El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (24): «Casa restaurada»

Una vez que restauró la casa, Isabel se quedó a vivir en ella. Con la restauración que habían llevado a cabo albañiles, carpinteros, fontaneros y electricistas, ya no parecía tan vieja como cuando llegó. Era, simplemente, una casa antigua, construida en el siglo pasado por un bisabuelo suyo; la habían habitado, por consiguiente, cuatro generaciones si ella se incluía en la última. Se sentía, por tal motivo, orgullosa de ser ahora la propietaria de un caserón en el que habían vivido tantos antepasados suyos.

Como le había sucedido al principio, advertía que había allí algo íntimo, un espíritu familiar que aún moraba dentro y que continuaba acompañándola después de cincuenta años en que había estado ausente; parecía como si la hubiera aguardado durante todo ese tiempo, como un morador invisible que se hubiera resistido a abandonar el lugar en el que había residido. Era una especie de aliento que seguía vivo, ligado a los recuerdos que a su memoria acudían, con los cuales podía reconstruir los dieciocho años que había pasado allí con sus padres; eran recuerdos a los que se sumaban las historias que ellos les relataban sobre otros tiempos y que ahora también evocaba. Había incluso momentos en los que tenía la impresión de que una de esas historias que parecían tan lejanas acababa de ocurrir en una de las dependencias de la casa, de tal modo que creía estar viviendo en un lugar encantado, en el cual podían suceder hechos extraordinarios. Era como si hubiera atravesado una frontera, tras la que había ingresado en un territorio fantástico.

Durante los primeros días, no paraba de revivir momentos de su infancia; se presentaban en su mente sin ningún orden, traídos por una sensación o por una circunstancia concreta; a veces unos se concatenaban con otros, de manera que aparecían varios de golpe, casi en aluvión. Ella había habitado solo la planta baja; su dormitorio era una pieza grande de techo muy alto que había a la izquierda del pasillo principal; tenía una ventana alta que daba a la calle, con los postigos recién barnizados. En ella hubo en su origen un salón familiar, en el que solía reunirse con sus padres en los días de invierno a torno a una mesa camilla, al calor de un brasero de picón; los dormitorios de entonces, tanto el de sus padres como el de ella y otro que había pertenecido a sus abuelos maternos, se hallaban en el piso de arriba. La primera noche que pasó allí no durmió muy bien, pues se despertó varias veces sin saber dónde se encontraba, hasta que después de unos instantes recobraba la conciencia del lugar.

Por la mañana, antes de que amaneciera, después de que hubiera despertado ya del todo, lo primero que oyó fue a los pájaros piar en los aleros del tejado, igual que los había oído en los años de la infancia; parecía como si fueran los mismos pájaros de aquel tiempo, que piaban de la misma manera que entonces, con notas breves y sueltas que al poco se repetían hasta conformar una pequeña sinfonía; luego, poco antes de que la primera luz del día se filtrara por las rendijas de los postigos de la ventana, comenzó a oír ruidos en la calle y en los corrales de las casas colindantes; algunos de esos ruidos los reconocía, eran los que producían los hombres que se disponían a ir a trabajar a las hazas; en su infancia oía pasar por la calle las yuntas de mulas y las carretas de bueyes con las que todavía realizaban sus faenas en el campo los labradores; eran sonidos broncos que serían sustituidos cuando ya era algo mayor por el ruido más recio de los motores de los tractores, con los que se operaba de una forma más eficaz.

La vida, según recordaba ella, había cambiado mucho en pocos años, aunque todavía había agricultores que se resistían a abandonar los viejos métodos de labranza, con los cuales habían obrado siempre. Oyó también, mientras permanecía todavía acostada en la cama, las campanadas que daban la hora en la torre de la iglesia; como era el mismo timbre con que habían sonado en las madrugadas de su infancia, por un momento le pareció que seguía siendo una niña y que las escuchaba otra vez en el silencio de su cuarto; era un timbre seco que solo había escuchado allí y que la devolvió a los instantes en que se hallaba en su dormitorio de niña, muy cerca del de sus padres, aguardando a que pasase un poco más de tiempo y se hiciera de día para poder levantarse. Eran, ciertamente, sensaciones que tenía olvidadas y que ahora de pronto las recuperaba, trasladándola a un mundo antiguo en el que sin saberlo había sido feliz.

En una alacena del comedor, en lugar de los restos de una vajilla, había encontrado una colección de libros viejos llenos de polvo, con las pastas carcomidas. Se acordó de que gran parte de ellos los había leído con trece o catorce años; se trataba de un conjunto de novelas de aventuras, protagonizadas por jóvenes; era una lectura que se había puesto de moda entonces y que después, por falta de lectores, había caído en el olvido; seguramente aquellos libros habrían sido abandonados allí cuando se produjo la mudanza a la capital por no considerarlos ya útiles. Luego que los hubo desempolvado, Isabel los dejó apilados sobre la mesa del comedor con la intención de releerlos; de ese modo podría revivir también emociones de aquel tiempo, suscitadas por unas historias que en la adolescencia le resultaban muy interesantes.

Se daba cuenta Isabel de que se encontraba ansiosa por recuperar una etapa de su vida que estaba vinculada a aquella casa; en el fondo, era un reencuentro consigo misma, con los años que allí había vivido. Recuperaba su pasado más lejano después de un largo periodo de tiempo, después de haber vivido en un mundo radicalmente distinto a aquel en el que ahora se hallaba. Se trataba de un cambio brusco: había pasado de una realidad en la que primaban el orgullo de clase y la ostentación a otra muy distinta, en la que recobraba la humildad que la había caracterizado de niña, cuando no tenía ninguna clase de pretensiones. Le costaba, de hecho, a veces aceptar que estuviese ahora allí, en aquel ámbito sencillo de su niñez, en la casa de un pueblo de campo en el que pocas cosas habían cambiado; mientras que en la gran ciudad el ritmo de vida seguía un proceso acelerado, con incesantes transformaciones, allí, en aquel medio rural, parecía que todo fuera muy lento.

Lo que nunca había imaginado Isabel era que se pudiera acostumbrar tan rápido a aquella nueva realidad de la casa, pues a los dos o tres días de estar en ella ya le parecía normal que viviese allí. Volvía a ser por instantes la niña que había sido cuando residía con los padres en la casa, una niña de sanas costumbres a la que le gustaba pasear con la madre por las calles del pueblo en las tardes de primavera, cuando había una gran animación en ellas. Eran paseos que se hacían muy largos, ya que se entretenían a conversar con las mujeres que estaban sentadas a la puerta de sus casas o que regresaban de la iglesia con un misal en la mano y con el velo todavía cubriéndoles la cabeza. A aquella hora, además, volvían los hombres de los campos, algunos de ellos conduciendo con una aguijada una yunta de mulos. Era una escena que retenía en la memoria y que ahora recreaba de un modo nítido, como si estuviese sucediendo de nuevo ante ella.

En otros instantes, era una adolescente que seguía las lecciones de piano que le daba el organista de la iglesia, un hombre mayor que poseía algunas nociones de música. En una de las habitaciones de la casa se hallaba un piano antiguo que había tocado un antepasado suyo y que había sido restaurado y arreglado por el mismo organista para que ella lo tocase. Después de varios meses de abnegado aprendizaje, era capaz de interpretar pequeñas piezas de las que se sentía muy satisfecha, pues la música era para ella entonces un arte sublime que la hacía experimentar inefables emociones. La casa, cuando Isabel tocaba aquellas piezas, siempre bajo la dirección de su maestro, se llenaba de magia gracias al poder de la música, gracias al influjo de las notas que sus dedos en el teclado producían.

Isabel, desde el primer día, se había sentido bien acogida por las gentes del pueblo, quienes no la miraban como a una extraña, sino como a una vecina que había estado muchos años fuera y que había decidido regresar a su tierra. Solo conocía a unos pocos parientes, con los cuales quiso entablar relación desde que llegó, pues siempre era bueno contar con personas conocidas que en cualquier momento podrían prestarle algún tipo de ayuda. Los parientes, que eran de parecida edad a la suya, se mostraron contentos de tenerla de nuevo entre ellos a pesar del tiempo que había transcurrido sin haberse visto. A los demás vecinos del pueblo no los reconocía, aunque al cabo de dos o tres semanas empezó a familiarizarse con ciertas caras, con las que creía haber coincidido alguna vez durante los años que había vivido allí; en ningún instante percibió recelo o rechazo en ellos, quizá porque a ellos les había sucedido algo semejante después de haberse acostumbrado a verla y a tratarla en las calles o en las tiendas, en los lugares a los que Isabel había comenzado a acudir con cierta frecuencia.

Mientras recordaba momentos de su pasado, volvía a darse cuenta de que había sido ingrata con sus padres, de que no había actuado con ellos en correspondencia con el amor que siempre le habían mostrado. Era algo en lo que había pensado otras veces, un resquemor que estaba instalado en su conciencia desde hacía tiempo y que ahora se había agudizado, removido por aquellos recuerdos. El amor que había sentido por Alberto y sus deseos de emprender una vida pletórica de éxitos mundanos la habían separado de ellos, hasta el punto de que habían venido a ocupar un segundo plano y de que los visitaba incluso cada vez menos. Se acordaba, por ejemplo, de que hubo algunos años en que no había pasado las Navidades con ellos, como había hecho desde que se trasladó con Alberto a vivir a la capital del país. El remordimiento que sentía se hizo más grande desde su fallecimiento, como si con su pérdida le hubiera quedado una deuda que ya no podría saldar; sin embargo, las ocupaciones cotidianas y los afanes e inquietudes de la sociedad en que vivía hacían que muchas veces sus efectos fueran más tenues o que incluso se olvidara de su ingratitud, hasta que la estancia en la casa del pueblo había causado que regresara aquella desazón a su conciencia. Consideraba que no solo había actuado mal con los padres, sino que había caído en una falta imperdonable, de la que habría de darle cuenta a Dios.

Su padre había sido un labrador honrado, como lo eran muchos otros labradores en su tiempo; con ella se había desvivido para que fuera feliz, para que no le faltara nunca ningún capricho; tanto la quería que por ella había tomado la determinación de que se fueran a vivir a la capital, donde podría tener más oportunidades para mejorar su posición social. Era un hombre bueno que nunca se quejó por nada, ni siquiera cuando estuvo gravemente enfermo. Cada vez que pensaba en él le remordía más la conciencia, si bien la deuda que tenía con la madre era mucho mayor si cabe, ya que siempre se había sacrificado por el bien de ella; con su amor silencioso, expresado a veces con caricias muy tiernas o con besos pausados en la mejilla cuando las dos estaban solas en la casa, Isabel se había sentido completamente dichosa; su recuerdo se le volvía tan claro que por momentos tenía la impresión de que continuaba percibiendo su aliento, como si siguiera amparándola con sus brazos protectores. Sin duda, el amor de una madre queda grabado en lo profundo del alma; permanece para siempre impreso en las entrañas, como en aquellos días tenía ocasión de comprobar. La soledad muchas veces se poblaba con la presencia de ambos, que intuía de nuevo muy cercana.

Posiblemente ellos, que estaban ya con el Señor, la habían perdonado, llegaba a pensar en los instantes en que parecía que se reconciliaba con su pasado, en que la conciencia estaba más tranquila. No, no podía ser que llevasen la cuenta de sus deudas, de los desafectos en que había incurrido, causados por los intereses mundanos que durante muchos años la habían dominado. Estaba arrepentida de no haberles prestado más atenciones, de no haber estado más tiempo con ellos cuando más la necesitaban; se culpaba, por eso, de haber faltado a los deberes que como hija le correspondían; era algo de lo que se acusaba siempre que volvía a su cabeza, como si se hubiera convertido en jueza de sí misma. Restañar aquella especie de herida no era fácil; muchas veces, para que no le doliera tanto, procuraba recordar con ahínco el tiempo que había pasado en aquella casa, donde sí había cumplido con sus deberes de hija, porque ella había querido entonces mucho a sus padres, a cada uno de una manera distinta. Fue después de salir de la casa cuando comenzaron sus infidencias, provocadas por unas ansias desmedidas de disfrutar de lo que le ofrecía la vida, a una edad en la que casi no se piensa en otra cosa que en gozar de ella plenamente, de una vida a la que había que extraerle todo su jugo a base de distracciones y de fiestas. El ardor de la juventud la había apartado demasiado pronto de los padres, sin que pudiera reparar entonces en ello.

La casa pasó a ser así el lugar ideal donde podía hallar el único lenitivo para sus dolores, para aquel remordimiento que atenazaba su conciencia. Los recuerdos amables que pasaban por su mente paliaban el tormento interior que padecía; poco a poco iban cediendo los dolores al sentir aquella presencia de los padres, al creer notar a veces su aliento. Estaba cada vez más segura de que la amaban incluso más que antes, con un amor que borraba todas sus faltas, los pecados de omisión que había cometido. Si el regreso a la casa había acentuado su sentimiento de culpa, un tanto adormecido durante largos periodos de tiempo, la costumbre de vivir en ella lo iba atenuando de una manera que parecía milagrosa. Era una paz nueva la que sentía a medida que pasaban los días, ya que era producida por la reconciliación, por el regreso a los años en que había sido fiel a los padres. La vida le había dado una oportunidad que no estaba dispuesta a desaprovechar de ningún modo, la oportunidad de estar para siempre unida con el espíritu de los padres, que allí en la casa continuaba estando vivo, un espíritu que la acompañaba y del que podía percibir a cada instante su cálido impulso.

Un día, después de llevar más de dos meses viviendo allí, se levantó con la sensación de que estaba ya limpia de culpa, de que era una mujer nueva, reconciliada de forma definitiva con su pasado, del que no dejaba de recordar los años transcurridos en aquella vivienda, de tal modo que se podría decir que se hallaba instalada en un mundo en el que el presente se confundía con las impresiones que procedían de aquel tiempo lejano que con tanta frecuencia evocaba. Como le había parecido ya otra vez, era como si hubiera entrado en un territorio de ficción. Aquella misma mañana en la que se sintió por fin libre de remordimientos era muy semejante a otras que había pasado cuando era niña; tenía, por efecto de tal semejanza, la impresión de que dentro de poco habría de levantarse para ir a la escuela de la señorita García, quien estaría aguardándola para enseñarle una nueva lección. Su madre, antes de salir por la puerta de la calle, le daría un beso en la frente, recomendándole una vez más que fuera aplicada en la escuela. Su padre, a esa hora, estaría ya en el campo, adonde se dirigía muy temprano, antes de que despuntara el sol tras los montes. La vida que emprendía ahora en nada se diferenciaba de la de aquellos años, estaba sujeta a las mismas costumbres, unas costumbres de pueblo que todos los demás lugareños compartían. Ella era una más allí, en el pueblo del que tal vez nunca se tenía que haber marchado.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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