III. EL JUICIO: ACUSACIÓN, PROCESO Y CONDENA.
FILÓSOFO— Es significativo que tanto la tradición ético-sapiencial, como la tradición religiosa de Occidente se iniciarán con la «crónica» de una predicación subversiva y con las «actas» de una ejecución sumarísima; la ética y la religión occidentales fueron fundadas por dos hombres inocentes, reos de muerte: Sócrates y Jesús.
Las fuentes que nos han llegado para el conocimiento del juicio, condena y muerte de Sócrates son básicamente las obras de Platón (1) («Apología de Sócrates», «Fedón» y «Critón») y las de Jenofonte (2), («Apología de Sócrates o Defensa ante el jurado», «Recuerdos de Sócrates» y «Simposio»); puede añadirse la «Vida de los filósofos» de Diógenes Laercio (3).
Según esas fuentes los hechos sucedieron aproximadamente así: una vez derrocado el «gobierno de los Treinta tiranos» -como consecuencia de la revolución democrática del 403, en el año 399 a. de C.-, Sócrates es acusado de «asebéia» («impiedad», un delito religioso) ante el tribunal de justicia del estado ateniense. Los acusadores fueron tres: Anito, un político líder demócrata; Melitos, un poeta; y Licón, un retórico u orador público. La acusación o denuncia es redactada, según Diógenes Laercio, en estos términos: «Contra Sócrates alopecense, delinque Sócrates por no honrar a los dioses que honra la ciudad, por introducir nuevos «daimones» y por corromper a los jóvenes. Se le pide: «pena de muerte».
Las motivaciones de la denuncia eran de carácter estrictamente político y revanchista. En realidad, Sócrates era considerado como enemigo del régimen democrático ateniense por “proespartano» y colaboracionista con el régimen de los «Treinta tiranos» en el período de su duro gobierno represivo, liderado, no se olvide, por dos de sus más cercanos discípulos, Critias y Cármides que habían sido dirigentes de ese gobierno. Además, se decía que durante ese régimen Sócrates había delatado a un ciudadano demócrata, siendo arrestado por tal motivo.
Las acusaciones eran en realidad infundadas y más parecían una especie de «tapadera» que ocultaba las verdaderas motivaciones políticas de la denuncia. Por otra parte, la formulación «religioso-doctrinal» del delito que se le imputaba (asebéia = impiedad religiosa), no se correspondía con la tradición poco dogmática y «tolerante» de las poleis griegas, una tradición sin dogmas religiosos ni clase sacerdotal (desde la época de los jonios la religión mitológica griega había sido sometida a un profundo proceso de crítica y relativización; a veces hasta de mofa o burla). No obstante, hay que recordar, que en otras ocasiones anteriores, ese «delito» ya había sido utilizado como instrumento de represión política: Anaxágoras, Protágoras, Eurípides, Diógenes de Melos también habían sido perseguidos y expulsados de Atenas por tal motivo.
En definitiva: Sócrates era un personaje molesto, casi subversivo, para el régimen democrático recién restaurado, por sus simpatías pro-espartanas (pues Esparta era el enemigo máximo de Atenas en aquellos momentos) y había que escarmentar en su persona a todo su grupo de amigos y discípulos de la oligarquía antidemocrática. Fue el «chivo expiatorio» elegido para darles un ejemplar escarmiento…
A pesar de todo eso, fuesen fundamentados o no los recelos de los Atenienses demócratas contra Sócrates, las acusaciones no se sostenían en pie: porque Sócrates explícitamente aceptaba el «Nómos» de la ciudad: sus leyes, costumbres y creencias; porque no era agnóstico ni ateo como algunos sofistas: aceptaba los dioses de la ciudad, creía en los «oráculos» y respetaba sobre todo los cultos délficos a Apolo, y no introdujo ningún nuevo dios en el panteón de los dioses olímpicos (su alusión al «daimon» personal no tenía un sentido religioso, sino psicológico-moral). Porque sus enseñanzas en ningún modo eran corruptoras de la juventud. Y porque finalmente sus doctrinas buscaban no ya la corrupción de sus jóvenes discípulos sino todo lo contrario, su perfeccionamiento «moral» y «espiritual».
De lo que aconteció en el Juicio nos informan cumplidamente, dos cronistas y testigos de excepción: Platón y Jenofonte. Ambos coinciden en el relato objetivo de los hechos y en las palabras utilizadas por el filósofo en su defensa, pero discrepan en la interpretación de esas palabras y en la actitud e intenciones del maestro durante el proceso. El procedimiento judicial Ateniense constaba de tres fases: la primera, para determinar la culpabilidad o inocencia del reo (1ª votación); la segunda, en la que se votaba para determinar y decidir, una vez reconocida la culpabilidad, entre la «tímesis» (la pena propuesta por la acusación) y la «anti-tímesis» (la pena propuesta por el acusado, caso de reconocerse culpable); y la tercera, en la que se llevaba a cabo la formulación de la sentencia o el veredicto (no había un período de «deliberación», para evitar influencias).
Pues bien: extraña y sorprendentemente, Sócrates fue declarado «culpable» por una diferencia de 60 votos (280, culpable, contra 220, inocente); y, sin embargo, será condenado en la siguiente votación, por un margen de votos significativamente superior 140 votos (360 frente a 120). ¿Qué ocurrió, para tal cambio de apreciación en una parte del tribunal? La razón de ello parece que se debió a que Sócrates renunció a fijar su «antitímesis», bien por considerase «inocente» de los cargos que se le imputaban (es la opinión de Platón) o bien por su actitud arrogante, altiva e insolente ante el Tribunal de los 500, al cual llegó irónicamente a sugerir que más que un «castigo» él creía merecer un premio y que haría bien el erario público con concederle una renta económica de por vida. Estuvo «retador», «provocador» con el tribunal (opinión de Jenofonte y también de Nietzsche, según el cual: fue él quien obligó a Atenas a condenarle).
Platón en la Apología de Sócrates, una de las obras más bellas emocionantes y dramáticas de toda la historia del pensamiento occidental, la «mayor justificación moral del filósofo y de la filosofía que jamás se haya escrito», en palabras de Popper (4), nos presenta al filósofo como un auténtico héroe trágico, que en defensa de la libertad del pensamiento se enfrenta valientemente al poder establecido, al poder despótico del estado, e inmola generosamente su vida. Platón nos transcribe las extraordinarias palabras que Sócrates pronunció ante el tribunal de Atenas en su autodefensa y en defensa de la filosofía.
En Critón, que trata sobre la estancia de Sócrates en la cárcel de Atenas, desde su juicio hasta su ejecución, Platón pone todo su empeño en mostrar que Sócrates pudo haber evitado la condena a muerte ya que simplemente comportándose ante el tribunal como los reos normales, la pena hubiera sido menor (destierro o multa); que incluso después de producida la sentencia pudo huir, pues sus discípulos llegaron a sobornar para ello a sus carceleros y que Sócrates no hizo ninguna de esas dos cosas por «lealtad» y «respeto» a las Leyes de su ciudad que representaban, aun injustamente aplicadas, la voluntad del pueblo y que para Sócrates eran sagradas.
Es decir: Sócrates acepta la muerte para no poner en entredicho las leyes democráticas de la Polis: en defensa de la democracia. Condenado a muerte -a beber la cicuta- su ejecución se retrasó cerca de un mes como consecuencia de las fiestas de Delos (en espera del regreso de la nave que había ido a Delos) ya que en tiempos de fiesta (sagrados), no podía ejecutarse a nadie.
En Fedón, finalmente, Platón nos describe emocionadamente los últimos momentos de la vida de Sócrates, conversando serenamente con sus discípulos más cercanos sobre la inmortalidad del alma y tratando de consolarles al advertirles que, para el filósofo, la muerte no es un mal sino un bien, ya que es el momento en el que el alma del hombre justo abandona definitivamente su cárcel corporal, está libre para la contemplación intelectual y alcanza la definitiva liberación e inmortalidad. Entre mayo y junio, una tarde del 399 a. de C., Sócrates bebió la cicuta.
POLITÓLOGO.- En relación con el juicio y ejecución de Sócrates se han escrito ríos de tinta: bien para inculpar a la Democracia Ateniense por tan lamentable hecho: el 1º de los «estigmas» de la Democracia Ateniense; bien para, si no justificar o exculpar, sí al menos, para explicar o entender los motivos de Atenas para tan trágica e injusta decisión. El historiador estadounidense I. F. Stone pertenecería a este segundo grupo.
En El Juicio de Sócrates (5) I. F. Stone analiza las dramáticas circunstancias en las que se llevó a cabo la condena y ejecución del filósofo y trata de «contextualizarla» señalando primeramente que Atenas, la Atenas en la que vivió Sócrates era, formalmente, el régimen político más revolucionariamente participativo, más libre, más igualitariamente democrático, más rico cultural y artísticamente de toda la Antigüedad. Nunca se llevó tan lejos el principio de rotación en los cargos públicos, la provisionalidad del poder, el control de los abusos del mismo (6); nunca se intentó más eficazmente el propósito de una democracia directa, asamblearia y plebeya, en la que el pueblo sin intermediarios o representantes se gobernara a sí mismo directamente (7).
En segundo lugar, que en la democracia ateniense también había «sombras» -tan tremendas como la marginación de la mujer, la exclusión de los metecos y, sobre todo, la existencia de la esclavitud- pero que no fueron precisamente «esas sombras» el objeto de sus críticas y ataques. Al contrario: su predicación irónica y cáustica, elíptica y corrosiva se dirigía directa y explícitamente contra sus «luces», contra los supuestos básicos del régimen democrático: que todo hombre, todo ciudadano, era competente en asuntos políticos, tenía capacidad para juzgar, opinar e intervenir en la decisión de los asuntos comunes de la Polis. Sin embargo, su rechazo expreso de la Isegoría, la Isocracia y la Isonomía —los verdaderos pilares de la democracia— lo configuraban como su enemigo declarado. Su crítica de la democracia no era constructiva.
Y en tercer lugar, que Atenas, por aquella época, había sido sangrientamente maltratada por dos guerras desgraciadas contra Persia y contra Esparta y había sufrido dos sangrientas dictaduras oligárquicas proespartanas en plena Guerra del Peloponeso (el gobierno de los 400 tiranos en el 411 y la de los Treinta tiranos, en el 404), en las cuales habían tenido un gran protagonismo, precisamente, los amigos de Sócrates. ¿No bastaba ello para alarmar a los atenienses?, ¿no eran justificados sus recelos frente a los sedicentes conspiradores proespartanas? Y finalmente, que la propia actitud de Sócrates, a lo largo de todo el proceso, no contribuyó verdaderamente a su absolución.
Sócrates tuvo en su mano una vía de defensa eficaz que no quiso utilizar: invocar en su favor la «Isegoría» (libertad de expresión), un derecho de todo ciudadano, amparado y reconocido por la «constitución democrática» (Politeia). Y aunque la hubiese usado, no la había invocado políticamente. En su lugar, utilizó expresiones no «políticas» como «isología«, «parrhesía«, «eleutherostomoi» y «exousía tou legein» (expresiones sinónimas de libertad de boca, permiso o licencia para hablar). En ninguna ocasión Platón puso en su boca el término «isegoría«… Si hubiera apelado a ella (un derecho, repito, consagrado en la constitución ateniense) seguramente habría sido exculpado o, al menos, habría evitado la muerte.
Según I. F. Stone, Sócrates no recurrió a ella, no la reivindicó políticamente, porque ello habría significado su «acatamiento» implícito de uno los principios democráticos fundamentales del sistema que tanto despreciaba. Su «absolución» habría justificado a Atenas y a su régimen político. Y esta fue su «especial» venganza. Su injusta muerte descalificaba, desacreditaba a Atenas. Sus discípulos, por otra parte, personificarán de inmediato las conclusiones implícitas en su mensaje político: dos «tiranos» (Critias y Cármides); dos admiradores del régimen espartano (Jenofonte y Alcibíades); un teórico de la clausura utópica, de la sociedad cerrada (Platón); dos apolíticos o antipolíticos: (Aristipo y Antístenes, cirenáico y cínico respectivamente).
FILÓSOFO.- Aunque parezca convincente la argumentación de Stone que acabamos de escuchar por parte de nuestro politólogo, en mi opinión peca de parcial e incluso de anacrónica. En realidad, esa caracterización política convendría más a Platón que al propio Sócrates. Sócrates más que ideólogo político, portavoz de una minoría aristocrática y antidemocrática, fue un moralista, un pensador ético: el descubridor de una «nueva eticidad», ya insinuada en los Sofistas, Tucídides y Eurípides, que se oponía frontalmente a la vigente en la Atenas de su tiempo —expresada en la clásica ecuación «Ethos=Polis»— y en la que no había más ética que la subordinación o sometimiento del individuo a los imperativos ético-políticos del Nomos de la Polis y en el que la virtud privada y la virtud pública, el buen individuo y el buen ciudadano coincidían plenamente.
Precisamente a ello se refería Hegel en sus Lecciones de filosofía de la Historia Universal, cuando escribía:
“En Sócrates vemos representada la tragedia del espíritu griego. Es el más noble de los hombres; es moralmente intachable; pero trajo a la conciencia el principio de un mundo suprasensible, un principio de libertad del pensamiento, del pensamiento absolutamente justificado, que existe pura y simplemente en sí y por sí; y este principio de la interioridad, con su libertad de elección, significaba la destrucción del estado ateniense” (8).
Karl Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, coincidirá en cierto modo con Hegel, al destacar el gran descubrimiento socrático de la eticidad individual, así como en mostrarnos el carácter revolucionario y subversivo de esta doctrina. Considera a Sócrates como el gran impulsor de la fe en la «sociedad abierta» (brillantemente defendida en la Oración fúnebre de Pericles de Tucídides y fundamentada teóricamente por Protágoras en su célebre «mito sobre de las ciencias y las artes»). Es cierto, dice Popper, que Sócrates fue un crítico de Atenas y de sus instituciones democráticas, y ello puede asemejarle, de un modo superficial, a los «reaccionarios» antidemócratas partidarios de la «sociedad cerrada«, con los que se mezclaba y a los que tenía como íntimos amigos (Critias, Cármides, Alcibíades). Sin embargo, en su opinión, la crítica de Sócrates era de naturaleza distinta a la de aquellos: era una crítica «democrática» tendente a mejorar las instituciones de la Polis: una crítica democrática de la Democracia.
Su «lealtad» a la Democracia, según Popper, se puso de manifiesto cuando prefirió la muerte antes que renunciar a su libertad de conciencia y de expresión, y también cuando se negó a huir de la patria eludiendo la prisión y la condena para no violar las «Leyes» del Estado Ateniense, que eran «sagradas» para él (Critón). Defensa de la libertad y respeto a las leyes, que eran los dos pilares en los que se apoyaba la democracia Ateniense: «Sócrates demostraba con esto que un hombre podía morir, no sólo por el destino, la gloria u otras grandes cosas de esa naturaleza, sino también por la libertad del pensamiento crítico y por el respeto de sí mismo» (9).
Con la entrega de su vida, Sócrates dejaba definitivamente «acuñado» el perfil de un «nuevo ideal del sabio», mostrando hasta el último momento de su vida: su autodominio, consolando a sus discípulos («Fedón»); su sentido del humor, indicándole a Critón que no olvidara pagar el gallo ofrecido en sacrificio al dios de la salud Asclepio en agradecimiento por su liberación de la cárcel del cuerpo; y su genial y dramático rasgo de ironía, al poner de manifiesto en Critón cómo las Leyes de la Polis que él enseñaba a obedecer como justas, le quitaban ahora injustamente la vida.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Platón, Apología de Sócrates, Alhambra, Madrid, 1985; Fedón BIF, Aguilar, Buenos Aires, 1960 y Critón, BIF Aguilar, Buenos Aires, 1966.
2) Jenofonte, Recuerdos de Sócrates. Apología. Simposio, Alianza, Madrid, 1967.
3) Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más ilustres, Austral, Argentina, 1950.
4) Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, primera parte, Orbis, Barcelona, 1984, pp. 131-135 y 185-189.
5) I. F. Stone, El juicio de Sócrates, Mondadori, 1988. Sobre el juicio de Sócrates véanse también: Gregorio Luri, El proceso de Sócrates, Trotta, Madrid, 1998 y Wilmore Kendall, El hombre ante la asamblea, Ateneo, Rialp, Madrid, 1960.
6) Téngase en cuenta que la “libertad de expresión” sólo se logrará en las Islas Británicas con la Revolución Inglesa de 1689 y, en el continente europeo, con la francesa de 1789; y que el sufragio universal sólo se logró en Europa a finales del XIX y en los EE UU, a principios, con la Revolución Jacksoniana de 1820-30, votan los pobres.
7) Otros ejemplos serían la Comuna de París (1871) o los primeros meses revolución soviética de 1917. Nunca en la historia política una república plebeya como la ateniense gobernó tantos años: unos 140 años seguidos: desde el 461 (Efialtés), al 322 (conquista macedónica).
8) J.W. F. Hegel, Lecciones sobre historia de la filosofía, op. cit. Casi un siglo después un filósofo español, José Ortega y Gasset en El espectador, coincidirá con el filósofo alemán en el diagnóstico: “El gran crimen que costó la vida a Sócrates fue su pretensión de poseer un daimon particular, privado”.
9) Karl R. Popper, op. cit.
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