A veces tengo la impresión de que el pasado continúa latiendo en el presente y de que hay sucesos o escenas que, aunque no los haya vivido, han tenido una influencia decisiva en mí. Quizá se deba al gran efecto que me causaba el relato que de ellos hacía alguno de mis familiares más próximos.
En la infancia no solo deja huella lo que con intensidad se vive, sino también lo que se oye acerca de lo que en otro tiempo ha ocurrido. Poco a poco se va forjando en la imaginación una historia de la familia, formada por episodios que son protagonizados por algunos de los antepasados a los que se tiene especial veneración. Uno en su infancia los admira como si hubiesen sido héroes o personas dotadas de unas cualidades excepcionales, a las que hubiese de tener como modelos. Yo a veces, impresionado por lo que me habían contado, me quedaba embelesado mirando los retratos que se conservaban de aquellos antepasados, tratando de ver en sus caras un reflejo de la personalidad que se les atribuía. Eran figuras que me resultaban ya conocidas, en las cuales creía descubrir incluso rasgos que se han perpetuado en mí. Aunque era un niño, me daba a pensar que algo se transmite a las generaciones venideras, quizá el espíritu familiar, una forma de ser o de actuar que continúa perviviendo en los descendientes. No, el pasado no muere. Es como si su memoria permaneciera intacta en sus herederos; por eso no es raro que yo tenga la sensación de que soy testigo de sucesos o de escenas que tuvieron lugar en un tiempo en el que no había nacido aún.
Una de aquellas figuras entrañables era mi bisabuela Angustias, a la que yo llegué a conocer siendo muy pequeño. La imagen que de ella recuerdo no se ajusta con la que mi madre en sus relatos presentaba; debió de ser una mujer garrida, de aspecto sereno, tal como en sus retratos aparenta. Tenía una acendrada fe que seguía cultivando con asiduas prácticas piadosas y oraciones. Ningún día faltaba a misa; su vida, según declaraba a menudo, giraba en torno a la eucaristía: la comunión con el cuerpo de Cristo y la meditación de la Palabra eran su principal alimento, del cual se nutría su espíritu. A lo largo de su afanada existencia había dado continuas muestras de la confianza que tenía en Dios, de la entereza con que gracias a ella afrontaba todas las situaciones. Mi madre contaba que era muy hacendosa, muy constante en las tareas domésticas que le correspondían: no solo era buena cocinera, sino que también cosía con pericia y cuidaba de los animales que en los tinados del corral se alojaban. La imaginaba yendo de un lugar a otro de la casa, siempre ocupada en alguna labor. Su capacidad de sacrificio era, según infería yo, muy grande, hasta el punto de que con frecuencia también estaba atenta a las necesidades de los vecinos del pueblo. Solía socorrer con limosnas a muchos menesterosos, a los que trataba con suma delicadeza, como si fueran los pobres del Evangelio que acudían a pedir a su puerta.
Otra figura singular de aquel pasado era, sin duda, mi abuelo paterno. Había muerto con cincuenta y tres años, mucho antes de que yo naciera. En sus retratos aparece como un hombre apuesto, con la frente ancha, los ojos claros, de un mirar reposado y afable. Había sido durante algún tiempo alcalde del pueblo, en una época en la que mucha gente lo estaba pasando mal a causa de la guerra. Fue un cargo que asumió casi a la fuerza, porque no había entonces ninguna persona que lo quisiera. Él, por su honestidad, no supo eludir la responsabilidad que las autoridades de aquellos años le habían asignado. Quizá fueron las angustias que se derivaron del cargo las que precipitaron la enfermedad que terminaría con su vida. El relato de sus últimos días siempre fue para mí muy conmovedor. Cada vez se había encontrado más débil, por lo que había tenido que delegar la alcaldía a un cuñado suyo. El mayor de sus hijos tenía entonces veintitrés años y el menor, mi padre, solo diecisiete. Él era consciente de que se moría; de hecho, el mismo día de su muerte parecía advertirlo, según aseguraron quienes lo atendieron por la mañana, antes de que su estado se agravara de forma irreversible. Mi abuelo había tenido mucha fe, igual que la bisabuela Angustias. Por iniciativa suya, se había erigido durante su mandato una estatua del Sagrado Corazón de Jesús, al cual había querido encomendar el pueblo. En una de las visitas que recibió durante la agonía, alguien, al verlo muy enfermo, le dijo que iba a pedir por él al Corazón de Jesús; pero mi abuelo, realizando un postrer esfuerzo, contestó que no hacía falta, pues tenía a Dios dentro. Es una escena que me parece que he vivido, una escena a la que yo también he estado presente. Lo veo tendido en la cama, con el cuerpo cubierto con una sábana y una colcha de hilo. Su cara está pálida; tiene los ojos cerrados y respira con dificultad, con un ritmo entrecortado. Por momentos da la impresión de que duerme, pero una mueca de angustia de su rostro lo desmiente. Lo rodean su esposa y algunos deudos que han decidido acompañarlo. Nadie se atreve a hablar, ya que el médico ha aconsejado que no se le moleste. La alcoba se halla en penumbra. A través del balcón llegan, amortiguados, algunos ruidos de la calle. Tengo a Dios dentro, recuerdo que ha dicho mi abuelo hace poco. Estoy seguro de que su muerte será solo un tránsito hacia el cielo y de que se saciará de gozo en la presencia del Señor. No podrá ser de otro modo, pues aquel que ha depositado su confianza en el Señor ya está salvado.
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