Casi siempre exagerabas con su belleza y hermosura. Mi pueblo era un paraíso de libertad, jugabas en la calle Cristo hasta bien entrada la madrugada, no había peligro alguno, salvo una caída o un chichón, que siempre se curaba con una perra gorda atada a la frente con un pañuelo.

Desde pequeño siempre entendí el significado de la palabra forastero y no es por las pelis del oeste; los forasteros son los que vienen de fuera y que, aunque tengan una casa en la playa, nunca conseguirán el status de ser “de aquí, pues siempre terminan con las vacaciones.

Todo el que ha sido de pueblo ha sido precoz en muchas cosas, no todas buenas, el primer pitillo a escondidas, el primer vaso de vino, el conducir sin carnet, pero sobre todo estaba la bicicleta, esa gran aliada que hacía que tus sueños te llevasen al río, a la Caleta, a la Guardia, al Gambullón y por supuesto te daba libertad.

Los de pueblo nunca estuvimos en un campamento de verano ni en un grupo boy scauts, ni falta que te hacía. Pues todo tu mundo lo tenías al lado. Has plantado cañas de azúcar, recogido tomates, almendras, desgranado maíz. Y lo mejor de todo te lo comías sentado en el ribazo de un balate.

Sabes cómo se baila un pasodoble. Muy pronto aprendiste en los bailes del Paseo de la Flores cómo se agarraba a la chica y cuántos pasos había que dar para no hacer el ridículo. Por supuesto, casi todo el mundo tiene un mote, “el niño de Laurica”, o incluso puede que tengas varios si has heredado los de tus familias (uno por parte de padre y otro por parte de madre).

La gente se sabe tu vida, aunque hace años que no pasas por allí. Si hay algún despistado todavía que no sabe de qué pueblo estoy hablando, que me lo diga por favor.

Texto y fotos: Antonio Luis Gallardo Medina.

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