He pensado que es el tema adecuado a este fin de semana de cementerios. Y podríamos remontarnos a la Antigüedad, pero sería imposible de abarcar en un artículo así. Ni siquiera partiendo del arte medieval lograría la extensión idónea con la profundidad que quiero. Por eso, finalmente, he decidido tratar solo unas pocas pinturas, a las que puedo dedicarles la atención necesaria.
La primera es una de las obras maestras del arte universal: el Juicio Final de la Capilla Sixtina, realizado entre 1536 y 1541, en las postrimerías del Renacimiento, por el gran Miguel Ángel Buonarroti, al que se lo encarga el romano pontífice Paulo III.
El genio de Florencia hace tiempo que ha creado la mayoría de sus más conocidas esculturas, así como toda la decoración al fresco del techo de esa misma capilla, con el Génesis como fuente temática. Ahora Miguel Ángel, cuando empieza esta encomienda del papa, tiene 61 años, una edad muy avanzada para la época, y una perspectiva de la vida y de la muerte distinta a la de la juventud. El cristianismo, además, se ha visto sacudido y agrietado por la Reforma Protestante iniciada en Alemania por Martín Lutero. Ese cisma afecta muy dolorosamente, también, al envejecido artista.
Su Juicio Final es fantástico, pero tremendo. Ninguna otra obra ha sido tan colosal en la representación del fin de los tiempos como lo profetiza el Apocalipsis. Un Cristo muy severo impulsa con los brazos a unos hacia arriba, para que se salven, y a otros hacia abajo, a la condenación. A sus pies el grupo de ángeles con trompetas anuncia lo que está empezando; uno de ellos porta un libro pequeño, el de la Vida, que contiene los nombres de los que van premiados al cielo, y al lado dos sujetan un volumen mucho más grande, el de la Muerte, con los de aquellos que van a penar para siempre en el infierno.
Los muertos resucitan y se levantan de sus tumbas en la esquina inferior izquierda. Algunos son todavía esqueletos y todos ascienden dificultosamente pero ayudados por otros ángeles o por los que ya están más arriba, aunque hay también diablos que tratan de impedirlo.
Los desdichados caen por el lado derecho, donde varios demonios de piel ennegrecida tiran de ellos hacia abajo. Hay violentos puños alzados, desesperación, ruego, pero nada impide el único destino que les espera. María, al lado de su implacable Hijo, asiste, pasiva y asustada, a esto terrible que está sucediendo. No tiene nada que hacer ante la tragedia y mira para otro lado. Ya en el inframundo, en la esquina inferior derecha, el gigantesco Caronte los apalea con su remo para desembarcarlos brutalmente después de cruzar la laguna Estigia. Los espera una masa de condenados y seres infernales entre los que destaca Minos, rodeado por una serpiente. Y detrás se ve el resplandor del fuego eterno.
Casi un siglo después, en pleno Barroco, el gran maestro holandés Rembrandt realiza su tenebrista Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp, que ha sido un encargo del gremio de cirujanos. No hay duda de la fecha, 1632, cuando el artista tiene solo 26 años, porque aparece claramente escrita al fondo.
En esta ocasión la muerte es el cadáver de un ahorcado ese mismo día por la justicia. Y el doctor Tulp, afamado médico de Amsterdam, explica la musculatura de su brazo a un grupo de colegas, algunos de los cuales parecen mostrar interés, mientras otros parecen más bien estar en otras cosas. Sus nombres figuran en el documento que porta uno de ellos, para que queden debidamente inmortalizados en tan extraordinario acontecimiento. El espacio es cerrado y oscuro, además de vacío de mobiliario, aunque hay un gran libro delante que parece ser una guía para el maestro y sus discípulos. Pese a todo, Rembrandt logra dar cierta calidez a la escena, probablemente por el realismo de los rostros y por la luz algo amarillenta que tanto le caracteriza. Solo el muerto está blanquecino y frío, porque en él, además, no hay espiritualidad. Únicamente es el cuerpo de un criminal que ha merecido la pena capital por robo a mano armada y que ahora sirve a la ciencia en la burguesa y calvinista Holanda. Estamos en la antítesis del Juicio Final, donde los difuntos parecían llenos de vida y luchaban desesperadamente por no condenarse en el infierno. Aquí, en cambio, al condenado (en esta vida) no le queda nada y sus músculos y órganos son mostrados abiertamente en pro del conocimiento, como si fuera simplemente un didáctico maniquí de anatomía.
¿Han cambiado los tiempos y de ahí esos planteamientos opuestos? No parece ese el motivo si tenemos en cuenta las siguientes obras: In ictu oculi y Finis gloriae mundi, que realiza el sevillano Juan de Valdés Leal solo tres décadas más tarde en su propia ciudad.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)