En Salobreña había una costumbre muy curiosa, que se remonta a varias generaciones de nuestros antepasados; hace años, los agricultores cuando terminaban de recoger las patatas, habichuelas, maíz, etc. dejaban los marjales en barbecho y los pastores solicitaban permiso para meter el ganado en la haza, pues el rastrojo que quedaba era muy apreciado para pastos por los ganaderos, entonces había un pacto no escrito, por el cual, cuando un pastor llevaba a pastar su ganado a una finca de tu propiedad, tenía que pagarte con un choto o con un cordero, normalmente el pago se hacía en días señalados, en Navidad, en San Juan, o cuando lo pedía el propietario. Hoy en día, por desgracia ya apenas se cultiva y tampoco hay las piaras de cabras y ovejas que existían en el pueblo, en todos los pueblos.
El sabor de una comida casera está inevitablemente influenciado con las historias que tenemos en nuestra memoria de sabores, olores y por encima de todo recuerdos, recuerdos de risas, bailes, cantes, abrazos y un sinfín de sensaciones y emociones vividas con los seres queridos alrededor, en esta ocasión de un plato de choto. |
En los últimos años, la mejor manera de hacerse con un preciado “choto lechal”, que no haya tomado nada más que la leche de la madre es ir a Molvizar. Una vez decidida la fecha para reunirnos en familia y dar buena cuenta de este rico plato, ya estaba yo ilusionado pensando en el día anterior; nos levantábamos a primera hora de la mañana para ir a comprar el choto; tan temprano lo hacíamos que cuando llegábamos, el pastor aun no había finalizado de sus tareas, ordeñar y echar de comer al ganado, nosotros lo sabíamos perfectamente, pero nos encantaba los carajillos, las copas de aguardiente y el paquete de Ducados que caía antes de que llegara el pastor.
Un buen choto tiene que tener al menos cinco kilos, el pastor lo sacrificaba delante nuestra, no sin antes, mirar para otro lado mientras ejercía la tarea, colocábamos un pequeño barreño debajo para recoger la sangre tan rica para el día siguiente guisarla. Cuando regresábamos a Salobreña, lo hacíamos muy contentos y dispuestos a colgar el choto de lo alto de la viga en la terraza, no sin antes poner especial cuidado que ningún otro animal, moscas, avispas, gatos, etc. tuviesen acceso al choto. A continuación nos poníamos a limpiar las tripas del animal y lavarlas muy bien y añadirles un kilo de limones, pues esas tripas al día siguiente serían un condimento muy preciado, al igual que las ñoras, la sal, el hígado, vinagre, ajos, laurel, tomillo, guindilla para ese sabor picante al gusto, etc.
Durante toda una noche el animal estaba al relente y así la carne se va oreando y perdiendo el olor característico del choto. Algo extraordinariamente importante es el secreto bien guardado de la receta, el majado que hace mi primo Pepe Luis en el mortero, con miga de pan, ajo, vinagre, aceite y no sé qué más le pone, pero que hace que la comida sepa a gloria. Ni que decir tiene que el día es de los de recordar, pues no solo de choto vive uno, las patatas para acompañar y un buen pan casero de horno de leña a ser posible y un buen vino hacen que el paladar recuerde durante días tan sabroso plato.
El sabor de una comida casera está inevitablemente influenciado con las historias que tenemos en nuestra memoria de sabores, olores y por encima de todo recuerdos, recuerdos de risas, bailes, cantes, abrazos y un sinfín de sensaciones y emociones vividas con los seres queridos alrededor, en esta ocasión de un plato de choto.