Tomás Moreno: «Yerma y Antígona. Variaciones sobre un mismo tema (En el Día Mundial de la Poesía, 2023, 2/3)»

II. ‘ANTÍGONA’ Y ‘YERMA’ O LA SACRALIDAD DE LA VIDA ORGÁNICA

En su insuperado ensayo La Metáfora y el Mito, uno de nuestros mayores antropólogos culturales e historiadores de la religión, Ángel Álvarez de Miranda, escribía en 1959 estas palabras: “La sacralidad de la vida orgánica se percibe como una realidad operante en la mente arcaica y manifestada en múltiples mitologías a través del tema de la fecundidad y de sus conexos. La fecundidad hace asistir al portentoso espectáculo de ‘la vida que nace’: en torno a ella se agrupan, como epifenómenos, la generación y la esterilidad, la sexualidad y la virginidad, la nupcialidad y la maternidad. Todo esto constituye uno de los ejes de la religiosidad naturalística basada en la sacralidad de la vida orgánica” (1).

En dicho estudio, recuerda Francisco Rodríguez Adrados (2), nuestro antropólogo puso de relieve “las asombrosas coincidencias entre el mundo mítico-religioso y simbólico de Lorca (temas de la tierra, la fecundidad, la muerte) y el de las religiones agrarias”. Y prosigue: “Sin duda mucho de ello se conservaba en la Andalucía de su tiempo y basta que recordemos el libro de Pitt- Rivers sobre la permanencia de esta cultura arcaica en la Andalucía o el ensayo de Salinas “García Lorca y la cultura de la muerte” (3).

Pues bien, el tema de la “sacralidad de la vida orgánica” es, efectivamente, uno de esos ejes desde los que se articulan y se emparentan no ya las más nucleares obras de Lorca (“Bodas de sangre”, “La casa de Bernarda Alba”, “Yerma” o el “Romancero Gitano”) como sostenía Álvarez de Miranda, sino también, dos de las obras más densamente trágicas, más dolorosamente vivas, vigentes y pregnantes de significado de toda la historia de la literatura occidental: “Antígona”, de Sófocles y “Yerma”, de Federico García Lorca. La Grecia de la época trágica y la Andalucía de comienzos del siglo XX se encuentran y abrazan en la intemporalidad de una misma constelación mítica: la de la “fecundidad” y sus “mitologemas” conexos.

Antígona y Yerma –sus protagonistas- representan, pues, dos “variaciones” del mismo tema: el de la “sacralidad de la vida familiar”, pero enfocadas desde dos perspectivas diferentes –la dimensión “fraternal” en un caso; la dimensión “maternal”, en el otro- e impulsadas por dos instintos básicos orientados a la “preservación de la especie”: el de “conservación” de la oikia (casa, familia, vínculo fraternal: sotería) y el de la “procreación” o surgimiento de una nueva progenie. Ambas mujeres entregan su vida y su libertad tratando de protegerla; la mujer griega, llegando al sacrificio de su propia vida, al suicidio; la andaluza, matando al causante de su desesperanza, su marido. La tragedia, en los dos casos, es inevitable: un ineluctable destino, impulsado por un instinto natural de “fecundidad”, de “supervivencia de la casta familiar, o de “autotrascendencia biológica”, acaba por imponerse trágicamente (4).

Antígona

Muy sumariamente el argumento de Antígona (442-441 a. C.), la tragedia de Sófocles, viene a mostrarnos la siguiente situación: la acción acontece en Tebas. Ha habido una guerra. A un lado está el ejército conducido por Eteocles, hermano de Antígona e Ismene. Enfrente, una expedición invasora, formada en parte por extranjeros, pero comandada por el otro hermano, Polinices. Etéocles y Polinices, hijos de Edipo, se han dado muerte recíprocamente en la batalla. Creonte, el tirano de Tebas, tras honrar pomposamente el cadáver de Etéocles, el hermano patriota, ha ordenado que Polinices, por traidor, sea dejado insepulto para ser pasto de las aves y animales carroñeros.

Pero para Antígona, hermana de ambos fratricidas, las leyes divinas y la “piedad familiar” —que la obligan a enterrar a su hermano proscrito, Polinices— están por encima de las leyes humanas y políticas, y transgrede las órdenes del tirano Creonte, su tío carnal, dando sepultura al cuerpo de su hermano (la obligación de enterrar a los muertos, y más si se trata de un hermano, es para Antígona no sólo una “ley no escrita”, divina, inviolable, que no pueden borrar los decretos de ningún gobernante, sino un deber inexcusable y una auténtica pasión a la que sacrificará su vida).

Creonte ordena encerrarla viva en un antro de piedra o cueva: con ella, sin embargo, se ha hecho encerrar, sin saberlo nadie, el hijo de Creonte, Hemón, prometido de Antígona. Cuando el viejo adivino Tiresias lo reconviene con terribles palabras, Creonte, inquieto, ordena abrir el antro; pero Antígona acaba de ahorcarse y Hemón se quita la vida ante los ojos de su padre. Incapaz de soportar el dolor por la muerte de su amado Hemón, Eurídice, su madre, se da muerte a su vez (5).

Portada de ‘Yerma’ (Alianza Editorial)

“Yerma” (1934), el “poema trágico en tres actos y seis cuadros”, de García Lorca, nos cuenta la historia de una campesina, Yerma, que se ha casado sólo para tener hijos y que vive angustiosamente la tragedia de la esterilidad, sin encontrar salida posible. Al parecer, la raíz o causa de su infertilidad reside expresamente en la negación a engendrar por parte de su marido. Su marido, Juan, es un trabajador afanoso, que no quiere tener hijos y que no ve en la esposa más que la “hembra” que sacie sus deseos sexuales. Yerma, con su anhelo de maternidad obsesivo, arrastra infelices sus años de juventud. Dos fuerzas, pues, “que no se encuentran jamás en un mismo plano”, en el plano del amor interpersonal. La tragedia va a resolverse, como señala Díaz Plaja, en dos direcciones. “una interior, estremecida de intimidad, desolada de su propio vacío fisiológico, y otra, externa y agresiva, que se proyecta sobre su marido, el hombre que la codicia con pasión de macho fuerte, que no ve en ella sino la hembra que le sacia” (6).

Las mujeres de su edad estrechan en sus pechos nuevos lactantes. Yerma prepara en silencio la canastilla del hijo que no puede nacer. No le faltan, por parte de sus amigas, los consejos lúbricos que fácilmente desenlazarían el nudo de la tragedia planteada —en la romería del tercer acto se le ofrece la ocasión: ceder ante los deseos e impulsos de los mozos que la hostigan y solicitan…— pero Yerma es una mujer honrada, sabe cuál es su deber moral; se ha casado con Juan y Juan debe ser el padre de sus hijos. Por esto, finalmente, cuando su marido le revela que nunca ha deseado prole, Yerma ve en aquel deseo negativo la más odiosa traición, y cuando Juan se le acerca deseoso, lo estrangula (7).

Versión cinematográfica de ‘Yerma’ (1998)

El tema de ambas obras apunta, pues, a una misma obsesión del alma femenina por proteger la vida de su entorno familiar más biológicamente cercano. Ambas sacrifican incluso el amor físico, erótico, su propia “sexualidad”, su más íntima y natural “feminidad”, a la consecución de un propósito impuesto por la cultura a la “Feminidad”, a la “Mujer” en abstracto. En ambos casos, lo “femenino” permanece oculto, latente, sin emerger en la llama fecunda de la relación con el varón amado. Las dos supeditan lo erótico personal a lo biológico impersonal. Antígona muere “virgen”; Yerma sin conocer el verdadero amor de su hombre. Ambas están poseídas por una función biológico-orgánica que, socialmente establecida y “culturalmente” introyectada, se impone a todas sus pulsiones, a las más íntimas e individuales. Ambas son “femeninas”, en el sentido más convencional, pero el estereotipo de la “Feminidad” en abstracto, vigente en sus respectivos ambientes -una función transindividual, más social que personal- ahoga e impide el natural desarrollo de sus más íntimos y personales sentimientos humanos y femeninos.

Sus respectivas feminidades íntimas, personales, se ven así reprimidas, frustradas, irremisible y trágicamente mutiladas por causa de una “Feminidad” estereotípica que se les impone desde fuera, desde la función que una “cultura” tradicional, rígida y asfixiante les ha asignado: velar por la perpetuidad y continuidad familiar, tanto hacia el pasado (Antígona) como frente al futuro (Yerma). Y todo ello, en nombre de la piedad fraternal, un ineludible deber de la religión familiar helénica, en el caso de la mujer griega, o bien, en el del honor conyugal, una onerosa e insalvable imposición social, en el caso de la andaluza.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Ángel Álvarez de Miranda, La Metáfora y el Mito, Cuadernos Taurus, Madrid, 1963, pp. 13-14. Trabajo que apareció en el tomo II de sus Obras con el título de Poesía y Religión. E. de Cultura Hispánica, 1959.

2) Francisco. R. Adrados “Las Tragedias de García Lorca y los griegos” en Del teatro griego al teatro de hoy, Alianza Editorial, Madrid, 1999, pp. 287-299.

3) Ibid., p. 290. Rodríguez Adrados señala, además: “En las costumbres populares, el teatro de títeres, la copla, las romerías, encontraba Lorca elementos que le ponían en contacto con la misma cultura agraria de que brotó la obra de los trágicos griegos. La danza popular, la canción de boda y de duelo y una serie de rituales que están en el fondo del teatro griego y que he estudiado en otro lugar no son muy distintas de contrapartidas suyas en la cultura popular de Andalucía y de otras tierras de España. Y, sobre todo, e s bien sabido que los temas centrales de Bodas de sangre, de Yerma (y de Doña Rosita, Bernarda Alba y otras obras más) proceden de sucedidos reales de la Andalucía de su tiempo”.

4) La mayoría de los expertos en la dramaturgia de García Lorca ha estudiado las reminiscencias específicas, en su teatro, de pasajes de los trágicos griegos, fundamentalmente las de Esquilo en Bodas de sangre, las de Las Suplicantes en los coros lorquianos y en el Hipólito de Eurípides. La persecución del tercer acto en Bodas de Sangre recuerda la que se da en Euménides. Hay también influjo de Esquilo en Yerma (el “ditirambo” del macho y la Hembra ofrece junto a recuerdos del tema dionisíaco a los que alude el propio Lorca y a raíces autóctonas (la romería de Moclín, de Almería), algunos recuerdos de la danza frenética de las danaides perseguidas por el heraldo egipcio al final de Las Suplicantes y, sobre todo, en opinión de F. R. Adrados, el influjo en Yerma (tragedia de la maternidad frustrada) del Hipólito de Eurípides (tragedia del eros frustrado) y las similitudes entre Yerma y Fedra, sus protagonistas. La vinculación o similitud entre “Yerma” y “Antígona” de Sófocles que nosotros aquí desarrollamos no ha sido –que sepamos- tratada nunca.

5) Las mejores traducciones en castellano de Antígona son: la bilingüe de I. Errandonéa, Tragedias de Sófocles, Alma Mater, Barcelona, 1959-1965; Sófocles, Antígona, Edipo rey, Electra, edición de Luis Gil, Guadarrama, Madrid, 1968; Sófocles, Tragedias trad. de Mariano Benavente Barreda, Biblioteca Clásica Hernando, Madrid, 1971. Sobre Sófocles y la tragedia griega en general pueden verse: Ignacio Errandonéa, Sófocles y la personalidad de sus Coros, Moneda y Crédito, Madrid,, 1970; Kare Reinhard, Sophokles, Franfort, Klostermann, 1947; V. Ehrenberg, Sophokles und Perikles, München, Beck, 1956; F. Rodríguez Adrados, El héroe trágico y el filósofo platónico, Taurus, Madrid, 1962; Hugh Lloyd-Jones, M. Fernández Galiano, F. Rodríguez Adrados, A. Tovar, Estudios sobre la Tragedia Griega, Cuadernos de la Fundación Pastor, nº 13, Madrid, 1966; R. M. Lida, Introducción al teatro de Sófocles, Paidós, Buenos Aires, 1971; Ana Iriarte, Democracia y Tragedia: la era de Pericles, en Historia del Pensamiento y la Cultura, Akal, Madrid, 1996; J. Cruz Cruz, “Antígona. La tragedia de la familia en Hegel”, en Razón y Libertad. Homenaje a A Millán Puelles, Rialp, Madrid, 1990.

6) G. Díaz-Plaja, Federico García Lorca, Espasa Calpe, Austral, Madrid, 1961, p. 207.

7) Sobre Yerma existen numerosas ediciones: la de A del Hoyo, en Obras completas de Aguilar, Madrid, 1960; la de I. M. Gil, edit. Cátedra, Madrid, 1981; la de M. Hernández, en Alianza, Madrid, 1985; y, una de las más recientes, la edición crítica de M. García Posada, Teatro 1. Obras 3, Akal, Madrid, 1998.

 

 

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