De sus campos, sus personajes, sus vecinos… Allá abajo, allá, frente a mí y desde norte a sur y de levante a ocaso, allí tenía y veía, disfrutaba y admiraba… ¡todo mi pueblo! Que bonita vista, que bello panorama, recreado desde lo más alto de La Cará. Mi Benalúa, contemplada por unos ojos de niño de nueve o diez años (sería final de invierno del año 1.954) tras venir del paraje de los Salobres, (“Salogres” le decíamos) de llevar a mi padre una ollita de aluminio llena de café con leche bien sopado y que yo asía con una de mis pequeñas manos por la cuerda que a sus asas habíamos atado y, en la otra, la talega con viandas matanceras y otros alimentos.
Me había parado en aquel punto, como casi siempre hacía, justo en la finca de Adrián, padre de “Juanele”. En el lindero del viso y pisando ya la vereda, que del cortijo de La Angostura venía y que ya, dejo de venir.
La falta de caminantes, la merma de caballerías, suplantados por tractores y otras máquinas, terminado han, con esas veredas; con esas antiquísimas sendas y caminos que, cual red laboriosa, proyectada por el arquitecto del tiempo, todos los terrenos abarcaba, sabiamente se repartía y, en perfectos planos trazados con ancestrales líneas, llegaban a cualquier sitio con sus polvorientas vías.

Junto a mí, una gran encina centenaria (“chaparras” les decíamos en Benalúa) que, con otras cercanas y repartidas por la finca sembrada de trigo valenciano, mostraban una arbórea y bonita sintonía natural. Con sus gruesos troncos, sus fuertes ramas y sus tupidas y verdes hojas que, a toda clase de aves, cobijo daban y soporte para sus nidos; sobre todo la paloma silvestre y la torcaz; muy abundantes en la zona… Con pena recuerdo tal estampa, ahora allí no hay chaparras ni encinas, como quiera que queráis denominarlas. Ahora hay sólo tierra, sólo campo, que sí, sembrado de trigo o plantado de olivos, también ofrece su verde, su homogénea estampa y económicamente más rentable, pero no más natural, pues aquellas las puso allí la naturaleza, hace ya muchísimos años. El cereal antes y el olivo ahora, los ha puesto el Hombre. Parado, como estaba, en aquel lugar, me recreaba en la vista, en la extensa panorámica, que frente a mi quedaba. El escenario, el espacio, hasta el lejano horizonte, donde mi vida transcurría, el lugar donde nací y mi historia vital se hacía. A mi espalda quedaba el gran valle del Río Moro que, correntera abajo, a saludar al río Saladillo, en el cortijo Las Juntas, iba. He ahí el porqué del nombre del citado cortijo, devenido de la junta de ambos ríos, al igual que el nombre del cortijo Las Angosturas. Que siempre motivo tienen para coger su apelativo de hecho, circunstancia o accidente natural, como es “Las Angosturas”, que lo toma de la forma de sus tierras que en angosta franja se extienden desde la carretera de Alcalá al puerto o viso de la Cruz de Carrión.
Ambos ríos, con riberas frondosas de mimbres, álamos, sargatillos, sauces y toda clase de arboleda ribereña, daban cobijo a diversas especies de aves y otros muchos animales de la fauna de zona. Las que más me fascinaban por sus nidos, en forma de cesta colgada de alguna rama de los tupidos arbustos, era la oropéndola, de tamaño medio con plumaje amarillo con alas y cola negras, como su pico y patas. Y hacía su nido colgado en ramas horizontales al objeto de que por el viento fuera movido como medida de defensa de serpientes y otros depredadores… ¡que sabia la naturaleza! Su peculiar canto era fuerte y muy característico.
Dos corredores verdes, dos cintas de vida y bullicio, que daban camino y escoltaban a las cristalinas aguas por donde ambos ríos discurrían. Más de alguna vez yo bebí de sus aguas sin temor a contagio alguno. Decía la gente del lugar: “voy a beber de la fuente larga, tengo sed y el agua cristalina y corriente no mata a la gente”. Aquellos bosques verdes y alargados que escoltaban a ambos ríos, ahora ya no están, su lugar ha sido inundado por el pantano “Colomera”, que sí, quizá necesario, pero aquello, no es lo que era. Era ya media mañana, cuando volvía de los “Salobres” de llevar a mi padre el desayuno y comida. A él le gustaba eso, que tras su gran madrugada para partir a su trabajo y su gran jornada, algún día se le acercara un desayuno caliente, al lugar de sus labores campesinas… ahora escardaba trigo en su primera tanda, de las dos que se solían hacer, para quitar malas hierbas, sobre todo la avena que los labradores odiaban por su pertinaz empeño en nacer y volver a renacer, arruinando las cosechas si no la exterminaban, difícil empeño éste. Por la zona se decía que la avena loca, semillas para siete años tenía.
El sol ya alto, calentaba el frío ambiente de finales de invierno y de principio de primavera, los templados rayos solares estaban terminando de retirar la caperuza de humo que cada mañana se posaba sobre nuestra villa, procedente de las pavas que en sus chimeneas ardían y que hoy, aún, con menos lumbres en los rincones (ya que la calefacción central le quitó a aquellas protagonismo), se forma dicha nube de humo sobre la villa, procedente de las escasas fogatas que aún puedan humear.
Ya quedaba poco humo, sí, humo. El culpable de que los vecinos de pueblos cercanos nos apoden “Los Ajumaos”. Las perpendiculares y oblicuas lanzas solares penetran en él y formando cantidad de colores, sobre todo tonos bellísimos de azules reflejos, daban esplendor a la estampa que momentos antes contemplaba.

A la derecha quedaba, en un halo de luz azulada y difuminada por las partículas de humo que aún flotaban, “la Sierra del Pueblo”, así conocida y nombrada por ser de propiedad privada de muchos de los vecinos que gozaban de una, dos o más “Partes de Sierra”, como ellos la denominaban… y nominan, porque aún sigue existiendo dicha propiedad en la forma de siempre y con sus estatutos funcionando. Caminaba por la estrecha y muy marcada vereda, entre trigales formada, por el caminar de gentes y pisadas de cascos, con herraduras calzados, de acémilas de carga. Que hasta el vado de la “Jondoná” discurre, para en su último tramo, en acusada cuesta asciende, a través del callejón de “Tedorico”, tras haber cruzado la acequia, desemboca en la carretera que nos une con Granada,… y, ¡curioso!, la paz que allí reinaba; la quietud del ambiente que disfrutaba y respiraba con la hermosa mañana; contribuyen a ello, y por eso, como otras veces había experimentado… oía perfectamente el ruido, el murmullo, la vida, el devenir y ajetreo de mi pueblo, de sus gentes hablando y entre el silencio de mi discurrir a solas, por los trigales de la finca de “Los Vicentes”, llegaba a mis oídos un gran bostezo de “Pepico”, nuestro entrañable “Pepico el Compaye”, que seguro, sentado en alguna esquina o poyato de cualquier calle del pueblo, liando sus cigarros y destripando colillas, tomaba el sol tan pancho y tan feliz.
Le seguía un pregón fuerte y muy audible de “Dominguín” o “Cherano”, que ofreciendo su pescado a las mujeres invitaban a salir a comprarlo con aquel: “¡Niñaaas, vamos al pescado… fresco lo traigo hoy… sardinaaas, boquerones!”.
Me gustaba aquella música, aquellos sones, que mezclados cual cóctel, disfrutaba al oírlos y me acompañaban en mi camino. Aceleré el paso, era domingo, no tenía cole y como cada fiesta de guardar, después de ir a misa iría a jugar con mis amigos. Este pensamiento me despertó de mi relajado estado e hizo que bajara corriendo el resto de aquella vereda que entre trigos, cebadas, yeros y otros sembrados, serpenteaba.

Sierra de Benalúa de las Villas (Oct’2020).
A punto estuve de perder el equilibrio y caer al agua del río, pasando las resbaladizas “pasaeras” de piedras dispuestas en hilera por las que se podía cruzar a la otra ribera. Y toda la culpa fue del pequeño repullo que me hizo dar una rana, que dando un gran salto, a punto estuvo de chocar conmigo, antes de dar su barrigazo y accidentado aterrizaje, en el pequeño remanso que hacían, con el agua, las pasaderas. Emprendí la subida del último tramo de vereda, que ahora se convirtió en estrecho carril que entre tapiales de piedra lo separaban de las fincas colindantes. A la derecha, una huerta del Sr. Moleón, el de La Tienda Nueva; a la izquierda otro trozo de tierra con un gran y viejo peral en el centro, propiedad de los apodados “Chaparricos”, muy buena gente, en la parte baja de la finca, antes de llegar al río, una alameda de chopos comenzaba junto al cauce y se prolongaba y seguía aguas arriba.
[Continua la próxima semana]
INDICE
Prólogo, nota de autor e introducción
Capítulo I Desayunos de pueblo, teléfonos, gañanes, pastores y porqueros
Capítulo II Lluvias, nevadas, noche Santos, gachas, cerraduras y largas veladas
Capítulo III A “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III B “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo III C “La quinta de hogaño”, mediciones, tallaje, coplillas y anécdotas
Capítulo IV De sus campos, sus personajes y vecinos
Capítulo V De la “plaza” jornaleros, manijeros, la sierra y sus ¿trufas?
Capítulo VI De la Alsina, la “aduana”, su paseo, Semana Santa y procesiones
Capítulo VII Del final de campaña, almazara, “cagarraches”, día de las banderas
Capítulo VIII De Ben-Alúa, su nombre, sus tributos, la hortaliza, el riego
Capítulo IX De los pedimentos, desmote, el ajuar, las invitaciones, las bodas
Capítulo X De los primeros televisores, las sordás, el Día de la Virgen
Capítulo XI Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas
Capítulo XII Del otoño dador de frutos, de ariegas, “¡arrr!”, tostaillos
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