Órgano para una catedral vacía
Acabo de enterarme de que anoche falleció el organista, Juan Alfonso García, y me he acordado de este artículo que le dedique en Ideal, el 30 de diciembre de 2003.
Me lo encontré varias veces por Granada, siempre con ese humor que tenía, y me decía para que me lo creyera: “Leandro, muchos me han dicho que les ha gustado el artículo que me dedicaste”. Gracias, Juan Alfonso, siempre te recordaré como el organista de la Catedral y como mi profesor de religión, en la Casa Madre del Ave María.
“Son cerca de las diez de la mañana, cuando me acerco a la Catedral de Granada. La misa casi está finalizando, pero aún tengo tiempo de escuchar los acordes de la música sacra del órgano, que parecen revolear entre las columnas. Borrosamente observo a una viejecilla que se levanta para comulgar y, unos minutos después, terminado el oficio coral matutino, se marcha. Echo una mirada hacia atrás, y me doy cuenta de que estoy inmensamente solo en las hileras de los fríos bancos; sin embargo, el organista sigue tocando mientras los canónigos del cabildo entonan los cantos gregorianos. Y allí, envuelto en una especie de clamor y en medio de una repetición de notas, estoy viviendo unos momentos extraños e irrepetibles.
Me imaginaba estar contemplando la filmación de una película, aunque esta vez Beethoven no era el sordo: ‘Música de órgano para una catedral vacía’ podría ser el título. El cántico religioso seguía zumbando sobre mi cabeza y, completamente atónito, asisto a un ‘concierto para mí solo’. Al poco oigo al cura Juan Alfonso García bajar las escaleras, y luego lo veo cruzar el largo pasillo que lo separa de la sacristía; mientras que el coro de canónigos sigue cantando a ambos lados del altar, como si tal cosa. Juan Alfonso está considerado por muchos como el mejor organista de España y, sin embargo, ahora toca música para sordos. Lo tuve como profesor de Religión en 5º de Bachiller, en el Ave María de la cuesta del Chapiz, y en una ocasión subí con él para oírle tocar unas fugas de Bach, en el órgano de la Catedral. Lo saludo y le confieso que estoy emocionado: “Cuando yo estaba sentado en el banco, era impresionante ver que no había nadie en la catedral para escucharte”, le digo.
–A mí no me afecta esta ausencia de público, aunque en un concierto es posible que me sintiera alicaído. Pero fundamentalmente se toca para el Altísimo y, como diría aquél, para los piadosos bancos y las devotas columnas. ¡Nunca se está solo en la catedral! Yo he estado diez años cuidando a mi madre y he perdido facultades, porque éste es un trabajo que exige juventud y a uno se le pasa la edad. Ahora estoy preparando la publicación de un volumen con obras de órgano. El título va a ser ‘Siete partitas corales y doce piezas barrocas’. Nacen como consecuencia de estar en contacto diario con un ámbito lleno de obras barrocas, como las de Alonso Cano, y esto te condiciona y te lleva de la mano. He compartido dos dedicaciones musicales, la de organista y compositor: cada una es para llenar una vida, aunque yo me siento más compositor que organista. Mira, yo todas las mañanas saludo a la ‘Inmaculada’ de Alonso Cano. ¿No la ves allí? –está al fondo de la sacristía, en una hornacina–. ¡Es grandiosa, de madera de cedro! Yo la he cogido varias veces con la mano y, sin la base, no pesa nada –vibra al decirme esto, mientras contemplo por vez primera la joya de la Catedral.
Entre sus composiciones musicales de órgano destaca ‘Epiclesis’, que significa llamada o invocación; es como un rito cristiano donde se invocaba la venida del Espíritu Santo. La hizo en el centenario del nacimiento de Manuel de Falla, con quien se siente muy vinculado. También ha compuesto la suite ‘Ave, spes nostra’ (Salve, esperanza nuestra), para gran órgano. Confiesa que se tiró todo un año interpretando a Correa de Araúxo (s. XVIII), el mejor compositor andaluz de órgano. Y en los años setenta solía tocar mucho el ‘Pasacalle y fuga en do menor’ de Bach, una obra colosal e inmensa. No conforme con esto, ha publicado la ‘Biografía de Valentín Ruiz Aznar’ a quien considera su maestro; y también ha escrito ‘Iconografía mariana en la catedral de Granada’, dedicada en parte a Alonso Cano. Asegura que, en cada cuadro de éste, empieza a sacar símbolos aunque no sabe apreciar la pincelada.
–El órgano es un instrumento que me atrae. Ahora no tengo ninguna obligación de tocar y, sin embargo, subo. A veces he subido las escaleras casi a rastras, porque tengo artritis en las manos. Pero me atrae mucho –y dice con orgullo–: Yo he sido el organista de la catedral de Granada que ha estado más años tocando, pues llevo ya 45. Y me gustaría que me pusieran un poquillo al ‘lao’ de Gregorio Silvestre (siglo XVI), el organista de catedral más eminente de España y que también fue un célebre poeta. En cambio me dan pena muchos compositores de hoy día, porque se mueren sin haber compuesto una melodía.
Caminamos muertos de risa por el Zacatín abajo, mientras enlaza su brazo del mío. Goza de buen humor, aunque algunos chistes suyos no pueden contarse. Me refiere una anécdota de los años de la posguerra, que le contó personalmente Joaquina Eguaras, a la que todo el mundo besaba. Estaba el conocido canónigo, Eduardo Vílchez, oficiando un triduo en un convento, y dijo en el sermón: “Venerable comunidad de religiosas clarisas del convento de Santa Inés la Real, devoto perro –a un chucho que andaba por allí–, ¡hola Joaquina!”. Juan Alfonso me escruta con sus cansados ojos azules, y me dice mientras arruga la frente: “El tiempo merma mucho, todo va mermándose, y también los sentimientos”. Es un cura sencillo al que pronto le coges afecto y, alguna que otra vez, me lo veo por la calle enfundado en su gabardina beige y con su sempiterna boina. Viene de tocar para los piadosos bancos”.