José Vicente Pascual: «Maristas, 73, los viejos más jóvenes de la historia»

(Maristas 73, con motivo de su 50º aniversario)

Vivan Jesús, María y José.

Los días 27 y 28 de este florido mayo se ha conmemorado el quincuagésimo aniversario de la promoción de bachillerato correspondiente al año 1973. La organización del evento, tan eficiente como generosa, ha invitado a participar en el mismo a todos quienes fueron alumnos maristas en el decurso temporal entre 1963 y 1973, a pesar de que, lógicamente, muchos de quienes acudimos a la cita no acompañamos el trayecto completo ni nos graduamos bachilleres en este centro.

 

Al final, como siempre, como todo en la vida, la importancia de rememorar experiencias compartidas se encuentra en el presente, no tanto en el vínculo como en el aprecio de aquellos elementos vivenciales fraguados a lo largo del tiempo y reconocidos como propios de un pequeño colectivo, en el cual aún pervive cierto sentimiento de identidad. Por lo claro: ser alumno marista durante algunos años, empezásemos o no el ciclo en el colegio, concluyéramos o no el bachillerato en aquellas aulas, ha marcado la infancia, primera juventud y memoria estudiantil de muchos granadinos, entre los que naturalmente nos encontramos. Y también por lo claro: la nuestra, la promoción del 73 y la generación a la que pertenecemos, recorrió ese trayecto con la avidez y curiosidad propias de la edad aunque, ciertamente, no lo tuvimos nada fácil.

Los tiempos eran todavía los clásicos de “la letra con sangre entra”, por lo que convenía espabilar para no merecer más “chacolinazos” de los imprescindibles, es decir, los inevitables. Aunque la mayoría íbamos esquivando bien que mal la rigurosa disciplina docente, de ninguna manera podíamos sustraernos a la crudeza del enunciado: la letra con sangre entraba, gran verdad, y lo peor era que había mucha letra por entrar y muchísima materia esperando turno. Al día de hoy puede parecer incluso estrafalario ir al detalle de los contenidos que debíamos asimilar; y desde luego, ponerlos en comparación con los actuales planes de estudio sería poco menos que temerario. Yo creo que con decir que a los trece años ya estábamos sobradamente familiarizados con el latín, el teorema de Tales, las tablas trigonométricas, la formulación química y los afluentes del Nervión por la derecha, queda todo más o menos dicho y el asunto más que explicado.

Esto no puede ir a peor”, pensará, quizás, algún bondadoso partidario de la educación contemporánea, la que denosta el memorismo y no insiste en el dato concreto y exacto sino en dónde buscarlo por internet, al valor de una incógnita resuelta en una ecuación prefiere el valor de un abrazo entre compañeros de clase y a la perspectiva caballera antepone el dibujo técnico con perspectiva de género. En fin, a lo que íbamos.

Sí, infaustamente: sí que pueden ir las cosas a peor, señores míos y señoras mías. Pueden ir a peor porque nuestra promoción fue una de las últimas y nuestra generación, seguro, la última concienzudamente instruida, capacitada, educada y moralmente adiestrada para vivir en un mundo que ya no existía. No hace falta recordar con demasiada minucia la historia de España —y de occidente— para comprender que aquello no podía haber ocurrido de otra manera. Los enciclopédicos conocimientos adquiridos fueron siempre muy útiles —quiero pensar que este “siempre” es fundado—; pero la descripción relacional con el mundo, lo que llamamos ahora habilidades sociales, resultaron de suspenso en junio y en septiembre, lo que nos obligó a todos a repetir curso. Perdónenme la inmodestia pero creo que la suave metáfora está bien traída: hubo que repetir de memoria todo lo aprendido, separar lo sustancial de lo coyuntural, lo inmutable verdadero de lo relativo cultural y recomponer el mapa porque el territorio había cambiado y ya nunca iba a dejar de cambiar.

Se nos educó en la mausoleica presunción de un mundo inmutable, tanto dentro como fuera del ámbito académico. Las señales de lo cotidiano indicaban que, en efecto, la vida era un ciclo siempre refundado sobre sí mismo, una perpetua insistencia en los mismos valores, los mismos conocimientos, las mismas costumbres, los mismos usos sociales y no digamos idéntica relación de los individuos con el poder del Estado. Nuestros profesores —con hábito o sin él— eran siempre los mismos año tras año, siempre los mismos en los mismos cursos e impartiendo las mismas asignaturas; sabíamos quién nos daría clase al siguiente curso, qué libros de texto íbamos a utilizar, qué nos iban a enseñar, qué material escolar necesitaríamos y, en el caso de tener hermanos mayores en el colegio, en qué condiciones heredaríamos material y libros. La vida y la enseñanza eran como las leyes de la física newtoniana o como los principios de la filosofía aristotélica: sólidamente anclados a la presunción de infalibilidad y, por eso mismo, del todo invariables. Como dice el hermano Jorge en El nombre de la rosa: “No hay progreso en el conocimiento, todo es una sublime repetición bajo la mirada divina”. Para nosotros, aquello era tan previsible y tan cierto como que si hoy fuese jueves pasado mañana sería sábado, como que en Granada, en verano, por la noche refresca.

No es que el mundo en el que tuvimos que desenvolvernos fuese distinto, muy distinto o un poco distinto a la realidad que nos tocó vivir más tarde, ya adultos. La parte difícil del problema consistió en obligarnos a nosotros mismos a comprender que vivíamos en un mundo por completo ajeno —no diferente, ajeno— a aquel otro presupuesto inalterable para el que fuimos educados. Por tanto, la primera y urgente tarea fue entender, asumir y aprender que la realidad social y el universo de referentes sapienciales en el que viviríamos estaba en continua evolución y en permanente cambio. Desde ese punto de vista, yo creo que somos la primera generación que ha sabido adaptarse —a la fuerza ahorcan— desde la pretecnología analógica del transistor y la calculadora Casio a la Inteligencia Artificial, con los obligatorios saltos intermedios. También muy cierto: una ventaja tenemos sobre la gente menos añosa, la de haber vivido y disfrutado todos los avances tecnológicos que van del Cinexín a Netflix, pasando por la revolución del CD y el DVD, pasando por las emociones del vídeo doméstico, pasando por la aventura de guardar un teléfono móvil en el bolsillo temiendo que llegase a sonar, como quien lleva encima el postrer aliento de un milenio que se extingue y nos deja un legado que es un excitante misterio.

Despiertos a la experiencia, nuestra juventud no se ciñó a los límites convencionales del calendario sociológico sino que, sin remedio, tuvo cualidad prorrogable en la medida en que todo avanzaba deprisa y sustancialmente y apenas teníamos tiempo para detectar la mudanza y adaptarnos a ella. Todo y durante mucho tiempo fluyó vertiginosamente, tanto que aún no ha dejado ese “todo” de cambiar y cada día encontramos nuevas sugerencias y nuevos retos para el conocimiento que nos impresionan y a menudo nos sobrecogen. Si lo más excitante y al mismo tiempo turbador de la juventud es el descubrimiento del mundo —de la vida—, fue nuestra generación la del descubrimiento permanente, hasta muy sobrepasado el tiempo que, por lo común, se atribuye al divino tesoro de la mocedad. La mirada asombrada duró y está durando lo que dura una vida.

Hace años, en la presentación de un libro que yo había escrito y cuyo título no recuerdo, el profesor Álvaro Salvador rememoró la famosa sentencia de Vázquez Montalbán según la cual “España tiene los escritores jóvenes más viejos del mundo”. Ciertamente, a mis cuarenta y pocos años, según los reseñistas de prensa y publicaciones especializadas yo seguía siendo un “joven escritor”, y de verdad que me resultaba muy difícil concluir la transición a la anhelada madurez. Lo que hubiese de márketing en todo aquello lo dejo a la imaginación de los demás, pero, por mi parte, les aseguro que en aquella edad me sentía forzado a escrutar el panorama de la vida con los ojos de uno que acaba de llegar, entre otras razones porque casi todo lo que había fuera y resultaba interesante, acababa de llegar. Dejar de ser joven, en contra de lo que opinase gente de tanto criterio como Óscar Wilde y algunos otros en su línea, no era un drama ni una tragedia. Lo dramático habría sido conformarse con ser viejo y observar el mundo con mirada cansada, resignada al “no va más”. Así hasta hoy. Estoy convencido de que a todas las personas de mi edad, generación y promoción, fueran cuales fuesen sus devociones y dedicaciones profesionales, les ha sucedido lo mismo. La modernidad dejó de ser una moda hace mucho tiempo. Tampoco es un capricho. Hoy, quien se despista una semana y quien cede cuatro ratos a la nostalgia, está fuera. Y, como suele decirse, fuera hace demasiado frío.

Foto oficial 50ºaniversario (Pulsar sobre la imagen para agrandar y luego en la lupa)

En cuanto a otras dimensiones del devenir humano, algunas tan fundamentales como el papel de los hombres y las mujeres en la sociedad y en el seno de la familia, los cambios trascendentales en la episteme cultural, la revisión en ámbitos de la ética cotidiana de actitudes que en otros tiempos eran normales y hoy serían anormalidades insoportables… Qué quieren ustedes que les diga: lo humano es adaptarse a los cambios, lo inhumano es pretender que nada evolucione ni se transforme y vivir arropados en una burbuja, tan a gusto en el cartón piedra de la contemplación y la virtud asentada sobre ideas de cemento.

Así al fin, ya viejos pero no vejetes, en “la juventud de la ancianidad” como definió Francisco Ayala a quienes concluyen en sanidad la sexta década de su existencia, acordamos una mirada al pasado para reconfortarnos cada cual desde su trayectoria y su aprendizaje del “exterior”, aquella geografía humana que nunca nos fue desvelada en las aulas colegiales y que supuso el mayor reto de nuestras vidas. Esa fue la gran ventaja favorecida por la necesidad constante de entender, aprender y adaptarse, un signo que nos ha acompañado desde que somos adultos: no hemos tenido oportunidad de apoltronarnos, de descuidar aquella mirada inquieta sobre el mundo que nos mantuviese aptos para lo contemporáneo. Dicho en otras palabras: no hemos podido hacernos viejos, so pena de quedar no sólo viejos sino apartados del fluir de la vida. Y eso nunca, pues las circunstancias del viaje y la permanente atención al discurrir de lo cotidiano nos han obligado a ser, Dios me oiga, los viejos más jóvenes de la Historia. Y amén.

José Vicente Pascual

Redacción

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