II. DIFERENCIA Y POLARIDAD DE LOS SEXOS. NOTAS DISTINTIVAS DE LA MUJER
La consideración de la diferencia sexual de los individuos humanos —“Mensch” — en cuanto sexuados, adquiere gran importancia para Nietzsche, y no solo por la manera en que penetra su constitución, determina sus impulsos, sus afectos y modo de ser, su comportamiento y la consideración que tienen los individuos de un sexo respecto de los del otro, sino porque Nietzsche considera la sexualidad humana como una dimensión antropológica esencial. Ello explica la diversa actitud del hombre y de la mujer en situaciones que afectan tanto a la sensibilidad humana, a los sentimientos y afectos, cuanto a su forma de realizar su sexualidad, de desarrollar su personalidad, orientar su vida y asumir un determinado rol social. En Más allá del bien y del mal dice Nietzsche: “Afectos idénticos tienen, sin embargo, un tempo (ritmo) distinto en el hombre y en la mujer por ello hombre y mujer no dejan de malentenderse” (MBM, IV, § 85, p. 95).
Hay sin duda, en Nietzsche una precisa valoración de la diferencia femenina: tiene clara conciencia de la especifidad de lo femenino, que no se cualifica sólo en términos negativos respecto al masculino, aunque se piense como contrapuesto a él (1). En un famoso texto de Así habló Zaratustra (“De las mujeres viejas y jóvenes”) (2) se explicita claramente ese conflicto entre sexos o antagonismo varón-hembra (3) presentando sus numerosas vertientes biológica, psicológica, moral, sentimental y afectivo-sexual, de las que se derivarán una serie de valores contrapuestos. En él se van describiendo los rasgos del hombre y de la mujer en la polaridad sexual que matizan grandemente la personalidad humana de uno y de otra.

Conviene leerlo detenidamente, pues constituye tal vez el epítome más completo y logrado que Nietzsche escribió sobre el tema que nos ocupa. Todos los aspectos de la relación entre los sexos pueden encontrarse en este texto paradigmático: la adscripción de la mujer al orden natural, la polaridad y antagonismo sexual, la debilidad y sumisión como atributos de la mujer en su relación con el varón, su dominación por parte del hombre, la distinta manera en que vivencian ambos sexos el amor o el odio, su distinta percepción del matrimonio y de la fidelidad etc. Cuestiones, todas ellas, que aparecerán dispersas en el resto de su obra con variados matices, pero conservando su significación esencial.
Lo primero que hay que destacar a la hora de analizar la concepción nietzscheana de la mujer es que Nietzsche sitúa a la mujer en el orden de la naturaleza. Ésta es su premisa y de ella derivará toda una serie de corolarios que determinarán dogmáticamente su visión de la mujer y de lo femenino.
Como apunta Amelia Valcárcel, para Nietzsche, la hembra es una continuidad natural y lo femenino una máscara. Por la cercanía que las mujeres tienen con todas aquellas cosas que la Naturaleza verdaderamente es y que la Cultura por el contrario oculta –todo lo que Nietzsche llama pudendum-, las mujeres, antes que rebeldes, suelen ser escépticas. Y más cuanto más avanza su edad. La creatura del varón comienza a deshacerse, va perdiendo razón de ser. Entonces es cuando dejan de tener espejismos sobre sí mismas y otros (4).

En efecto, la mujer es más afín a la Naturaleza que el varón. La hembra es una continuidad de la Naturaleza. La mujer no puede crear cultura, porque para ella la cultura es algo meramente exterior que no consigue afectar a su auténtica naturaleza. Nietzsche toma de Schopenhauer que “lo hembra” es una continuidad de la naturaleza; sin embargo, lo hembra es natural, mientras que lo femenino es el resultado de una ideación, una ideación seguramente masculina, por más señas” (5). La hipótesis de la continuidad sexual cuyos más conocidos seguidores fueron Weininger y Freud tendrá en ambos filósofos (Schopenhauer y Nietzsche) sus más claros precedentes, sus señas de identidad.
En segundo lugar, Nietzsche es muy consciente de la diferencia entre los sexos entendida siempre como contraposición del fuerte con el débil (6). El hombre se incluye en la primera categoría, la de los fuertes, la mujer entre los débiles. Habla así de una realidad vital femenina, distinta de la masculina. Esa contraposición, señala Amelia Valcárcel, (7) es la representación que usa más sistemáticamente Nietzsche para explicar la dialéctica hombre-mujer y también la dinámica moral, histórica o política en general:
Sabemos de la existencia de fuertes y débiles porque conocemos las concepciones del mundo de unos y otros y los mundos que resultan de la acción de cada uno de estos grupos (señores y esclavos, valientes y cobardes, guerreros y sacerdotes, romanos y judíos, hombres y mujeres) (8). Y añade que los valores de los fuertes se fundamentan en la potencia individual, mientras que los de los débiles lo hacen sobre el instinto de rebaño, aunque “no siempre esta ontología dual coincide con la frontera masculino-femenino”. Para Nietzsche, “ser hembra es ser madre y ser débil”, es decir ser sumisas y servir al hombre acomodándose a su función vicaria de la reproducción de la especie:
Lo femenino reconvierte ese trazo ontológico en un armazón valorativo: exagerando su debilidad se defiende de la fuerza. No hay en ello ninguna astucia, sino absoluta necesidad […]. Lo que las mujeres son se explica por lo que deben hacer. Acostumbradas a la sumisión desean normalmente servir. Y sirven a los varones, al estado, a la moral. Exageran su debilidad e implementan el instinto de rebaño. Sin embargo, la verdadera moral comienza allí donde ese instinto gregario termina. La verdadera moral es asunto de espíritus libres. Y en lo femenino la libertad no es regla, sino excepción. Hay pocas mujeres rebeldes (…) Lo mejor que pueden hacer las mujeres es acomodarse a su función vicaria. Ser el reposo del guerrero para cumplir así el transfundirse en el hijo que la especie gravosamente les impone (9).

Nietzsche estaba convencido, por otra parte, de que a través de la religión y la debilidad femenina se podía someter a los fuertes. En efecto, “todos los débiles desarrollan estrategias parecidas, gregarismo, hipocresía, con las cuales resultan a la postre, vencedores de los fuertes. En ese sentido, la cultura completa cristiana es enemiga de los valores arcaicos, fuertes, y expresión de feminidad, sobre todo en la parte más “femenina” de los varones débiles, el clero” (10):
“¡La mujer! Una mitad de la humanidad es débil, típicamente enferma, mudable, inconstante; la mujer tiene necesidad de la fuerza para agarrarse a ella, y tiene necesidad de una religión de la debilidad que exalte como cualidad divina el ser débil, el amar, el ser humilde (o mejor, que haga débiles a los fuertes), domina cuando consigue vencer a los fuertes (…). La mujer siempre ha conspirado con los tipos decadentes, con los clérigos, contra los “poderosos”, los “fuertes”, los hombres” (El nihilismo: escritos póstumos) (11).
Por ello, precisamente, Nietzsche advierte sobre el peligro que representan los débiles y enfermos para los sanos y bien constituidos:
“Los enfermos son el máximo peligro para los sanos […] La voluntad de los enfermos de representar una forma “cualquiera” de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos […] Sobre todo la mujer enferma: nadie la supera en refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no respeta, para conseguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar las cosas más enterradas (los bogos dicen: ‘la mujer es una hiena’)” (GM, III, § 14, 144) (12).

Todo esto ya lo había intuido el antropólogo Johan Jacob Bachofen. Entre Bachofen y Nietzsche se daría, sostiene Alicia Miyares, un claro paralelismo mostrando la cara y cruz de teorías misóginas que fijaron el valor de la debilidad como esencial de la feminidad. Pero no solamente la religión es debilidad y feminización, sino que “la moral es también inmoral cuando se feminiza […], cuando rebaja y diluye los valores masculinos de la voluntad en los femeninos de la sumisión, léase resignación. La argumentación discurre en los siguientes términos: toda mujer es débil y ninguna mujer es moral. Por consiguiente, la propia moral es inmoral cuando soporta en su ánimo los valores de la debilidad”. La mujer no es individuo ético porque carece de la voluntad. Nietzsche es en esto claro y contundente: “La felicidad del hombre se llama: yo quiero. La felicidad de la mujer se llama: él quiere” (AHZ, I, “De las mujeres viejas y jóvenes”, 107).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Wanda Tommasi, op. cit., p. 169.
2) Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1972. En adelante: AHZ.
3) AHZ., I, “De las mujeres viejas y jóvenes”, pp.105-107.
4) Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, op. cit., p. 48.
5) Ibid, p. 46.
6) Sobre esta temática cfr. Luis Jiménez Moreno, Hombre, Historia y Cultura. Desde la ruptura innovadora de Nietzsche, Espasa-Calpe, Madrid, 1983, capitulo IV, “La pareja humana”, pp. 71-95.
7) Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, op. cit., pp. 45-51
8) Ibid, pp. 45-46.
9) Idem.
10) Ibid, p.49.
11) F. Nietzsche, El nihilismo: escritos póstumos, Península, Barcelona, 1998. Es, por tanto, comprensible, según Nietzsche, que la mujer, por su debilidad constitutiva, se identifique históricamente con la religiosidad y con la promoción de los valores religiosos. Alicia Miyares ha mostrado a este respecto la clara vinculación existente entre Bachofen y Nietzsche en lo que se refiere a esta identificación entre mujer y religiosidad, que no sólo será una constante en el pensamiento misógino a lo largo del siglo XIX, sino que tendrá amplia repercusión en el psicoanálisis y en el feminismo posteriores.(Cf. «Hacia una ‘nueva espiritualidad’: misticismo contra feminismo”, en Amelia Valcárcel, Rosalía Romero (eds.) Pensadoras del siglo XX, Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla 2001, p. 174).
12) La genealogía de la moral, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1980. En adelante: GM.
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