IV. ¿QUÉ NOS IMPORTA LA GUERRA DE TROYA? (*)
“El hombre nace bárbaro; debe cultivarse para vencer a la bestia. La cultura nos hace personas, y más cuanto mayor es la cultura” (Baltasar Gracián, El Criticón).
Con este mismo título escribía el novelista venezolano Arturo Uslar Pietri, hace poco más de medio siglo, un lúcido ensayo en el que trataba de salir al paso de la extendida opinión, alentada por determinadas modas pedagógicas en boga, tecnocráticas y utilitaristas, acerca de la inutilidad y vacuidad de las enseñanzas humanísticas “ante los requerimientos vitales de nuestro mundo de hoy” (1). Más recientemente, tres ilustres intelectuales occidentales —Italo Calvino (2), Harold Bloom (3) y Allan Bloom (4) — han coincidido en el mismo diagnóstico de la enfermedad que aqueja a nuestra cultura y a nuestra pedagogía, cada vez más amenazadas por los mismos planteamientos o por urgencias sociales mucho más beligerantes y poderosas: el utilitarismo y la pérdida u olvido de nuestra tradición clásica y humanista.
Es cierto que el impresionante cambio científico-tecnológico, al que hemos asistido en las tres últimas décadas, unido a imperativos sociales de estricta justicia, con la extensión de la educación secundaria obligatoria a las capas más desfavorecidas de la sociedad, demandan transformaciones profundas en la organización de las enseñanzas en todos y cada uno de los niveles educativos. Negarlo sería, además de ingenuo, suicida. Pero el problema desborda las propias competencias y posibilidades de las autoridades educativas e incluso de los modelos pedagógicos en liza. Se trata de un problema social, cultural, de “civilización”, y en cuanto tal se manifiesta en todos los países del “Sistema-Mundo” hegemónico e industrializado occidental desde los Estados Unidos a Francia pasando por el Reino Unido o España, y con independencia de las ideologías o de las políticas educativas y culturales vigentes en cada uno de ellos.
Las presiones de la sociedad actual “teledirigida”, orientada al consumo continuo, al éxito fácil y rápido, con modelos de identificación para nuestros jóvenes que ensalzan al “yuppie”, al triunfador desaprensivo, arrogante y agresivo; el progresivo imperio de una cultura audiovisual, la civilización de la imagen, que, como ha mostrado Giovanni Sartori en su Homo videns. La sociedad teledirigida (5), prima lo “icónico-sensible” sobre lo inteligible, pudiendo llegar incluso a acabar con las “ideas claras y distintas” cartesianas, que inauguraron metódicamente nuestra propia civilización moderna y que está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns, para el cual la palabra parece haber sido destronada por la imagen; el pragmatismo hodierno cada vez más presente en todos los ámbitos sociales y académicos y la agobiante hegemonía, en fin, de una racionalidad instrumental, ciega para todo tipo de fines y valores auténticamente humanos son, sin duda, algunos de los factores determinantes de la llamada “crisis de las humanidades”.
Por otra parte, la opinión pública manipulada por los grandes medios de comunicación y la cantidad de saber que pasa -y que no pasa (o es convenientemente “filtrada”)- a través de los canales de comunicación de masas, los incontables señuelos y artificios espectaculares de una tecnología informatizada, asombrosa e irrenunciable, pero también despótica y alienante; la crisis de valores tradicionales, en fin, pueden convertir al “niño-video” de hoy en un adulto sordo de por vida a los estímulos de la lectura y del saber transmitido por la cultura escrita. Si esto es así, si esta es nuestra situación, no cabe extrañarse de que nuestros alumnos y estudiantes, cada vez con más frecuencia, formulen preguntas como la que da título al ensayo del escritor venezolano: “¿Qué nos importa la guerra de Troya?”. O, lo que es lo mismo, como esta otra: ¿Qué puede significar para nosotros, hombres ya del tercer milenio, que vivimos y viviremos situaciones históricas totalmente distintas de las de nuestros padres y predecesores, el recuerdo de palabras, hechos, actitudes que otros hombres tomaron ante circunstancias muy diferentes de las nuestras?
Esto nos llevaría no sólo a declarar que es inútil leer a Homero o a Sófocles, sino también a cuestionar radicalmente la necesidad de estudiar el latín o el griego, la filosofía o la historia o a concebir —como señala sabiamente Uslar Pietri— que el estudio de Cervantes o de Shakespeare acaso no pasarían de ser “una diversión suntuaria” y, en consecuencia, prescindible por su gratuidad e inutilidad manifiestas. Es decir, ¡a cerrar las bibliotecas y los museos!, como en su hora más exaltada lo desearon los futuristas italianos, imbuidos de una desmedida valoración del futuro y del presente como su germen, tratando de amputar al hombre de su pasado por medio de toda una aparatosa e imposible “historio-tomía” o mutilación de la historia.
Vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria. Y la memoria es el núcleo de nuestra identidad personal, la esencia de nuestra cultura: lo que nos hace ser lo que somos y el que somos. Como nos ha probado la más reciente historia europea e incluso española, sólo la recuperación del pasado, por hiriente que sea, puede apercibirnos para afrontar el futuro sin repetir los errores ni los horrores del pretérito o sin caer en una amnesia que tiene que “inventar» un pasado irreal y legendario, con patrañas y mitos de origen, para legitimar proyectos políticos «emancipadores» que carecen de racionalidad y que suponen una flagrante “manipulación” del pasado. Como señalaba Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, quien ignora la historia está condenado a repetirla y no sólo como “farsa” sino, la mayoría de las veces, como “tragedia”.
Sería muy negativo y empobrecedor que pudiéramos volverle la espalda a Homero por su falta de interés práctico, excusándonos con la filistea y superficial objeción de ¿Qué nos importa la guerra de Troya? Como apunta Uslar Pietri, nos importa y mucho: aun reducida a mera arqueología histórica la guerra de Troya es importante para nosotros desde muchos puntos de vista que arrojan incomparable luz sobre los orígenes de la civilización griega, que es lo mismo que decir sobre nuestros propios orígenes. Nuestros mitos, arquetipos, géneros literarios, nuestro inconsciente colectivo espiritual y cultural, nuestra racionalidad filosófica, científica y política, no lo olvidemos, tuvieron en Grecia su “acta” o “partida” de nacimiento. Pero, además, condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero y a enfrentarse con el presente sin eco, sin contraste, sin referencia, sin resonancias, sin situación, sería reducir la experiencia humana a una mera inmediatez sin sentido, sin significado, a un «presentismo» alucinado y alucinatorio.
Lo que Homero describe en su inmortal poema La Ilíada es nada más y nada menos que la situación paradigmática de los hombres en la guerra y ante la guerra, es decir, ante el viejo mal recurrente que se ha alzado con persistente fatalidad a lo largo de su azarosa y doliente experiencia histórica. Allí están descritos el odio y el temor, la pasión y la ruina, la muerte, el sinsentido y la angustia de la existencia humana amenazada y, también, el resplandor de aquella misteriosa fuerza que sostiene al ser humano en las situaciones límite y que otro clásico, Esquilo, llamaba «las locas esperanzas», con un poder de expresión, con una belleza de palabras que no ha sido superada en treinta siglos. “Sería”, concluye Uslar Pietri, “una inmensa desgracia y miseria condenar a los hombres de hoy a no conocer a Homero” y a todos los clásicos grecorromanos, en general.
Precisamente, de Grecia y de Roma, de sus bibliotecas esplendorosas, de sus libros maravillosos y de los hechos históricos, mitos, leyendas y personajes de ficción que evocan en sus páginas, nos informa uno de los textos más lúcidos y fascinantes sobre el mundo clásico que se han escrito y publicado en la primera mitad del siglo XXI. Nos referimos a El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de la filóloga clásica Irene Vallejo, sobre el que la mayoría de los más expertos y conspicuos críticos literarios del país han emitido elogios de incuestionable excelencia. Bástenos citar este de Mario Vargas Llosa: “El amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra. Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora están ya en la otra vida” (6).
El valor de la lectura de los clásicos, de la enseñanza de las humanidades, no puede medirse, pues, con criterios práctico-utilitaristas. No sirve para “estar mejor”, sino para “ser” mejores. Hay, por lo menos, cinco argumentos, señala Mario Bunge, contra el “practicismo” en la enseñanza; uno es que, si queremos seguir siendo hombres, debemos cultivar nuestras mentes algo más que nuestros primos fracasados, los monos. Y si pretendemos seguir siendo civilizados debemos continuamente enriquecer nuestra cultura, que es tanto humanística y artística como científica y tecnológica. Si dejásemos de hacerlo, volveríamos muy pronto al estado salvaje, ya que la cultura no se conserva: se cultiva y enriquece o se pierde. Destaquemos, por ahora, con este único argumento. En efecto, si no se tiene una visión histórica de la cultura y del arte, si no dialogamos permanentemente con los testigos y testimonios artísticos o culturales del pasado -escritores, artistas, científicos, pensadores y sus obras- lo que se obtiene es una visión instantánea y desarticulada de presencias gratuitas o fatales. Lo que sería como un regreso voluntario, y por tanto falso, a la situación del hombre primitivo.
Descubrir lo que nunca se ha visto es cosa distinta a creer haber inventado, por efecto de la ignorancia, lo que fue visto y dicho por los hombres que nos precedieron. Hay sin duda una manera sabia de reinventar el pasado cierto o imaginario, que es lo que hicieron Cervantes o Rabelais en su tiempo, más próximos a nosotros, Mallarmé o Paul Valéry, o lo que hizo, en fin, Picasso con la primitiva escultura negra que es precisamente uno de los mejores frutos de la cultura humanística, y otra cosa muy distinta ponerse como un adánico mentecato a descubrir mediterráneos o a inventar la pólvora en el mundo de hoy. Lo que Keats encontraba en una urna griega, nos recuerda el ilustre escritor venezolano, tenía poco que ver con los griegos, pero en cambio decía mucho sobre el romanticismo inglés. Pero si Keats no hubiera tenido un conocimiento suficiente de los griegos tal vez no hubiera podido hallar una expresión tan plena de su propio tiempo. Robinson pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo el pasado de la humanidad, sedimentado en forma de “cultura”.
Un olvidado pero excelente escritor francés de los años veinte, Jean Giradoux, escribió una deliciosa comedia dramática a la que puso el significativo título de “Amphitryón 38”. Lo que seguramente significaba, entre otras cosas, que para poder lograr lo que el dramaturgo había visto en el viejo mito griego era menester que, desde los griegos antiguos hasta los occidentales modernos, hubiera sido escrito y planteado anteriormente treinta y siete veces. Los clásicos son aquellos artistas, escritores, pensadores, científicos que han tratado de bucear en las simas más profundas del corazón humano; aquellos que, muchas veces, han descendido al fondo del hombre, allí donde se agitan el ángel y la bestia que todos llevamos dentro, “allí en ese fondo está el secreto de la resurrección. Hay que desenterrarlo”, escribe Octavio Paz.
Reivindicar el cultivo de las humanidades, la lectura y el diálogo con los clásicos —“un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, como lo define Italo Calvino— es lo mismo que apostar por un ser humano más libre, más crítico, más consciente de sus responsabilidades y posibilidades existenciales. Es rechazar todo aquello que lo quiere robotizar, manipular o deshumanizar, y denunciar, en definitiva, a quienes tratan de acomodarlo y prepararlo para un futuro de meros “computadores bípedos” o de simples marionetas satisfechas.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Arturo Uslar Pietri, ¿Qué nos importa la guerra de Troya?, Revista de Occidente, nº 87, junio, 1970, pp. 290-298.
2) Italo Calvino, Por qué leer a los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1993.
3) Harold Bloom, El canon occidental: La escuela y los libros de todas las épocas, Anagrama, Barcelona, 2005.
4) Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Plaza Janés, Barcelona, 1989..
5) G. Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998.
6) Irene Vallejo, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, Siruela, Biblioteca de Ensayo, 15.ª edición, Madrid, 2020.
TOMÁS MORENO FERNÁNDEZ
(*) Ensayo revisado y ampliado, publicado en el libro Conocimiento y Realidad. Estudios en homenaje a Jorge Riezu Martínez, editorial San Esteban, Salamanca,2004, pp. 259-263).
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Comentarios
2 respuestas a «Reflexiones para el tercer milenio XVII: ¿Por qué leer a los clásicos? (4/6)»
A finales del siglo XIX, Ganivet se quejaba porque reducían el humanismo en la enseñanza
En efecto, amigo Leandro, seguimos en las mismas… Por cierto, Ángel Ganivet, todavía no ha logrado en su Granada el reconocimiento que su gran inteligencia y su figura como novelista, poeta y pensador de enorme talla merecen.