Hace unos días descolgábamos del salón de actos del Hospital Virgen de las Nieves la exposición “Las etapas de la vida” de Ana López Jiménez. He tenido la enorme fortuna de acariciar sus cuadros, de rozar sus aristas, de oler a pintura, de mimar, con el silencio al que invitan, las pinceladas de la artista. Hay días en los que la suerte se finge viva.
En el espacio que habitaban los cuadros, quedan ojos, mariposas, peces, relojes, hilos apenas perceptibles que dan cuenta del generoso concepto de la autora, de su propia filosofía: “He querido pintar la brevedad del tiempo”. Son imágenes persistentes que se decoloran, se multiplican hasta crear un lenguaje con el observador, al que no le hará falta mucho conocimiento para darse cuenta de la belleza de cada obra, de que, detrás de los trazos, hay un estilo propio, poderoso, un alma que transmite color, sensibilidad, pasión; en suma: poesía.
Uno siente la tentación de buscar espacio para toda la colección, adentrarse en cada ojo, en cada brújula que marca el punto cardinal de uno mismo. Sus pinturas provocan nuevas miradas más allá de lo que ve la retina a simple vista; permiten pensar cosas que no se habían pensado todavía. Son imágenes que nos interrogan, suscitan quimeras reflexivas hasta llevarnos al centro de la luz; allí donde se irradian todas las demás preguntas; allí donde no es necesario morir para renacer, sino sólo dejarse llevar por los sentidos, por su universo de ideas donde, a pesar de los relojes, el tiempo queda diluido, disgregado, confundido con la clara luminosidad del conocimiento, aquella que transmuta al artista y le enseña a proyectar su saber para transformar de un modo poderoso el mundo en algo mejor.
Contemplar sus cuadros mas allá del espacio que ocupan, es como observar un cielo estrellado de formas oníricas, de perspectivas que atravesaran el lienzo y a uno mismo. Es la física cuántica la que concede a nuestra conciencia un papel decisivo en el proceso de crear y de experimentar realidades distintas. La percepción de la realidad de Ana está, en cierta medida, contraída en base a su conciencia, a su mundo objetivo, que no dista mucho del del ser que se interroga y se busca en el infinito. Y esta percepción forma parte de la emoción, de esa parte de deslumbrante felicidad que proporciona la contemplación de la obra de una verdadera artista. “El arte es un método de inclusión. Una forma de expresión universal, pensamientos, emociones. Creo que los artistas hacemos uso de la imagen, y la imagen tiene un poder de impacto superior al de las palabras”.Queda el dolor repetido de la despedida, de las definitivas y de las que son encuentros; el dolor del tiempo no compartido (como tantos).
Fui solamente para envolver los cuadros. Me vine con el alma llena de invisibles lazos de afecto, de hondos significados. Si Ana no hubiera sabido que la pintura es la poesía que habla, si no supiera que la poesía es pintura que siente, quizá, sólo quizá, nada de esto hubiera sido posible. Los códigos del arte crean puentes, construyen mundos, que siendo paralelos, en la distancia se unen en ese “hacer” del que ya hablaba Platón en su “poiesis” como la actividad creativa que otorga existencia a algo que antes no la tenía.
Quedó el corazón envuelto en el celofán de las horas revividas.
José Mª Cotarelo Asturias
Julio, 2018
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