III. LA FASCINANTE PERSONALIDAD DE SIMONE WEIL
La vida de Simone Weil, que acabamos de pergeñar, estuvo envuelta, al igual que su fuerte personalidad y su propia obra filosófico-intelectual, en un halo de leyenda y de excepcionalidad. Como recuerda Laura Boella: «Entrega y sacrificio, voluntad de ‘ser’, de estar presente en el centro de la contradicción, olvido de sí misma y autodestrucción, búsqueda de lo absoluto son los elementos que hablan de ella» (1). Albert Camus llegó a afirmar que Simone Weil era “el único gran espíritu de nuestro tiempo”. Personajes ilustres de los más diversos ambientes mentales y culturales vieron en ella un atractivo intelectual y espiritual de enorme intensidad. Emil Cioran, el filósofo rumano ateo, confesó, por ejemplo, que “de la generación de Sartre-Bataille, ella es casi la única que me interesa”. André Gide la considera como “la más espiritual de los escritores del siglo XX” y el Papa Pablo VI citaba a Pascal, Bernanos y Simone Weil como los tres autores que más habían influido en su formación intelectual.
En esta mujer, a la vez “queridísima e irritante”, según el gran escritor y poeta español Jiménez Lozano, se unen la filósofa de lógica rigurosa, casi geométrica, la activista sindical y la mística cristiana. Maria Antonietta Macciocchi, por su parte, considera que «el recuerdo de esta mujer, muerta a los 34, irrumpe […] en el cielo filosófico francés como un meteorito de clara trayectoria» y la recuerda como la mujer absoluta y la hereje sublime. (2). El periódico comunista Libération, más recientemente, la llamó el ángel rojo. Pese a la brevedad de su vida, sus obras completas publicadas por Gallimard, a partir de 1988, alcanzan 16 volúmenes.
Por su enigmática y desconcertante personalidad y por su deslumbrante inteligencia, el subdirector del Instituto Henri IV la apodó monstrum horrendum; para Celestin Bouglé, director de L’École Normale, será la virgen roja; Alain, su profesor de filosofía y admirado maestro, en algunas ocasiones se refería a ella como la marciana (3) por su inusual brillantez y precocidad intelectual. Su extraño aspecto físico, su forma de vestir (envuelta en una esclavina raída y con su inseparable boina, cabello despeinado, cuerpo desgarbado), su espíritu inconformista y rebelde, sus tomas de partido resultan inquietantes y a veces contradictorias. Simone detesta su condición de mujer (4) así como su origen judío. Haber nacido mujer era para ella una desgracia, según su biógrafa y amiga Simone Pétrement (5). Ciertamente, cuidaba poco de su apariencia femenina: excepto el día en que, para que la contratasen en la fábrica Renault, le pidió a Simone Pétrement que la maquillase. Temía que el amor pudiera malograr su vida al no haber alcanzado el grado de madurez suficiente, lo que comprometería toda su vida siendo un impedimento para «ser» (6). Simone Weil decía de sí misma: «Tengo color de hoja muerta; para los demás no existo».
Georges Bataille, que la había conocido en París en los años treinta, cuando los dos escribían en La Critique sociale, y más tarde en Barcelona, nos ofreció en su novela L’azzurro del cielo (1957) (7), un retrato de Simone -reconocible en el personaje de Lazare- poco favorecedor, enfatizando su aspecto desaliñado y poco femenino. Lo cierto era que su desaliño no pudo oscurecer su enorme personalidad y sus penetrantes ojos: muchos de quienes la conocieron dicen que de ella resaltaban sobre todo los ojos. Elsa Morante sí percibió su escondida belleza al dedicarle estos versos:
«Hermana inviolada, / última paloma truncada por diluvios, / bella del Cantar de los cantares / camuflada tras grotescas gafas de escolar miope» (8).
En lo referente a su condición judía, Simone Pétrement nos recuerda que, en 1934, incluso llegó a confiarle al doctor Bercher: «Personalmente, soy antisemita». Silvie Courtine llega a afirmar que Simone no verá rezar por primera vez a unos judíos devotos, revestidos con su taled y con sus filacterias, hasta 1942 en Casablanca, cuando se disponía a embarcar hacia América, y que no entrará en una sinagoga -¡de judíos etíopes!- hasta su exilio en Estados Unidos, donde, por otra parte, acude con frecuencia a las iglesias baptistas (9). A pesar de su educación agnóstica, ella se inserta en la tradición cristiana, católica; se inclina por los griegos contra los hebreos. No tomó conciencia en ese tiempo -en momentos de dura persecución de sus hermanos de raza- sobre la cuestión judía. La causa sionista no contará con su aprobación, viendo un peligro en la instalación judía en Palestina, que con el tiempo podría convertirse en una amenaza para Oriente Próximo y para el mundo (10). Durante su estancia en Marsella escribió Israel y los gentiles, en donde critica a la religión judía y al Dios de los hebreos. Simone engloba en la misma reprobación de la religión romana -que idolatra al Estado y adora al emperador- a la religión judía, que también estaba fundada sobre la noción idólatra de pueblo elegido, noción que se opone a la universalidad (11) (catolicidad) que ella siempre propugna. «Esa religión es, en su esencia, inseparable de esta idolatría a causa de la noción de pueblo elegido» (12).
En su opinión los hebreos impusieron en todas partes sus Escrituras, que son una aciaga inspiración para el cristianismo, y les transmitieron sus prejuicios a los primeros cristianos. Lejos de deberle algo a Israel, debemos purgar el cristianismo de su influencia. Esta filiación que Simone Weil reprueba, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, constituirá uno de los principales obstáculos para su conversión, para su entrada en la Iglesia, demasiado romana para su gusto, demasiado aferrada a esa tradición romana social y materialista (13).
Por todo ello, desafiará el decreto del 2 de junio de 1940 de los nazis -que ordenaba el empadronamiento de todos los judíos de la zona libre-, afirmando: «Prefiero ir a la cárcel que al gueto». En agosto de 1940 le escribe al ministro de Instrucción pública una carta en la que se queja de no haber sido atendida su solicitud de reingreso en su cátedra y reintegrarse a su puesto docente, sospechando que su condición de «judía» podría ser la causa de tal retraso. «En mi caso, que no practico religión alguna y nunca la he practicado, es evidente que no he heredado nada de la religión judía […]. Si hay una tradición religiosa que considere como un patrimonio propio, es la tradición católica. La tradición cristiana, francesa, helénica, esa es mi tradición; la tradición hebraica me es ajena» (14). El Padre Joseph-Marie Perrin, su mentor espiritual, afirmaba que la empatía que Simone siente espontáneamente por todos los pueblos oprimidos —tanta que el doctor Bercher llegó a decir que, si se hubiera quedado en América, «se hubiera hecho negra» (15)— la ejercía con exclusión del pueblo judío, aspecto de su doctrina y de su personalidad no suficientemente explicado. El sacerdote dominico alude, al respecto, a su inquina u hostilidad con respecto a algunas características de la religión hebrea: “Con respecto al Antiguo Testamento, no daba su brazo a torcer firmando que el apelativo de “Dios de los ejércitos”, “Yahweh Sabaoth”, era impío y situaba a la religión judía por debajo de los cultos paganos. En contra de todos los hebraizantes, no quería ver en el Antiguo Testamento más que guerras y masacres”.
En opinión de su mentor religioso, Simone olvidó, al parecer, que la revelación de Dios fue confiada a Israel; que la formulación del gran y nuclear mandamiento del amor al prójimo fue dado a Moisés y que únicamente el Antiguo Testamento, en comparación con las más antiguas religiones paganas, había excluido los sacrificios humanos de cualquier práctica religiosa sacrificial, para preguntarse finalmente “¿Por qué no cita las admirables recomendaciones de piedad para con el extranjero, el pobre y…hasta para con el cabrito, que no se puede cocinar en la leche de su madre?” (16).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Laura Boella, Pensar con el corazón. Hannah Arendt, Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, Narcea, Madrid, 2010, p. 35.
2) Maria Antonietta Macciocchi, Vuelve Simone Weil, la hereje sublime, El País, miércoles 15 de junio de 1988.
3) «Ella no tenía nada en común con nosotros, era alguien que nos juzgaba a todos soberanamente», escribió Alain, en su Journal, cit. por S. Pétrement en su Vida de Simone Weil, Trotta, Madrid, 1997, p. 55.
4) Sobre su condición de mujer véase S. Courtine-Denamy, Tres mujeres en tiempos sombríos. Edith Stein, Simone Weil, Hannah Arendt, Edad, Madrid, 2003, pp.68-70.
5) Vida de Simone Weil, op. cit., p. 56.
6) Silvie Courtine-Denamy, op. cit., p. 69.
7) El azul del cielo (Tusquets, 2004):»Tenía unos 25 años. Era rara y hasta ridícula. Llevaba trajes negros, desangelados y manchados. Parecía no ver lo que tenía delante, y a menudo chocaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, el pelo corto, tieso y despeinado, creaba unas alas de cuervo en torno a su cara. Tenía una gran nariz de judía flaca, cutis amarillento, que asomaba bajo aquellas alas y tras las gafas de montura de acero […] Infundía malestar: la enfermedad, el cansancio, la miseria o la muerte nada importaban a sus ojos […] Ejercía una fascinación por su lucidez y por sus ideas de alucinada […] Y yo me reía rumiando una cualquiera de sus lentas frases. La idea de que quizá yo amara a Lazare me arrancó un grito, que se perdió en la confusión y el ruido».
8) Maria Antonietta Macciochi, op. cit.
9) Silvie Courtine-Denamy, op. cit., p. 24.
10) Ibid., p. 125.
11) A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1996, p. 144. El monoteísmo de la religión hebraica no implica que sea menos idólatra, dado que en su caso la idolatría consiste en afirmar, por una parte -al menos hasta Moisés y a excepción del Libro de Job, del Cantar de los cantares y de los Salmos de David- que Dios es, antes que bueno, todopoderoso, y, por la otra, por defender la idea del pueblo elegido. Los hebreos «tienen por ídolo no algo metálico o de madera, sino una raza, una nación, algo que es tan terrenal como lo anterior».
12) Carta a un religioso, Trotta, Madrid, 1998, p. 20.
13) La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid, 1994, p. 193.
14) Vida de Simone Weil, op. cit., pp. 555-556.
15) Vida de Simone Weil, op. cit., p. 659.
16) Joseph-Marie Perrin y Gustave Thibon, Simone Weil (tal como nosotros la conocimos), Editorial Nuevo Inicio, Granada 2015, pp. 114-115.
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