también de por sí, un acto sin sentido. Rinoceronte o El Rinoceronte, publicada en 1959, nos remite, pues, a la experiencia que millones de seres humanos tuvieron que sufrir y soportar un decenio antes y durante la segunda guerra mundial, bajo un nefasto y concreto régimen totalitario, en el eje de Europa. La misma trágica situación puede vivirse y experimentarse en cualquier otro tiempo y con cualquier otro régimen totalitario de otra o inversa índole ideológica. Es el ADN de todos los totalitarismos y de todas las Inquisiciones ideológicas, religiosas, racistas, supremacistas, antifeministas o lingüístico-culturales: convertir a los ciudadanos en sumisos y conformistas rinocerontes.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

(1) Franz Kafka, La metamorfosis, Alianza Editorial, Madrid, 1966.

(2) Eugène Ionesco, Rinoceronte, Alianza Editorial, Madrid, 1982.

(3) Victor Kemplerer, LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo (1947), Editorial Minúscula, Barcelona 2001.

(4) Eugène Ionesco, Notes et contre-notes. Expérience du Téâtre, Gallimard, París, 1962, p. 182.

(5) Ludwig Schajowicz, Los nuevos sofistas. La subversión cultural de Nietzsche a Beckett, E. Universitaria de Puerto Rico, 1979, pp. 537-544.

(6) Ibid.

(7) Lewis Carroll, Alicia a través del espejo, Alianza Editorial, 1973. En el capítulo 6 aparece, efectivamente, este hilarante dialogo entre Alicia y Humpty-Dumpty:

–“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty-Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

— “La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

— “La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda…, eso es todo”.

Por lo visto mucho antes de Orwell ya se sabía que el significado de las palabras, en determinados contextos sociopolíticos, dependía de la arbitraria voluntad de quien detentara el poder en cada momento y lugar (sea el lingüista aficionado, Stalin; el insignificante y frustrado pintor de acuarelas Hitler; el activista y sectario periodista, Mussolini; el versificador clásico-naturalista, Mao, o cualquier otro dictador con ínfulas). Ya nos lo advertía también Confucio cuando al ser preguntado por su discípulo Tzu Lu: “Si el soberano de Wei pensara en vos para reformar su gobierno ¿por dónde comenzaría?”, el sabio chino respondió: “Indefectiblemente comenzaría por rectificar los nombres”. Esto es: por restaurar el verdadero significado de las palabras.

 

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