En Lübeck nació y de allí, de «ese modesto lugar comercial a orillas del Báltico», extrajo todo el material que reelaboraría para la novela que tempranamente lo situó en la primera fila de la literatura universal: Los Buddenbrook. Jocosamente advirtió que de pequeño había sentido la vocación por la pastelería. Y no es de extrañar, pues los mazapanes de esta ciudad arrastran siglos de prestigio «probado». Cuando uno pasea por Lübeck, le atrapa la singular sensación de hallarse en un lugar fronterizo, entre la cultura humanista y el oscurantismo medieval, como lo fue siempre en realidad la literatura de Thomas Mann. Sus calles guardan la pintoresca lejanía de una ciudad del este, a la par que una afable contundencia entre sus muros medievales, como las dos torres redondeadas que flanquean la Puerta de Holsten. Es posible internarse, aún en verano, en el ambiente acogedor de una tienda de mazapanes, de dulces envueltos en papel multicolor, con muñecos de madera policromada pendientes del techo por hilos, a modo de títeres, alumbrados por diminutas lucecitas rojas, y ositos marrones como de un cuento donde siempre nieva, adornando una navidad hospitalaria que se ha extraviado más allá de todas las fechas imaginables. Y al salir de nuevo a la intemperie, el aire, siempre fresco, se ha vuelto sonoro: en el casco antiguo, en la Altstadt, algún violín callejero o algún grupo camerístico ha comenzado a tocar. Y entonces nos encaminamos hacia la Mengstrasse, hacia la Literaturhaus, donde encontraremos una exposición y mucha información sobre la familia Buddenbrook, sobre la familia Mann.
La enfermedad ha fecundado provechosamente los ambientes literarios de Thomas Mann. La montaña mágica, la más celebrada de sus novelas, transcurre en un sanatorio en las montañas de Suiza, en el que por prescripción médica se alojó durante un tiempo su esposa, Katia Mann. Tristan, algo menos conocida, pero que comparte junto a La muerte en Venecia un profundo simbolismo pese a la brevedad del relato, también trata de los enfermos, de esos débiles de carne y de espíritu incapaces de darse leyes y que necesitan la tutela de un médico. La vena azulada en la sien de Frau Klöterjahn, la protagonista de dicho relato, asocia la belleza con el dolor. Es un prototipo de belleza femenina debilitada, inocente, descarnada, paralela a otras heroínas de Mann, como Cawdia Chauchat en La montaña mágica o Esmeralda en Fausto. Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, morirá idealizando la juventud de su modelo. También Hanno Buddenbrook está predispuesto morbosamente hacia la sensibilidad artística gracias a su naturaleza débil y enfermiza. Y la música tendrá un efecto letal, música que nos llega a través del aire frío de las calles de Lübeck.
Cierto es que la ponderada humanidad encarnada en cada uno de sus personajes se apoya en una base real, el escritor tomó de allá y de acá, de familia y de vecindad, atento observador de sus coetáneos, pero Thomas Mann fue más allá, los estilizó para la inmortalidad artística. Y sin embargo, sus convecinos de Lübeck no celebraron con tanta alegría verse reflejados, y aireados sus trapos sucios, en la novela de Los Buddenbrook, que supuso el premio nobel para su autor, pese a ser la primera, concebida tan sólo con veinticinco años.
No lejos de la Mengstrasse, seguimos caminando, se alza la iglesia de Santa María, la Marienkirche. Por iniciativa de los comerciantes, se erigió en la Edad Media esta iglesia de ladrillo rojo, en ese gótico tan sobrio y contenido, en esa desnudez luterana, tan propia del Báltico. Una sola noche bastó a los aliados para destruirla, y en su interior hoy es imposible pensar que se trata de una reconstrucción. La Edad Media alemana oculta su origen engañoso, brilla con el esplendor meticuloso de su paciente reparación tras la Segunda Guerra Mundial. En aquella noche de marzo de 1942 se incendió la iglesia de Santa María, bajo el bombardeo aliado. El Totentanzorgel, el órgano de la danza de la muerte, que se encontraba en su interior, fue aniquilado. Órgano que sonó siglos atrás bajo los dedos de Dietrich Buxtehude, a quien Johann Sebastian Bach visitó con diecinueve años, y quien quizá también tuvo oportunidad de tocar. Es la iglesia en donde el 11 de junio de 1875 bautizaron a Thomas Mann.