II. HANNAH ARENDT: VITA ACTIVA Vs. VITA CONTEMPLATIVA
Su preferencia existencial por la vida activa (bios polítikós) frente a la vida contemplativa (bios teorétikós), dan fe de su pasión por la dimensión política y ciudadana del ser humano. Y es la pérdida de esa dimensión la que, para nuestra pensadora, explica la caída en la barbarie totalitaria, en la década de los treinta, y en la barbarie consumista, en nuestra sociedad industrial. Pues bien: esa pérdida y sus terroríficas consecuencias es la que Hannah Arendt trata de explicar y describir en Los orígenes del totalitarismo (1951) y la que la impulsan, más que a ser una filósofa stricto sensu, a convertirse en pensadora política. Había, pues, que cambiar la metafísica del homo teórico contemplativo por la “comprensión del mundo de aquí”, del homo activo.
En 1943 se sintió horrorizada con las primeras noticias del exterminio de los judíos por los nazis: que unos seres humanos pudieran liquidar a otros como si fueran ganado, y que éstos se dejaran exterminar pasivamente, debía de tener una explicación. Hannah Arendt consagrará el resto de su vida a tratar de explicárselo y de explicárnoslo. Y, también, a plantearse: ¿Cómo tendría que actuar un ser moral en un mundo en el que la vida humana es prescindible, superflua? ¿Cómo recuperar la confianza en la sociedad civil? ¿Cómo sobreponerse al destino del mundo y abrirlo a una acción política emancipadora?
De la estupefacción de la pensadora ante los crímenes del nazismo, que ella definió por primera vez como crímenes contra la humanidad, surgió el libro Los orígenes del totalitarismo. Por primera vez, una pensadora unía nazismo y estalinismo bajo un mismo concepto: “Totalitarismo”, que significaba, en su opinión, la supresión total y radical por parte de un Poder omnímodo, despótico y arbitrario de la auténtica actividad “política” (actividad de los ciudadanos libres para interactuar en el mundo) y, con ello, la anulación del derecho y de las reglas de juego democráticos, el control total sobre los individuos, la intervención indiscriminada en la esfera privada, la destrucción de cualquier ámbito de actividad independiente, la exclusión y discriminación de minorías consideradas hostiles, la anulación de las libertades básicas, la institucionalización de los campos de concentración para los disidentes y la guerra, el imperialismo, el exterminio sistemático de poblaciones, la instauración, en fin, como Derecho de Estado del desprecio absoluto hacia determinados grupos, clases o razas humanas considerados infrahumanos y hacia los seres humanos individuales, considerados poco menos que objetos prescindibles o desechables.
Más tarde, y en uno de sus más conocidos reportajes, el que escribió para The New Yorker sobre el proceso al criminal nazi Adolf Eichmann, Eichmann en Jerusalén (1) (1963). Hannah observó también que la maquinaria totalitaria necesita de asesinos semejantes a Adolf Eichmann, de seres incapaces de pensar, no malvados en sí, sádicos patológicos, sino malvados perfectamente normales, “gentes corrientes”, que sólo cumplían con su deber, que simplemente hacían su trabajo; como si en todo el proceso de destrucción de las personas (en los campos de exterminio con su propia y sofisticada metodología) los verdugos carecieran de motivos personales y de una total falta de deliberación al realizar su labor. Seres “banales”, grises, mediocres, educados para funcionar a pleno rendimiento, obedientes al servicio del Poder estatal. Estos “funcionarios del mal” son eficaces en la tramitación del exterminio, que cumplen como si se tratara de un simple deber profesional, de un mero expediente burocrático, dada su fidelidad al Estado y su sumisión a la Autoridad (2).
Los crímenes son horrendos y los criminales banales, tipos mediocres, incapaces de pensar (ya que “pensar” implica empatizar con el prójimo, tener imaginación para ponerse en el lugar del otro y empatizar con las “víctimas”, cuestionando críticamente al Uno, rey.bsoluto o representante “carismático” y “encarnado” del todopoderoso Leviathan (Cfr. Étienne de La Boétie, Discurso sobre la servidumbre voluntaria o El Contra Uno, 1548). Para Arendt, la ausencia de pensamiento es la que genera el mal: esa ausencia induce y habitúa a las personas a aceptar lo primero que les impone la presión social de grupo —lo pensado por otros: bien el partido político al que pertenece desde “siempre”, la ideología política dominante, lo políticamente correcto o la creencia religiosa dogmática o fanáticamente asumida— como criterio de vida y de acción y eso, a la postre, implica, una rendición a lo dado o impuesto por el poder de turno, a la injusticia prevaleciente y a las conductas prescritas y acríticas. Así surge la banalidad del mal, el mal banal, ese mal generado por quienes no piensan demasiado en ello y que crece impecablemente incluso entre las personas de orden.
En ningún otro sitio mejor que en la película de Margarethe Von Trotta titulada “Hannah Arendt” (2012) puede ejemplificarse o ilustrarse el significado y la vigencia de esta noción de “banalidad del mal”, encarnada por el enjuicia dirigente burócrata nazi Adolf Eichmann. El “Discurso final” que la protagonista del film, la filósofa judía alemana, (interpretada por Bárbara Sukowa), pronuncia ante sus alumnos de la Universidad de Chicago; un Discurso que puede parangonarse con otros célebres de la historia del cine en defensa de “la justicia, la verdad y el respeto que merece el ser humano” como apuntara en su Discurso-veredicto el juez norteamericano Dan Haywood (Spencer Tracy), entrañable personaje de “El juicio de Núremberg” (Stanley Kramer, 1961) y Presidente del célebre Tribunal (3); el emocionante alegato final de Charles Chaplin en “El gran dictador” (1940), contra Hitler y el nazismo, e incluso, en un plano no cinematográfico sino filosófico, con la autodefensa del filósofo y de la filosofía de Sócrates ante la Asamblea ateniense que le condenará a muerte (Apología de Sócrates de Platón).
En ese Discurso de la autora de Eichmann en Jerusalén se pone de manifiesto cómo el mal más grande del mundo puede ser cometido por cualquier hombre por normal o insignificante que parezca, por cualquier individuo, y que para cometerlo no hace falta tener ningún motivo malévolo, personalidad psicopática, corazón cruel, ni siquiera creencias o convicciones sádicas, basta simplemente con “negarse a ser persona”, con renunciar a pensar. Y por esto a ese fenómeno se le ha denominado “banalidad del mal”, como antes hemos señalado. De ese Discurso-lección entresacamos estas dramáticas, valientes y sinceras palabras de la pensadora alemana estas:
“[…] Como ustedes ya saben yo soy judía. Muchos me han atacado por odiar a los míos o defender a los nazis, o simplemente despreciarles… Y ese no es ningún argumento. Asesinato moral es su nombre… tan sólo he querido reconciliar la increíble mediocridad el hombre con las terribles consecuencias. Intentar comprender no significa perdonar. Así que toda mi responsabilidad es comprender y será también la responsabilidad de cualquiera que desee escribir o estudiar sobre éste o cualquier otro tema. Desde Sócrates y Platón entendemos que el pensamiento es algo así como el diálogo silencioso que el alma tiene consigo misma. Al negarse a ser una persona Eichmann pasó a ser su propia víctima renunciando sin saberlo a una de sus grandes facultades: la capacidad de pensar. Y como consecuencia cuando dejó de pensar dejó de discernir. Fue la incapacidad de pensar la que hizo posible que muchos hombres, digamos normales y corrientes, cometiesen actos de barbarie a una escala enorme, actos que antes nunca se habían visto jamás. Es cierto, he tratado estos temas desde una perspectiva esencialmente filosófica. La esencia del pensamiento, del pensamiento al que me refiero no es el conocimiento, sino el que distingue ente el mal y el bien, entre lo bello y lo feo, y lo que yo busco es que el pensar de fuerza a las personas para que puedan evitar los desastres en aquellos momentos en los que todo parece perdido”.
En la línea de H. Arendt, Zigmunt Bauman desarrolla su obra Modernidad y Holocausto (4) (1989), cuyas tesis defienden la prioridad del sistema técnico-administrativo moderno —división del trabajo, burocratización, eficiencia, racionalidad instrumental etc.— sobre las voluntades individuales, en lo acontecido con la Shoah. Tesis cuestionada o matizada por la obra de Daniel Jonah Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto (5) (1996), en donde a los factores tecno-burocráticos habría que añadir la “voluntariedad”, esto es: la responsabilidad individual y colectiva de los ciudadanos alemanes ante y en la matanza.
Retomando nuestra reflexión sobre el pensamiento de nuestra ilustre pensadora, concluyamos que, en definitiva, el pensamiento es —debe ser — también, para Hannah, “caritas”, “amor mundi”, y entraña un compromiso “moral”. Ahora bien, quien “piensa” debe rebelarse frente a la opresión. Las “víctimas”, en la medida en que puedan, tienen que ofrecer resistencia. Hannah fue malinterpretada en este sentido por su beligerancia frente a la opresión. Pero la reflexión arendtiana sobre el mal radical de la violencia política nazi no se agotó con su monumental Los orígenes del totalitarismo: en 1970 nos sorprendió con una nueva reflexión Sobre la Violencia (6). En esta última obra, Arendt va a indagar sobre el tema de la secular vinculación entre el poder o la política y la violencia. La tradicional ecuación “Política = Violencia” no ha sido, en su opinión, aún superada, una vez vencidos los totalitarismos genocidas del pasado reciente. Para Arendt dicha vinculación es cuestionable y superable: la violencia no es necesariamente inherente a lo político, pues poder y violencia son fenómenos distintos, y, en su concepción de la política, antitéticos. Si hay violencia es que no hay política, en el sentido arendtiano stricto sensu.
Al considerar las constantes experiencias de la política como violencia -las continuas guerras, las constantes transgresiones de los acuerdos jurídicos internacionales, el uso del terrorismo como instrumento de acción política, la utilización indiscriminada de armas químicas y bacteriológicas por poderes estatales constituidos, las medidas represivas de Estados -democráticos o autoritarios- contra inmigrantes y refugiados, la multiplicación, en fin, de la denominada basura humana (ese enorme grupo de personas que carecen del derecho a tener derechos o que no pueden ser integradas al sistema capitalista de producción y consumo globalizado)-, nos preguntamos: ¿Es que Hannah Arendt nos puede ayudar a responder a estas cuestiones? La respuesta es muy simple: sí, leamos sus obras y meditemos serenamente con ella, al hilo de sus profundas y humanistas reflexiones (7). Si lo hacemos encontraremos, sin duda, renovada nuestra esperanza en que otro mundo, más humano, más compasivo, más amable y vivible es todavía posible.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, traducción de Carlos Ribalta, Lumen, Barcelona, 1999.
2) Sobre Eichmann y la banalidad del mal véase el reciente ensayo de Michel Onfray, El sueño de Eichmann. Precedido de ‘Un Kantiano entre los nazis’, Gedisa, Barcelona, 2009. En él el filósofo francés indaga en la supuesta responsabilidad de una tradición cultural y moral alemana que desde Lutero y Kant prescribe la imposibilidad ética de la desobediencia a las leyes positivas (¡aunque sean injustas!). Primo Levi, el autor de Si esto es un hombre, resume así los argumentos que Eichmann adujo en su defensa ante el tribunal de Jerusalén: “Nos educaron en la obediencia absoluta, en la jerarquía, en el nacionalismo; nos han atiborrado de ceremonias y manifestaciones; nos han enseñado que lo único justo era lo que favorecía a nuestro pueblo, y que la única verdad eran las palabras del jefe. ¿Qué queríais que hiciéramos?” (Cfr. Los hundidos y los salvados, Muchnick Editores, Barcelona, 2001, p. 26).
3) La secuencia/escena más impactante es aquella en la que el juez Haywood visita la celda en la que está recluido Ernst Janning (Burt Lancaster) prestigioso jurista y exministro de Justicia nazi Es el único de los cuatro acusados que muestra un claro arrepentimiento por sus actos durante el juicio y aplaude la decisión del juez Haywood de condenarles y, en la soledad de la celda, se sincera diciéndole:
Ernst Janning. — Juez Haywood… la razón por la que le he pedido que viniera: aquella pobre gente aquellos millones de personas… nunca pensé que se iba a llegar a eso. ¡Debe creerme!
- Haywood. -– Herr Janning, “se llegó a eso” la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre sabiendo que era inocente”.
4) Madrid, Sequitur, 1997. Para Bauman el holocausto es ininteligible sin esta cosmovisión totalitaria en su base: la imagen procustiana del mundo como un jardín que hemos de modificar y manipular hasta ajustarlo a las exigencias ideológicas de modo que sea “lo que debe ser”. Este tipo de cosmovisión genera al tiempo una cirugía extrema y una indiferencia moral ante el sufrimiento, tendiendo a considerar a los que no se ajustan a su molde como “personas superfluas” (en expresión de Arendt).
5) Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto, traducción de Jordi Fibla, Taurus, Madrid, 1997.
6) On Violence, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970.
7) Otras obras de Hannah Arendt dignas de destacar serían Hombres en tiempos de oscuridad, traducción de C. Ferrari y A. Serrano de Haro, Gedisa, Barcelona, 1989 (en la que comenta autores como Walter Benjamín, Isac Denisen, Hermann Broch); La vida del espíritu, traducción de Carmen Corral, notas de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 2002; Sobre la revolución, traducción de Pedro Bravo, Alianza, Madrid, 1988.