Tocaba dejar atrás Luxor, Karnak y todo el entorno de la bulliciosa ciudad, el día apuntaba con altas temperaturas, pero el viaje seguí su curso a través de la carretera, los ánimos por el desastre del no crucero fluvial, por aquello del movimiento y de un lugar a otro se fueron calmando y, tras una veintena de kilómetros de autovía se llegaba al moderno puente que, mediante un gran viaducto, te deja en la orilla occidental del río y ello te indica que estás ya en el lado del desierto: las montañas están totalmente peladas, que no hay una mota de verde por ningún lado o sea, estamos ante una naturaleza más árida y seca que la raspa de un bacalao: kilómetros y kilómetros de arena tostada por los inmisericordes rayos solares.
Ese panorama será la tonalidad dominante aunque, al ser clima seco, la tediosa sensación de calor desaparece una vez que localizas una sombra que, generalmente será una gigantesca “jaima” o grandes extensiones de sombras artificiales o cubiertas de mimetización que, en la zona del bazar, será la parte en la que los vendedores acuden como moscas tratando de colocarte cualquier cosa y, a la que te descuidas, su picardía o facilidad para embaucar, supera todo lo imaginable.
La llegada al mítico territorio de Tebas nos sonríe con los colosos, sumamente destrozados por el terremoto del 27 a.n.e. No será lo único visitable en esta orilla del río, opero sí lo que nos llevó menos tiempo, la mayor parte de la zona está en excavación y sólo un pequeño sendero lleva hasta los dos gigantescos colosos que aparecen ante nosotros totalmente desfigurados y, por lo tanto, poco agraciados fotogénicamente hablando.
Se trata de las dos estatuas que estaban dedicadas a Amenofis III (1390-1352 a. C.) Inicialmente custodiaban el templo mortuorio del monarca y que se cree fue el más grande de todo el período del Antiguo Egipto pero que fue sucesivamente destrozado, desmontado, disgregado y sus materiales usados para otras construcciones posteriores. Vaya que la idea de rehacer el discurso sobre el pasado arranca hace milenios y esa inmensa explanada nos mostraría, si no se hubiera desmontado, la colosal obra de ese monarca que en su historia aparece recogido como El Magnífico y cuyo legado, de casi cuatro décadas de mandato en el antiguo Egipto, el territorio conoció un auge artístico y cultural sin precedentes, estamos en la Dinastía XVIII que gobernó entre 1550-1295 a. C.
Lamentablemente, para el viajero, las excavaciones continúan, siguen apareciendo estatuas que durante milenios estuvieron bajo la arena, pero el yacimiento no puede recorrerse, salvo ese corto tramo que apenas permite hacer las fotos y volver a la planicie de la carretera donde tendrás que soportar, de nuevo, a los infatigables vendedores que tratarán de colocarte los más estrambóticos abalorios: las mujeres son piezas codiciadas por estos chamarileros que de esta forman buscan poder sobrevivir en un territorio no sobrado de recursos.
Digamos que desde la antigüedad, estos mudos testigos pétreos, fueron admirados por personajes de elevado rango, por ejemplo el Emperador Adriano. Los guías se explayan, a pesar de la soledad en que se encuentran, por ahora, ambos colosos de casi veinte metros de altura (unos cuatro pisos). Por ejemplo, te cuentan que la estatua más al norte, la de la derecha si la observamos desde la explanada de la carretera, fue un centro de atracción durante el imperio romano, sobre todo al amanecer: era el momento de escuchar el canto del coloso [ya saben, cuestión de fe]. Más imaginativa es la leyenda que atribuían a los griegos [el período Ptolemaico abarca del 332 al 30 a. C. cuando Egipto quedó integrado en el Imperio Romano] que atribuían el peculiar sonido a las primeras horas del alba a Memnón que saludaba a su madre Eos [a la sazón diosa del alba] con un lánguido suspiro. Sea como fuere, el emperador Septimio Severo en el 199 d. C., mandó repararla y la leyenda quedó, pero los cánticos o suspiros cesaron. La explicación más sensata es que la dilatación de la piedra, al enfriarse de madrugada, acababa emitiendo unos sonidos que los acabaron relacionando con la antiquísima y musical cítara.
Hoy, los gigantes, siguen saludando, imperturbable, al viajero que los contempla; el faraón sentado con las palmas de las manos sobre las rodillas o el símbolo de la eternidad. Si uno se acerca podrá observar que a ambos lados de sus pies hay unas figuras femeninas, estaríamos contemplando a su madre en el lado izquierdo y a su esposa Tyi en el derecho.
Memnón, en fin, sería el hijo de Aurora que, caído en combate, cada mañana, al despuntar el alba se levantaba y cantaba, algo que atraía a los lugareños hace más de dos milenios y que Septimio, al sellar las figuras, acabaría cortando de raíz las peregrinaciones y las milongas de acojonamiento que, en la época, se usaban para contener a las masas, vaya más o menos como hace poco hemos vivido cuando nos enclaustraron por el COVID y que, en definitiva, nunca sabremos porque saliendo del estricto marco geográfico de la UE, la vida continuaba igual que nunca, tu libertad no era coartada y las restricciones o mascarillas en muchos casos eran cosa de los europeos. En esa dicotomía, el turismo en muchos lugares colapsó y en otros significó un crecimiento inusitado que les sirvió para “recaudar” lo impensable.
Pero sigamos con el lugar, como el mundo egipcio vende, en la zona se levantó hace una década [2012] otro gigante de dimensiones algo más reducidas, pero gigante al fin y al cabo: 15 metros de altura. Este se trabajó en cuarzo en las canteras cairotas de Gebal el-Ahmar y sería transportado río arriba para ser colocado en el lugar. De paso vale la pena señalar que no es el que más admiración despierta entre los visitantes.
Digamos que la piedra roja se extrajo de la Montaña Roja a 700 kilómetros de Tebas y en su origen era un solo y compacto bloque cuyo trabajo se atribuye al arquitecto MEN de Heliópolis. Las gigantescas construcciones tendrían la función de exaltar el poder y la grandeza del faraón que era recepto de la fuerza divina y en realidad eran la figura de Amenofis III que simbolizaba la unión de las dos tierras del Alto y Bajo Egipto. Con el soberano sentado, el simbolismo se acrecienta: quedaba abolida la división y el país recuperaba su unidad para vivir en concordia y prosperidad, pero la historia es la historia y la realidad, a pesar de los buenos deseos del monarca de turno, otra.
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Maestro de Primaria, licenciado en Geografía
y estudios de doctorado en Historia de América.
Colaborador regular, desde los años 70, con publicaciones especializadas
del mundo de las comunicaciones y diferentes emisoras de radio