Gregorio Martín García: «Las tres chaparras de Los Salobres, (2/3)»

Pronto llegué a la encina. Las formas de mirar y comportarse de mi hermano vi que allí pasaba algo y pensé que una sorpresa me guardaba. A él le gustaba eso y yo que lo sabía, comencé a mirar por doquier en busca de sorpresa que sabía yo que seguro la había. Fue un gesto cómplice de mi padre que yo entendí enseguida y derecho me fui a la chaqueta que cerca doblada tenía. La abrí con sumo cuidado y admirado quedé de lo que dentro había.

Tres gazapos o lebratos que plácidamente, dormían dentro de la chaqueta que les prestaba su calor, después me contaron que los mismos los cogieron cuando con la grada daban rastrón al trigo, pasó por encima de ellos y aprisionados quedaron baja la rastra. De inmediato los sacaron y allí los tienen hasta ver qué con ellos harían. Seguro serían hijos de aquella liebre que yo levanté de su cubrir. Si posiblemente así seria, es por ello por lo que mi hermano, se fue hacia el punto donde los pisó el rastro y haciendo una camada en la tierra en la que puso hierva, dejamos allí los lebratos con la esperanza de que su madre volvería a por ellos.

No sabía por dónde cogerlo fue tal mi alegría que olvidé hasta sacar la comida de las bolsas en que iba. Me despertó de aquel sueño mi hermano que con la garrafa vacía en la mano me mandó fuera rápido a traer agua fresca de la alberca allí cercana, cosa que obedecí rápido, ya que la diferencia de edad entre la suya y la mía era tan abultada que padre mío podría ser.

Liebre en plena carrera

Caminaba por la orilla derecha del barranco a por el agua solicitada, distraído y despacito hacía el camino. Viendo pájaros, mariposas y otros invertebrados de los muchos que entonces había, así como me paré a ver aquella mariquita de siete puntos que levantaba el vuelo desde esos espesos y fuertes juncos en el centro del barranco.

Fue de pronto y de improviso un tremendo ruido, en el medio de un bosque de canutas crecidas y altas que había en el barranco por el que caminaba hacia la alberca a por agua. tan ensimismado iba que aquel furioso ruido habido en la madeja de cañas me paró en seco en mi camino…sentí una especie de rugido como de animal malhumorado y se repitieron los ruidos de cañas secas destrozadas por la furia de aquello que me amenazaba, No podía gritar para que me oyera mi padre o hermano, mi garganta no me dejaba hablar ni tan siquiera ningún ruido gutural me respondía, era tal el miedo que me atenazaba que hecho estatua de sal me quedé en la rivera de barranco quieto sin poder huir, sin poder correr, solo temblar y mi corazón saltar dentro de mi pecho que sin aire se quedó por no poder lo respirar…

El tío del saco de Los Salobres

De golpe…de repente… de un gran salto salió de entre las cañas un bulto ennegrecido que cayó a dos metros de donde había salido, dando alaridos y con sus chillidos decía: ¡¡Soy el hombre del saco!! A pesar de mi tiritona esa frase se perdió… Un tío del saco no se mostraría así, sino con sigilosos movimientos para cazar a aquel que perseguía. Además, mis ocho años ya sabían que lo del tío del saco era un cuento es por ello por lo que una piedra cogí y con fuerza lancé a aquello que resultó ser el hijo menor de Blas el Caminero que me quiso dar un susto y en verdad que lo consiguió, pero caro pudo pagarlo ya que mi hermano captó que algo me pasaba y en dando dos zancadas se puso a mi lado en clara defensa de aquello que me asustaba.

Poco, muy poco faltó para que la marimanta del cañaveral no saliera con las muelas rotas del guantazo que se pudo llevar. También venía con su cántaro a llenar agua de la alberca para la comida de él y sus hermanos que trabajaban en su finca, allí muy cerca.

El susto recibido lo recordé mucho tiempo y cada vez que, en el pueblo veía al fantasmón, le dirigía un montón de improperios.

Aquellos tiempos se daban muy bien con cuentos y chascarros relatos y mil historias casi todas de miedo en las que no faltaban las fechorías de los tíos del saco.

Manantial de agua en la alberca

Llena mi vasija de agua fresca y a pesar del gran repullo que el hijo del caminero me había dado, no tuve por menos que quedar allí junto al fresco y cristalino chorro de agua que de la canaleta formada, en barro salía de la mina o calicata hasta el trozo de uralita que desde hacía mucho tiempo, hacía de caño, aún parece estar viéndola…tantas veces jugué con ella, tantas veces la quite y la volví a poner en alarde arquitectónico inventándome otra forma de traer el agua desde su salida minera por el regato hecho con barro hasta el caño de uralita, que extraño que, siendo tan frágil allí llevara años.

En mis juegos en la alberca, que tan conocida era en los alrededores y donde se llenaban todos los días infinidad de vasijas para saciar gargantas resecas tras el duro trabajo, yo, buscaba ranas, miraba los zapateros andar por el agua y observaba admirado a las libélulas, con sus grandes antenas, sus dos pares de alas de colores llamativos y ojos grandes colocados en su cuerpo largo y esbelto.

Libelula

Mi hermano seguía esperando el agua. Primera voz, primer grito y primer aviso. Seguro, como siempre, vendrían más.

Yo seguía en mi alberca disfrutando de ella, de su frescura y de su vida, que había mucha como muchos eran los animales que la habitaban.

El agua que se despeñaba por el caño de uralita llegó hasta la balsa, hecha en barro de la misma tierra donde se ubicaba. Era especialmente fresca, muy cristalina y algo salada…si el agua de mi alberca era algo salobre motivado por un pequeño afloramiento de esta agua que siempre hubo en dicho lugar bajo una gran patilla de junqueras y canutas.

Sabido era la salinidad de ese lugar, a donde iban prestas las cabras a beber y lamer su sabor salado, cosa muy apreciada por este ganado, cuando por el pastor o cabrero era sacado de las cuadras del cortijo las Angosturas.

[Continuará. /…]

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

Autor del libro ‘El amanecer con humo’

Gregorio Martín García

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