Reflexiones para el tercer milenio XVII: ¿Por qué leer a los clásicos? (3/6)

III. LOS CLÁSICOS Y EL PODER DE LAS IDEAS

“La educación no es llenar un recipiente sino encender un fuego” (frase atribuida a Williams Butler Yeats)

Se lamentaba el gran poeta y antropólogo español Jon Juaristi, en un bello artículo titulado “Libresco”, de la torpe relación que los occidentales hemos mantenido con los libros, sobre todo los europeos de tradición católica, menos acostumbrados que los protestantes a la lectura del Libro por antonomasia de nuestra cultura, las Escrituras. Relación que oscilaba desde odio hacia todo lo peyorativamente adjetivado de libresco hasta su instrumentación banalizadora, lo que impedía, en su opinión, plantear la pregunta por su auténtico estatuto ontológico. Recordaba por ello la tabla medieval que representaba a Vicente Ferrer contemplando la quema de textos talmúdicos —prefiguradora de otras imágenes de celuloide en que brigadas nazis arrojaban a la hoguera numerosos volúmenes de literatura y ciencia judías (1) — al tiempo que señalaba cómo en nuestros grandes almacenes se promovía la compra de libros como utensilios: manuales del tipo do it yuorself, novelas de evasión o guías de viaje.

Frente a esa hostilidad hacia los libros en general y esa, comercialmente inducida, trivialización de la lectura, reivindicaba nuestro poeta, con el filósofo judío Emmanuel Lévinas, la necesidad de amar incondicionalmente el libro, de cultivar la lectura de los clásicos, con estas palabras: “El libro es una modalidad de nuestro ser. Acaso la más rigurosamente humana. No es que el destino del mundo sea terminar en un libro, sino que nuestra única posibilidad de trascender el mundo pasa por la mediación del libro. Por fortuna o por desgracia somos humanos. Es decir, distintos del mundo, irremisiblemente librescos”.

Sería ocioso, por obvio, justificar la importancia y la necesidad de la lectura en general y la de los clásicos en especial. Pero no lo es tanto en nuestro tiempo si tenemos en cuenta el déficit de lecturas que presentan nuestros jóvenes, tanto en el Bachillerato como en la Universidad, impregnados de imágenes por una omnipresente cultura icónica (2), que cada vez hace la lectura de libros más incómoda, innecesaria o superflua para ellos: todo lo tienen sin apenas esfuerzo en Internet.

Italo Calvino, Por qué leer a los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1993

No está de más, en consecuencia, volver a repetir el inveterado consejo de los viejos maestros de leer a los clásicos, de dialogar con ellos. Pero, cabe preguntarse: ¿quiénes son los clásicos? ¿Por qué leer a los clásicos? Italo Calvino, en su famoso ensayo homónimo (3), proponía nada menos que catorce definiciones del “clásico”, desde aquella que lo definía como un libro “que nunca termina de decir lo que tiene que decir” (definición V) hasta aquella otra que lo entendía como aquel libro “que no puede serte indiferente y te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él” (definición XI). Por su parte, Jorge Luis Borges decía que “clásico es un libro que las generaciones de los hombres leen con previo fervor y con misteriosa lealtad”. Y Ortega y Gasset afirmaba con pleno convencimiento que “no hay más que una manera de salvar al clásico: usando de él sin miramiento para nuestra propia salvación” (4).

Debemos, en efecto, obedecer estos sabios consejos y acudir a los clásicos, leer sus libros y usarlos con fervor, sabiendo que de su lectura vamos, sin duda, a sacar provecho, a encontrar ideas que pueden ayudarnos a encontrar nuestra propia verdad, nuestro propio proyecto vital, nuestra propia salvación porque “somos irremisiblemente librescos”. No será tiempo perdido: en primer lugar, porque el conocimiento de las ideas de los clásicos es más productivo, creador y transformador de nuestra propia vida individual, y de la misma vida colectiva que nos envuelve, de lo que podamos imaginar o sospechar. Y, en segundo lugar, porque —más allá de las múltiples razones o motivos lúdicos, estéticos, éticos, cognitivos y utilitarios que podamos tener sobre la conveniencia de leerlos— la mejor y “única razón que se puede aducir es que leer a los clásicos es mejor que no leerlos”, según la contundente boutade calviniana (5).

                    Ediciones del Contrato Social de J.J. Rousseau

Precisamente, en relación con la pregunta sobre la utilidad o inutilidad de la lectura quiero traer a colación una vieja e ilustrativa anécdota. Se cuenta que en cierta ocasión Thomas Carlyle, el pensador británico -autor de Los héroes– cenaba con un prepotente hombre de negocios, quien, terminada la cena, lo desdeñó por la ingenuidad e inutilidad de su conversación, reprochándole no haber expresado a lo largo de toda la velada más que ideas, opiniones extraídas de libros sin ningún interés práctico. Carlyle le replicó: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau, que escribió un libro que no contenía más que ideas. La segunda edición de su libro fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera”. Ese libro —se habrá adivinado— no era otro que El Contrato social, compendio programático de las ideas que inspirarían y desencadenarían la Revolución francesa.

Y es que las ideas tienen poder, son poder. Sobre ese poder Isaiah Berlin, el más grande pensador liberal del siglo XX, escribiría en su liminar ensayo Dos conceptos de Libertad estas palabras: “No hay que subestimar el poder de las ideas. Los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor pueden destruir una civilización. Sólo otros filósofos o pensadores pueden desarmarlos” (6). Por eso, consciente de la fuerza trasformadora y subversiva de sus propias ideas, de sus propias doctrinas, decía Nietzsche: “Yo no soy un hombre, soy dinamita” (7).

Difícilmente entenderíamos la historia de la humanidad sin tener en cuenta los libros o escritos —esto es las ideas–– que sirvieron, digámoslo metafóricamente, de «parteras» para alumbrar los más cruciales acontecimientos de la experiencia humana y de su desarrollo, devenir y significado (literarios, artísticos, filosóficos, económicos, sociales, políticos, éticos, científicos) (8). Sin la lectura de los grandes poetas y escritores de nuestra tradición cultural, desde Esquilo o Sófocles hasta Cervantes y Shakespeare, desde Ovidio o Virgilio hasta Dante y Goethe, pasando por Kafka, Baudelaire, Proust, Dostoievski y Chejov y tantos otros, nuestro mundo cultural —si es que tal sintagma pudiera escribirse o referirse sin sonrojo en tales circunstancias— se encontraría irremisiblemente empobrecido, huérfano de belleza, mutilado de experiencia y de memoria humana, sin identidad ni raíces (como un enfermo colectivo de Alzheimer).

 El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl

Nadie puede dudar de que —por referirnos ahora sólo al punto de vista político, por ejemplo— nuestro mundo actual es el producto de lo que pensaron y escribieron hombres (escritores, pensadores, filósofos, científicos) que nos precedieron en el tiempo. Sin la secuencia de escritos de Hegel-Marx-Lenin difícilmente podría entenderse el mundo comunista del pasado siglo; sin la saga de los libros de Rousseau- Locke-Montesquieu-Adam Smith tampoco se entendería el mundo liberal capitalista. Sin las doctrinas expresadas en los escritos de Mahoma, Buda, Confucio o Lao-Tzu gran parte de la cosmovisión del Mundo oriental y asiático nos estaría vedada. No olvidemos, por otra parte, las lúcidas palabras que Viktor Frankl, el creador de la logoterapia, dijo en una famosa conferencia: “Créanme ustedes, señores y señoras, ni Auschwitz ni Treblinka, ni Maidanek fueron preparados fundamentalmente en los Ministerios nazis de Berlín, sino mucho antes, en las mesas de escritorio y en las aulas de clase de científicos y filósofos nihilistas” (9).

La historia, en fin, nos muestra que ni Hegel, que sostenía que la filosofía era la historia hecha conceptos y que la filosofía como la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer, ni Lord Bolingbroke —un vizconde ilustrado inglés del siglo XVIII— que afirmaba que la historia no es más que la filosofía puesta en ejemplos, tuvieron del todo razón. Las ideas preceden, la mayoría de las veces, a los acontecimientos históricos, no son meras legitimaciones teóricas a posteriori de esos hechos. La imagen hegeliana de la lechuza de Minerva debería ser transformada en la del gallo auroral que anuncia un nuevo día, un nuevo amanecer. A despecho de las ya obsoletas teorías del materialismo histórico, según las cuales las ideas son superestructuras ideológicas justificadoras de un determinado modo de producción social, cada vez más —al menos desde que Max Weber escribiera su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (10)— estamos persuadidos de la trascendencia y del poder transformador de las ideas, esto es de los libros que las contienen, conservan y transmiten.

Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo

De ahí la importancia de “encender” en los alumnos la pasión, “el fuego” de la lectura: de conocer y leer a los clásicos, de aprender de ellos, de dialogar con ellos, de atisbar en sus escritos las líneas maestras por donde puede caminar la sociedad del futuro. Líneas maestras que se han trazado ya sobre el papel en nuestro más próximo -y también más lejano- pasado. Por eso resulta emocionante leyendo, por ejemplo, a un clásico del pensamiento político tan esencial como Maquiavelo, encontrarnos con su devoción por la lectura de los antiguos clásicos, expresada en tan entrañables, bellas y sugerentes palabras, dirigidas epistolarmente a un amigo desde su villa-refugio de San Casciano, como las que a continuación transcribimos:

“Llegada la noche, vuelvo a casa y entro en mi escritorio. En el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y lodo, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente, entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde –recibido por ellos amistosamente- me alimento con aquella comida que es la única verdaderamente mía y para la cual nací. No me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos, por su amistad, me responden. Durante cuatro horas, no siento pesar alguno, me olvido de toda preocupación, no temo a la pobreza, no me acobarda la muerte: me entrego totalmente a ellos” (11).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Sobre la obsesión destructora de libros por parte de censores de toda laya y condición y de fanáticos políticos o religiosos es imprescindible el libro de Fernando Báez, Nueva historia universal de la destrucción de libros, op. cit. Sobre la obsesión contraria -ésta sin embargo loable- de amor y pasión por los libros y la lectura, véase Alberto Manguel, Una Historia de la Lectura, Lumen, Barcelona, 2005.Llega a afirmar en ella algo perfectamente constatable: que “toda la historia del mundo está ya en La Odisea”.

2) Para toda esta temática de la nueva cultura audiovisual y multimediática, véase: Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998.

3) Italo Calvino, Por qué leer a los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1993.

4) J. Ortega y Gasset, Pidiendo un Goethe desde dentro, en Tríptico. Mirabeau o el político, Kant, Goethe, Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1959, p. 166.

5) Italo Calvino, op. cit.

6) Isaiah Berlin, «Dos conceptos de Libertad», en Sobre la Libertad, Alianza, Madrid, 2004.

7) F. Nietzsche, Ecce Homo, Alianza, Madrid, 1971.

8) Por ejemplo: La Ilíada y La Odisea, La Biblia, Los Evangelios, El Corán, Los Cuatro libros clásicos de Confucio, los Diálogos sobre los dos grandes sistemas de Galileo, los Principia Mathemática de Newton, Leviathán de Hobbes, El Contrato social de Rousseau, los dos Tratados sobre el Gobierno civil de Locke, Del espíritu de las Leyes de Montesquieu, La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, El origen de las especies de Darwin, El Capital de Marx, Los fundamentos de la teoría de la relatividad general, de Einstein, La Doble hélice, de Crick y Watson etc.

9) Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 1991.

10) Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Istmo, Madrid, 1998.

11) N. Machiavelli, carta del 10 de diciembre de 1513 a Francesco Vettori, en Lettere familiari, edición de Edoardo Alvisi, Florencia, Sansoni, 1883, pp. 305-310.

[NOTA: Ensayo publicado en “La Ciudad Ilustrada”, Colección nº 6. “En torno al autor y su obra (Tomás Moreno)”, entornográfico ediciones, pp. 22-29, dirigida por el poeta Francisco Acuyo]

 

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