VI. AUTENTICIDAD DE SU CONVERSIÓN
Se ha debatido mucho si la conversión de Gustav Mahler fue sincera o motivada por inmediatos intereses profesionales, una simple maniobra para asegurar su dirección de la Ópera de Viena que en ese momento prohibía a los judíos ocupar el cargo. Recuérdese, como apunta Martha Nussbaum, que Mahler se convirtió al catolicismo (el 23 de febrero de 1897) y que fue bautizado en Hamburgo, en la misma iglesia, la de San Miguel, en la que había asistido al funeral de von Búlow, cuatro años antes. Fueran cuales fueran los motivos de su conversión —y probablemente fueron complejos—, sin duda Mahler abrazó con sinceridad ciertos aspectos del cristianismo o del catolicismo que se asocian con la fe pura de un niño y con la compasión, y otros relacionados con la tradición ética y escatológica judía de su obra en general (Cuarta y Octava sinfonías) y de su Segunda sinfonía (“Resurrección”) más específica o concretamente.
Según uno de sus biógrafos más reconocidos, H. I. de La Grange (1), una significativa parte de los expertos está de acuerdo en que no fue un interés profesional lo que determinó su decisión. En el fondo de su corazón se sentía tan cercano al catolicismo como respetuoso respecto al judaísmo de sus antepasados, ya que, aunque no fuese “practicante”, nunca renegó de esa tradición religiosa y cultural judía. Es más, Alma Maria, su esposa, en sus Recuerdos dejó escrito que “su bautizo no pudo hacer olvidar en modo alguno su judaísmo […] Provenía del judaísmo y nunca negó esto: sentía el judaísmo como la madre de la Cristiandad”. Nada hace sospechar de su sinceridad, ni nadie está autorizado a cuestionar la autenticidad de sus sentimientos cristianos para tomar tal decisión.
B. Walter considera, por su parte, que no se le podía llamar creyente, en el sentido más convencional, porque le faltaba “la tranquila serenidad de la fe” (2). Sus dudas de fe, derivadas de su incapacidad para conciliar la existencia y la acción del mal y de los poderes crueles de la naturaleza con la existencia de un Dios todopoderoso y bueno, alternaban con una fe ingenua, piadosa y sentimental ligada a experiencias litúrgicas, estéticas y musicales de su infancia. Ahora bien, ¿qué creyente auténtico no aloja en la interioridad de su conciencia dudas y reparos como esos?
Fue, como Unamuno y como tantos hombres de fe, un cristiano agónico, con dudas y “noches oscuras del alma”, heterodoxo a veces, pero también un cristiano que redimió su dolor y su sufrimiento insoportables gracias a su confianza (fiducia) en que el amor de este mundo desplegado mediante el trabajo de la creatividad, la búsqueda de la belleza y el anhelo de perfección, podría ofrecernos algún camino si no de consuelo y felicidad, sí de esperanza. A veces encontraba en la música la paz del alma y parecía resolver todos esos problemas. Como músico, buscador de belleza, era consciente que el artista verdadero, el músico, era un simple “mediador” entre lo divino (Él o lo Creador) y la humanidad. En cierta ocasión escribirá a su amiga Anna von Mildenburg, unas palabras que nos ilustran acerca de la relación del “artista” como dócil medio en manos de “Otro”: “Uno no es, expresémoslo así, más que un instrumento en el que toca el universo”.
Lo que sabemos es que su conversión no fue súbita o repentina (oportunista), sino el final de un proceso que se fue madurando a lo largo del tiempo. En una carta de 1897, el propio Mahler resalta que se ha convertido al catolicismo “de acuerdo con un antiguo propósito” suyo. Y, en opinión de Wilfrid Mellers, musicólogo inglés —autor de ¿Música celestial? Algunas obras maestras de la música religiosa europea, 2002 —, ese antiguo “propósito” fue el resultado de “la lucha por la paz interior, que le acompañó toda la vida”, de la que es fiel reflejo su obra.
Como señala José Miguel Odero, en un bien documentado ensayo, “La Fe de Mahler” (3), podemos señalar diversos factores que pudieron preparar su conversión. En primer lugar, que era un hombre profundamente espiritual, apasionado admirador de la música y consagrado desde muy joven a la creación musical y a la búsqueda de la belleza artística, “su religión” (4). Y desde muy niño, en su Bohemia natal y luego en Moravia, participó con devoción de la vida y liturgia de la Iglesia, al formar parte del coro de la parroquia católica de su pueblo, Jihlava, y conocer in situ toda esa tradición piadosa y religioso- musical. Mas tarde, durante su etapa formativa en Praga y Viena, el joven músico Mahler incorporaría a su formación toda esa gran tradición cultural y musical cristiano europea en un nivel o grado superior, impresionándole especialmente el Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart y el Te Deum de Anton Bruckner, composiciones de incuestionable belleza y religiosidad. Nadie puede poner en cuestión la enorme atracción que el músico judío bohemio sentía por la mística cristiana y especialmente germana.
Refiere asimismo José Miguel Odero, que, en 1891, su gran amigo de juventud Sigfried Lipiner, judío como él mismo, se había bautizado y cómo, ya en 1892, Mahler “escribe un texto que luego incorporaría a la Cuarta Sinfonía bajo el título de Das himmlische Leben (La vida en el cielo), […] una recreación ingenua y encantadora de la vida futura en el Cielo, concebida como una gran fiesta popular, un gran banquete preparado por Santa Marta donde no falta el buen vino y donde todos danzan al lado de San Pedro”. No olvida señalar que en 1894 estaba ya acabada su Segunda sinfonía (“Resurrección”), una “profesión de fe en la resurrección de la carne”, en la que —glosando al poeta Klopstock— Mahler escribirá de su puño y letra: “Resucitaré, sí resucitaré”. Si se tiene en cuenta que Gustav Mahler fue bautizado en 1897, cualquier sospecha de oportunismo debería ser descartada.
Por su parte, Theodor Reik, en su aproximación psicoanalista a un tema hondamente sentido y vivenciado por el músico bohemio, se preguntará si Mahler era realmente creyente. Es claro que, si la expresión comportase la connotación de un conocimiento profundo de la ortodoxia religiosa, o una creencia bien fundada en la dogmática teológica de una religión tan compleja y definida como la católica, habría que responder sí, con cierta cautela. Y refiere seguidamente una anécdota característica vivida con Gustav Mahler por Alfred Roller, pintor austríaco, escenógrafo de la Ópera de Viena (bajo la dirección de Gustav Mahler). En una ocasión preguntó a Mahler por qué no componía una misa. El artista se quedó parado. “¿Cree usted que podría hacer tal cosa? Bien, ¿por qué no? Está el Credo. Yo no podría hacer eso”. Pero después de un ensayo de la Octava sinfonía en Munich, recordándole aquella anterior conversación, le dijo gozosamente a Roller: “Ve usted, ¡ésta es mi misa!” (5).
José Miguel Odero, en su citado ensayo, narra con mejor información y detalles esta anécdota, señalando que al incorporar el texto del himno litúrgico “Veni Sancte Spiritus” a su Sinfonía, Mahler en realidad había incluido en ella también un pequeño Credo o Confesión de la fe en la Trinidad, el que remata como doxología dicho himno “Per te sciamus da Patrem / Noscamus atque Filium; / Te utriusque Spiritum / Credamus omni tempore”. Y añade este significativo comentario de Bruno Walter, su amigo y fiel director de orquesta: “Cuando estrenó en Munich esta sinfonía, todos los asistentes estaban impresionados por una desacostumbrada dulzura de Mahler, de ordinario tan colérico a la hora de dirigir” (6).
Precisamente, durante el febril trabajo de esa Octava sinfonía —una de sus más admirables e impresionantes creaciones—, cuando Mahler se encontraba en dificultades a la hora de comenzar su inicio en el verano de 1906, tuvo la impresión de que la música le era dictada. La inspiración le sobrevino en el momento en que cruzó el umbral de su estudio en el que repentinamente se le ocurrió gran parte de la misma. Prosiguió su composición en una suerte de beatífico fervor con esa convicción; sí, era como si se lo dictasen. Además, a lo largo de la misma tuvo dos episodios que le hicieron creer sentirse como bajo un hechizo o una compulsión que le permitieron entregarse “a la obra con un ardor nuevo”, el primero, mientras escribía, en latín, el Veni Creator Spiritus (7);el segundo, cuando las palabras del coro en mi bemol mayor “se le presentaros por sí mismas, como si actuara bajo la influencia de un factor sobrenatural”, según confesara a su amigo Ernst Deczey.
Volvió a su casa con este tema principal escrito en un papel, y con el plan de la estructura general y las divisiones de la sinfonía que por entonces tenía cuatro movimientos. Desde entonces en adelante no tuvo más que ir anotando lo que de él requería aquella visión sonora. Solía repetir, por ello, con frecuencia que la música se nos impone, como creándose a sí misma: “no somos nosotros quienes componemos, sino la música la que nos compone”. Tenía la convicción “experiencial” de que en la composición musical actuaba un factor sobrenatural, “como si se la dictasen” (8).
La mayoría de los biógrafos y estudiosos de la personalidad de Mahler, desde A. Roller hasta Martha Nussbaum, Theodor Reik o H. I. de La Grange coinciden en considerar la fe de Mahler como ingenua e infantil, poco fundamentada teológica o doctrinalmente, pero existencialmente tan profunda y afianzada en su corazón que no cabe la menor duda de su veracidad. Para Martha C. Nussbaum, Mahler creía en Dios, pero su concepción de Dios todavía no se adecuaba suficientemente al Dios de la tradición cristiana.
En la lectura que E. Trías, hace de la Segunda sinfonía (“Resurrección”) mahleriana se infiere que el gran músico converso vivió la fe y experimentó su vivencia religiosa y su inteligencia teológica de una manera absolutamente libre, sin lazos ni ligaduras institucionales, esto es, con independencia de cualquier Institución Eclesial organizada. Refiriéndose a esta obra, dentro del conjunto de composiciones de Mahler, no puede decirse que su fe católica fuese estrictamente “ortodoxa” desde un punto de vista teológico. Ya señalaba M. C. Nussbaum, cómo su visión escatológica presenta muchas y diversas discrepancias respecto al kerigma cristiano evangélico y neotestamentario y que Mahler, en el desarrollo del extenso Quinto movimiento, sigue ideas cristianas convencionales acerca del Juicio Final —aunque con su característico acento humanitario en la igualdad ante Dios, y su descripción satírica del desordenado y aterrorizado cortejo de los anteriormente ricos y poderosos (9).
Eugenio Trías consideraba que el gran tema religioso del músico converso se observa, fundamentalmente, en la Segunda y en la Octava sinfonías, evidenciando, sin embargo, en ellas “un tipo de evocaciones gnósticas con gran cantidad de elementos judeocristianos”. La inocente e ingenua “fe infantil expuesta en la Cuarta sinfonía —escribe Trías en el artículo de El Mundo—se muta y metamorfosea, en la segunda parte de la Octava sinfonía, en certeza sobre el nuevo nacimiento (al que alude Jesucristo en su conversación con Nicodemus). Se describe en ese escenario fáustico lo que se presentía en la Cuarta, o en el movimiento Urlicht, Luz originaria, de la Segunda. En la Octava se reafirma lo que se formula con máxima claridad en ese jardín conmovedor, genialmente recreado, que es la Cuarta sinfonía” (10). La niña que consigue desarmar al más duro corazón, un cielo a la medida de los deseos infantiles, con San Juan como gran Cocinero, abundancia de comidas y de bebidas, Santa Úrsula y sus 11.000 vírgenes —acompañadas de Santa Cecilia al órgano— cantando y bailando la música celestial (que es la más hermosa de todas las músicas), pone de manifiesto que Mahler, como ya señalábamos, asocia aquí con la fe pura de un niño y con la compasión sus creencias más puras y originarias (11).
Eugenio Trías denuncia, finalmente, que se haya buscado negar la dimensión religiosa de la obra de Mahler, ridiculizando su experiencia de fe y “acusándola de grandilocuente, pro imperial y exagerada”. Y señala que sólo un filósofo sin corazón y sin el menor sentido del humor, como T. W. Adorno, puede pensar que todo eso es pura ilusión, mentira, falsedad y que los violines sollozantes, desde la coda del primer movimiento que se refieren a la vida celeste, son meras patrañas”. El filósofo germano, especialista en estética musical, solo sabe calificar “a un aria conmovedora de orquesta de violines –-con arpa obligada— como el Adagietto de la Quinta sinfonía, con “la ominosa descripción de música culinaria” (12). Esta opinión del filósofo de la Escuela de Frankfurt no necesita refutarse, se descalifica a sí misma.
A ese respecto, Eugenio Trías considera que la convicción religiosa de Mahler no fue un hecho fortuito o un capricho de su juventud. En toda su obra, se observa esa misma presencia religiosa que trata de mostrase en la búsqueda de un lenguaje musical, capaz de responder a la profundidad de las grandes preguntas que el ser humano, sensible e inteligente, se puede hacer. Esta intelección filosófica y teológica, se hace evidente en la interpretación que el autor elabora en su Segunda sinfonía “Resurrección”. Valgan finalmente para concluir estas reflexiones estas palabras que Trías escribió, defendiendo a Mahler, en El Canto de las sirenas: “Negar la verdad-personal y musical de esa Voz de la Fe en Gustav Mahler, o quitarle valor y sentido, constituye una grave amputación en la hermenéutica de este gran compositor” (13).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Mahler, Akal, trad. Francisco López Martín, Barcelona, 2018.
2) Citado en Theodor Reik, p. 121.
3) José Miguel Odero, La Fe de Mahler, “Nuestro Tiempo”, nº 399, Mayo 30, 2024.
4) Su Mujer, Alma, recuerda que un año ante de morir Mahler se encontraba obsesionado con este pensamiento relativo a su actividad creadora: “Toda creación se adorna creativamente para Dios. Por lo tanto, todo el mundo tiene sólo un deber: ser en todo aspecto lo más hermoso posible a los ojos de Dios y del hombre. La fealdad es un insulto a Dios. Citado en José Miguel Odero, op. cit.
5) Theodor Reik, Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler, Taurus, Madrid 1975, pp. 120 y ss.
6) José Miguel Odero, loc. cit.
7) Himno de Pentecostés de invocación al Espíritu Santo, del siglo IX, atribuido a Rabanus Maurus (784 al 856).
8) T. Reik Ibid., pp. 137-139.
9) Marta Nussbaum p. 682.
10) Eugenio Trías, “Resurrección” publicado en El Mundo (24/05/2007).
11) ibid.
12) Ibid.
13) Eugenio Trías, La imaginación sonora: argumentos musicales, Barcelona, Galaxia de Gutenberg, Barcelona, 2010, p. 402.
Deja una respuesta