Tomás Moreno: «Reflexiones para el Tercer Milenio, XIV: Tres aproximaciones a la esencia del poder y un anexo (Maquiavelo, Étienne de la Boétie, Albert Camus, 1/4)

I. NICOLÁS MAQUIAVELO Y SU LEGADO

Tratar de indagar acerca de la esencia del poder y de la política en un simple ensayo para un público (estudiantil o bachiller) todavía no suficientemente avezado en tan ardua temática es una empresa pretenciosa, por no decir imposible. Pero elegir unos pocos teóricos o pensadores del poder y de la política, lo suficientemente significativos y reconocidos, que hayan reflexionado sobre esa problemática en sus obras y escritos, desde su propia experiencia vital (no exclusivamente libresca), con profundidad, lucidez y pasión, es algo si no plausible sí, al menos, pretendible o aspirable, aunque sea de manera aproximada o propedéutica. Eso es lo que hemos intentado aquí, eligiendo, para llevar a cabo esta nueva reflexión, a tres grandes pensadores: Maquiavelo, Étienne de la Boétie y Albert Camus. En el Anexo analizamos propuestas políticas utópico-mesiánicas que, como un ritornello en el devenir histórico-político, siempre emergen especialmente en épocas de crisis, cambio, incertidumbre y desorientación como la nuestra.

El 10 de diciembre de 1513 Maquiavelo —represaliado y exiliado en su casa de campo El Albergaccio, en Sant’Andrea in Percusina (en las afueras del municipio de San Casciano, cerca de Florencia en la Toscana)— escribe a su amigo Francesco Vettori, embajador de Florencia ante el Papa Médici León XIII, las siguientes palabras: “He compuesto un opúsculo “De Principatibus” en el que analizo lo mejor que puedo el problema que plantea un tema de esta naturaleza: qué es el Poder, cuántas especies existen, cómo se adquiere, cómo se conserva, por qué se pierde. Y si alguna de mis elucubraciones le han gustado, ésta no debería desagradarle. Ésta debería dar satisfacción a un Nuevo Príncipe”. Desde entonces el destino —“habent sua fata libelli, decían los clásicos— de este opúsculo será verdaderamente deslumbrante, espectacular.

La aparición de El Príncipe representa uno de los momentos estelares de la ciencia política occidental — por utilizar una expresión felizmente acuñada por Stefan Zweig (1) — y una de las obras que mayor influencia ha ejercido en la teoría y en la praxis política de toda clase de hombres de Estado y gobernantes (déspotas y tiranos, unas veces, prudentes republicanos o avisados patriotas, otras) desde el Renacimiento hasta nuestros días. Manual o libro de cabecera, desde entonces, de reyes y gobernantes, de Papas y Emperadores, de políticos y diplomáticos, de teóricos y filósofos políticos de toda índole. Escrita en 1513, divulgada en forma manuscrita a partir de 1515 y publicada póstumamente en 1532 (2) es, sin duda, la obra política más leída y discutida, más ensalzada y denigrada de la literatura política de todos los tiempos. Verdadero best-seller en su tiempo, pocos libros han ejercido tanta influencia o dejado tanta huella en los ámbitos políticos occidentales como este auténtico breviario para gobernar del pensador y escritor florentino Nicolás de Maquiavelo (1469-1527) (3).

Desde su publicación, y a lo largo de los siglos posteriores “El Príncipe” fue leído, consultado y utilizado como guía de gobierno en la Iglesia renacentista y en las cortes europeas de la época moderna. Un Papa, Clemente VII (Médici) dio licencia para editarlo en 1532; otro Papa, Sixto V, en 1590, mando hacer un extracto del mismo para su uso. El emperador Carlos V fue asiduo lector de la obra y consideró de provecho su utilización para la educación política de su hijo Felipe II. Dos emperadores otomanos de la época -Ahmrat II y Mustafá I- lo hicieron traducir al turco. Los Reyes Absolutos y los Déspotas ilustrados del XVII y XVIII (desde Enrique III y Enrique IV, Luis XIII y Luis XIV, hasta Catalina de Médicis, Cristina de Suecia, Poniatowski de Polonia o Christian de Dinamarca) se inspiraron en sus páginas. No sólo los absolutistas sino también republicanos, partidarios de la democracia, como Rousseau, lo elevaron a la categoría de modelo a imitar. El propio Napoleón, ya en el XIX, comentó y glosó con unas ochocientas anotaciones su propia edición de “El Príncipe”, llegando a afirmar: “Tácito sólo escribió novelas. Gibbon, cuentos de hadas. El único libro digno de ser leído sobre la materia política es El Príncipe de Maquiavelo”.

Y, ya en el siglo XX, Mussolini dedicó al libro del florentino un elogioso y largo ensayo (Preludio al Machiavelli) en la “Enciclopedia Italiana” (1922-25). Hitler siguió con perversa y consumada maestría sus consejos. Lenin, lo recomendaba abiertamente a los bolcheviques; Mao Tse Tung aprendió en él su doctrina de la razón de estado e incluso el propio Che Guevara lo llevaba en su mochila cuando en su juventud, recorría en motocicleta las irredentas tierras americanas. Gramsci vio en la figura y acción política del Príncipe un verdadero paradigma anticipador de cómo debería organizar su praxis el Partido comunista italiano, encarnación colectiva del “Nuevo Príncipe(4).

Políticos y diplomáticos de todos los lugares y tiempos, desde Richelieu o Metternich hasta Kissinger, declararon en alguna ocasión haber tenido muy en cuenta sus consejos y enseñanzas, a la hora de pergeñar sus estrategias diplomáticas en cuestiones de política internacional y de relaciones entre Estados. Sus recomendaciones sobre el modo de adquirir, conservar y acrecentar el poder, sus doctrinas de la razón de estado serán aplicadas y practicadas por Estados, partidos, grupos de presión y gobernantes desde que el mundo es mundo. Es por ello por lo que Jean Paul Sartre escribiría en su obra teatral Las manos sucias: “El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo, es tan antiguo como la perversión humana”. Afirmación que recuerda aquella otra de nuestro Feijóo, en su “Teatro crítico universal”, cuando afirmaba que “el maquiavelismo debe su primera existencia a los más antiguos príncipes del mundo y a Maquiavelo sólo el nombre”.

Por esta obra —en verdad coyuntural y de circunstancias, que no expresa la integridad o totalidad de su pensamiento (5) — Maquiavelo pasó a la historia del pensamiento político como “maestro del mal” (en expresión, ya clásica, de Leo Strauss (6) y su nombre adjetivado (maquiavelismo o maquiavélico) como sinónimo de astucia, malignidad, cinismo, fría y despiadada crueldad. Durante siglos una “aureola” de refinada maldad sin escrúpulos ha sido asociada a su nombre. Baste leer en cualquier diccionario de cualquier idioma occidental sus diversas acepciones, para constatar que vienen a significar algo parecido a “mala fe”, “astuto y hábil para conseguir algo con engaño y falsedad” o “intrigante, mezquino, cruel, despiadado”, “enemigo de la moral y de la religión” o “corruptor de la política”. Entre los anglosajones se llega al límite de animadversión al atribuir en lenguaje coloquial al diablo eufemísticamente el propio nombre del escritor florentino: Old Nick (Viejo Nicolás). Si ya es ominoso satanizar a Maquiavelo, mucho más lo será maquiavelizar al propio Satanás. Así el nombre de Maquiavelo, encarnación humana del diablo y/o del Anticristo y símbolo del mal, recorrerá la historia del pensamiento político hasta nuestros días. Lord Macaulay, un famoso historiador inglés, en sus “Ensayos de crítica e historia”, llegará por ello a afirmar que “ningún nombre en la historia de la literatura se ha hecho tan odioso”.

Entre sus detractores figuran, en primer lugar, la Iglesia católica que, a partir de la Contrarreforma, calificará a Maquiavelo como anticristiano, pagano y enemigo de la Iglesia. Por orden del Papa Pablo IV condenará sus escritos y doctrinas, incluyendo en 1559 sus obras en el “Index Librorum prohibitorum”, por atentar contra el dogma, la moral, las buenas costumbres y el magisterio de la misma. Un año después, en 1560, el Concilio de Trento confirmará esta condena prohibiendo su lectura bajo pena de excomunión. Pero serán, dentro de la Iglesia, los jesuitas sus enemigos más encarnizados e implacables y quienes lo quemarán en efigie en Ingolstad como hereje. El ataque a Maquiavelo llegó a ser para alguno de ellos todo un género literario. Entre los escritos antimaquiavélicos de los jesuitas señalaremos: “De legibus” (1612), de Francisco Suárez, “De Rege et Regis Institutione” (1599), de Juan de Mariana, “De regni regisque Institutione”, de Fox Morcillo (1553). Baltasar Gracián, en “El político” (1651), lo descalificará como “charlatán de feria”, pero fue sobre todo Pedro de Rivadeneyra, con su “Tratado del Príncipe cristiano. Contra lo que Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñaron” (1595), quien con más saña y determinación trató de desautorizar sus doctrinas y obras. Fuera ya de los ambientes eclesiásticos, debemos citar las obras “Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás”, de Francisco de Quevedo (1595) y la “Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas”, de Saavedra Fajardo, publicado en Munich en 1640, como las más representativas de la inquina y hostilidad de los tratadistas católicos a la cruda y amoralista visión maquiavélica de la política como simple técnica del poder, autónoma, laica y secularizada, esto es: emancipada de toda ética, moral, metafísica, religión o instancia extrínsecas a la misma.

Pero también, en los ambientes no católicos sino protestantes, su figura y doctrinas fueron también objeto del rechazo más absoluto. Entre los protestantes las enseñanzas maquiavelianas eran identificadas con las de los propios jesuitas, sus enemigos declarados, llegando a mofarse de ambos al utilizar con frecuencia expresiones como Maquiavelo jesuita o Ignacio Maquiavelo, para referirse al escritor florentino con la intención de desacreditarle. En 1572, después de los acontecimientos sangrientos de la Noche de san Bartolomé (días 23 y 24 de agosto), sus responsables, Catalina de Médicis y colaboradores, fueron acusados de seguir una política “italiana”, esto es, inspirada en Maquiavelo. Cuatro años después, en 1576, un hugonote ilustre, Innocent Gentillet, publicará un “Discurso” (conocido como “Antimaquiavelo”) para tratar de refutar sus doctrinas anticristianas. En el siglo XVIII, en plena Ilustración, será un déspota ilustrado, Federico II de Prusia, quien escribirá, con la ayuda y colaboración de Voltaire, en 1740, un panfleto titulado “Antimaquiavelo. Examen del Príncipe de Maquiavelo”, y en 1744, un “Miroir des princes”, también de índole moralista y didactizante. Su figura y doctrinas traspasaron el marco político estricto para reflejarse en el teatro y la literatura de su época: tanto en Francia, como en Inglaterra. En Francia, a través de las tragedias de Corneille y de las fábulas de La Fontaine; en la Inglaterra isabelina, está obsesivamente presente en los dramas y tragedias políticas de Shakespeare (7): “Hamlet”, “Macbeth”, “Ricardo II”, “Ricardo III”, y, sobre todo, en “Enrique VI”, 3ª parte (IV-V), en donde alude a Maquiavelo con los adjetivos de “criminal” y “sanguinario”.

Pero no todos los lectores de “El Príncipe” y de los “Discorsi” llegarían a ser enemigos o adversarios del florentino. Maquiavelo contó igualmente con defensores y apologetas entre políticos y teóricos de todos los tiempo y lugares, como antes señalábamos. Entre los primeros cabe destacar a un seguidor tan conspicuo como Francesco Guicciardini, embajador florentino ante el Rey español Fernando el Católico —modelo de Príncipe virtuoso para el gran estadista, escritor y secretario de la Signoría florentina— y amigo y confidente suyo; y, entre los segundos, a teóricos tan afamados como Juan Botero o Pablo Sarpi, entre otros muchos. Sin olvidar a los tacitistas españoles de los siglos XVI al XVII (Álamos de Barrientos, Antonio Pérez) y otros muchos seguidores del pensador florentino, de los que seguidamente trataremos.

BIBLIOGRAFÍA y NOTAS

(1) La expresión utilizada se inspira en el famoso libro Momentos estelares de la humanidad del inolvidable escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942).

(2) La primera edición es en efecto póstuma, de 1532, editada en Roma por Antonio Blado y en Florencia por Bernardo Giunta. Sobre la figura y la vida de Maquiavelo véanse: Marcu Valerio, Maquiavelo, Austral, Madrid, 1945; Pasquale Villari, Maquiavelo, su vida y su tiempo, Grijalbo, Barcelona, 1969; A. Renaudet, Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 1965; M. A. Granada, Maquiavelo, Barcelona, 1981; Quentin Skinnner, Maquiavelo, Alianza, Madrid, 1984; Edmond Barincou, Maquiavelo Salvat, 1985; José María Bermudo, Maquiavelo, consejero de Príncipes, Universidad de Barcelona, 1994; Maurizio Virolo, La sonrisa de Maquiavelo, Tusquets, Barcelona, 2000.

(3) Las ediciones de la obra son numerosísimas en castellano: Tecnos, Planeta, Sarpe, Austral, Cátedra, Bruguera etc. Entre las mejores destacamos: Maquiavelo, El Príncipe, trad. y prólogo de Miguel Ángel Granada, Alianza, Madrid, 1981 y Maquiavelo, El Príncipe, edición de Andrés Plumed, Alhambra Longman, Madrid, 1987.

(4) Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno, Nueva Visión, México, 1980

(5) En efecto: son los Discorsi (1531) la obra más extensa, completa y ambiciosa del pensador florentino, la que expresa la globalidad de su pensamiento político y el marco teórico en el que debe ubicarse e integrarse El Príncipe como la “parte” en el “todo”. Ambas se refieren a aspectos y situaciones distintas (normales o excepcionales y de crisis, respectivamente) de la vida política de un Estado determinado. Véase al respecto: Rafael del Águila y Sandra Chaparro, La República de Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 2006.

(6) Leo Strauss, Meditación sobre Maquiavelo, I. E. P., Madrid, 1964.

(7) Cfr. Federico Trillo-Figueroa, El Poder político en los dramas de Shakespeare, Espasa, Madrid, 1999

 

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