Reflexiones para el tercer milenio XVII: ¿Por qué leer a los clásicos? (1/6)

I. HUMANISMO FRENTE A BARBARIE

“Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. (Heinrich Heine, Almansor)

El miércoles 6 de junio de 2012, fallecía a los 91 años en su casa de Los Ángeles el gran escritor y novelista estadounidense Ray Bradbury. Nacido en 1920 en Waukegan (Illinois), autor de 27 novelas y relatos de ciencia-ficción, género al que confirió dignidad literaria y calidad humana, vivió la mayor parte de su vida en Los Ángeles. A su ingenio se deben obras tan conocidas como Crónicas marcianas (1950), El Hombre Ilustrado (1951), Las doradas manzanas del sol (1953), Fahrenheit 451 (1953), Los Relatos (1980) y El signo del gato (2005), que lo situaron en el más selecto club de autores del género, al nivel de escritores tan geniales como Robert Heinlein o Arthur C. Clarke, entre otros. Influyó asimismo en toda una pléyade de escritores posteriores. Autodidacta —“las bibliotecas me educaron”, solía decir— no pudo asistir a la Universidad, como habría sido su mayor deseo, por motivos económicos: su juventud transcurrió bajo la Gran Depresión económica de principios de los treinta.

Ray Bradbury tuvo el mérito de renovar el género de la ciencia ficción al introducir en él, a la vez, elementos líricos y elementos de denuncia. Así, en sus escritos —cuentos, relatos o novelas— se reflejan, apenas deformados por un ojo visionario, tanto los recuerdos líricos e infantiles de una América perdida, como las pesadillas de la civilización tecnológica. En efecto, su percepción lírica del mundo sitúa, a veces, su escritura al borde mismo de la literatura fantástica o de ciencia-ficción, pero sin llegar a traspasarla. Es el caso de sus famosísimas Crónicas marcianas (1950). Pero han sido, sin duda, sus elementos de denuncia, los que han marcado una parte muy considerable de su producción literaria: Bradbury se mueve en la tradición ideológica antiutópica y antitécnica representada por E. M. Forster (La máquina se para, 1912) y por S. Butler (Erewhon, 1872) y en las antípodas mismas del progresismo utópico-tecnológico del H. G. Wells de Una utopía moderna (1905). Intentó demostrar, como ellos, que la máquina puede llegar a destruir y esclavizar al hombre; la dependencia física de ella conlleva también un sometimiento espiritual. Su obra presenta así un evidente aire de familia con temáticas y argumentos de otros escritores distópicos coetáneos, desde A. Huxley (Un mundo feliz, de1932) y G. Orwell (1984, de 1949 y Rebelión en la granja, de 1945) hasta Kurt Vonnegut (La utopía 14, de 1952). Para Bradbury “una utopía perfecta es una utopía inhumana”. Sus antiutopías combinan la advertencia prospectiva con la sátira y constituyen todo un paradigma del género, puesto que reúnen nítidamente una serie de rasgos comunes a todas ellas: la crítica del presente, la descripción de las variantes pesimistas del futuro que surge de ese presente y la crítica de determinadas ideas utópicas que, en el proceso de desarrollo del progreso, revelaron el reverso trágico de la medalla.

Pero su antitecnicismo antiutópico y antiprogresista, de raíz rousseauniana, no es tan simple como pudiera ingenuamente parecer: toma, eso sí, formas exacerbadas cuando se trata de desenmascarar el ídolo americano (la tecnolatría: la divinizacion de la técnica), pero desaparece, para dar paso a exaltados elogios románticos, cuando se trata de describir un cohete, por ejemplo, dispuesto a llevar a los hombres a mundos distintos y mejores, más humanos. Según Ray Bradbury, el gran peligro de la técnica no es otro que la pérdida de los vínculos con la Naturaleza que pueda acarrear. Pérdida que comporta ineludiblemente la desaparición de la propia espiritualidad humana. Sus marcianos de Crónicas marcianas «sabían vivir en armonía con la Naturaleza» al contrario de lo que sugería la imagen bestial del animal y de la naturaleza que presentara H. G. Wells en La isla del Dr. Moreau, 1896 (1).

Su obra más conocida de denuncia, la distopía Fahrenheit 451, novela admonitoria y angustiosa en la línea de las contrautopías de George Orwell y de Aldous Huxley, plantea un tema de enorme importancia para preservar no ya la armónica inserción de los hombres con la Naturaleza -como hiciera en otros de sus relatos o escritos-, sino su común y esencial naturaleza cultural: la ineludible necesidad, como pertenecientes a una misma comunidad de seres racionales y libres, de conservar esa memoria socializada de la especie -que es la cultura- y que se compendia fundamentalmente en los libros y en las instituciones responsables de la transmisión del conocimiento y del saber adquirido por las generaciones humanas a lo largo del tiempo.

Llevada al cine por François Truffaut en 1967, sirvió como modelo de todo el cine de ciencia-ficción o anticipación científica que después vendría: desde THX 1138 a Matrix, pasando por Cuando el destino nos alcance, 12 monos o La naranja mecánica. En el prólogo a su reedición de 1993, Bradbury reconoció su inspiración y antecedentes:

Era inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la Biblioteca de Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era habitante de los altos áticos y los sótanos encantados de la Biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois” (2).

Fragmento de ‘Farenheit 451‘ de Ray Bradbury 

Publicada en 1953, Fahrenheit 451 es, sin duda alguna, su gran novela. Su original título alude a la temperatura necesaria para la incineración del papel. En ella se pronostica un luctuoso futuro, en el cual los libros están prohibidos y un cuerpo de bomberos se encarga de chamuscarlos sin demora ante los peligros de que, una vez leídos, perturben la ortodoxia impuesta por el sistema social imperante (totalitario), dado que para dicho régimen político: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre».

El protagonista de la obra es Montag, quien, al concluir la persecución desatada en su contra por ese «sistema» despótico, se une a los disidentes. Cada uno de ellos aloja en su memoria un libro completo o el capítulo de un libro y espera reunirse con otros como ellos, para así intentar reescribir los grandes libros clásicos proscritos y hechos desaparecer por los decretos oficiales (3). En ésta, como en toda la restante obra de Bradbury, la memoria es el recurso principal para sobrevivir en un futuro hostil.

Pero su libro tenía antecedentes. Como señala Fernando Báez —a quien seguimos en este excurso— antes de Fahrenheit, hacia 1950, Bradbury ya había escrito un relato breve titulado Hoguera, en el que su protagonista, tras pasar lista a todos sus odios literarios -entre los que se encontraban nada menos que escritores y pensadores tan excelsos como Shakespeare, Platón, Aristóteles, Jonathan Swift, William Faulkner o poetas como Robert Frost, John Donne y Robert Eric-, proclama su deseo de extinción de todos sus libros: “Todos arrojados a la Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se convertirían)”. En 1963, en Bright Phoenix, Bradbury incluirá asimismo a un personaje radical dedicado también a la quema de los libros de la biblioteca del pueblo, pero al descubrir la extraña peculiaridad de los habitantes del lugar (unos tenían por nombre Keats o Platón, otros se llamaban Einstein o Lincoln), el incendiario comprende que todos en aquel pueblo guardan un secreto: han memorizado los libros de la biblioteca para salvarlos (4).

el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero, animados por la sobrina y ama de Don Quijote, realizaron en la biblioteca del hidalgo

La novela se inscribe, pues, en toda una gran tradición literaria cuyo objetivo no fue otro que la denuncia radical de la incineración de libros, de la biblioclastia y de la bibliofobia. Carlos París ha mostrado, en este sentido, cómo la imaginación literaria no ha podido resistirse a registrar este espectáculo de la destrucción y quema de libros, recreándolo satíricamente en episodios como, por ejemplo, el que describe “el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero, animados por la sobrina y ama de Don Quijote, realizaron en la biblioteca del hidalgo, arrojando al fuego una respetable cantidad de libros de caballerías, como supuestos responsables de la locura del bueno de Alonso Quijano”. Y añade que esa indignación ante semejantes actos de barbarie fue lo que condujo a Bradbury, ya en el siglo XX y en su obra Fahrenheit 451, “a imaginar, bajo el impacto de los nuevos medios de comunicación, rivales de la lectura, una sociedad en que el poder lanza el mundo entero de los libros al ardiente fuego” (5).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Véase: Yuli Kagarlitski, ¿Qué es la ciencia-ficción?, Guadarrama, Punto Omega, Madrid, 1977, p. 367.

2) Citado en Fernando Báez, Nueva historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la era digital, Destino, Barcelona, 2011, p. 148. Alude en esta cita Bradbury a los tres luctuosos acontecimientos históricos en los que se arrasó e incendió la famosa Biblioteca de Alejandría: más de seiscientos mil rollos de pergamino manuscritos, la herencia escrita de la Antigüedad clásica, textos griegos, egipcios, mesopotámicos milenarios, fueron destruidos por el fuego por el fanatismo romano, cristiano o islámico. El 1º tuvo lugar como consecuencia de la guerra civil entre Cesar y Marco Antonio, el año 47 a.d.C.; el 2º a finales del siglo IV d. C, por una turba de cristianos fanáticos, liderados por el patriarca Teófilo; el 3º, cuando Amru-Ben-El-Asi conquistó la ciudad en el siglo VII (año 641). Es el más recordado y argumentaba con este dilema su «hazaña»: «Los libros de esta biblioteca contienen lo mismo, o menos, o más que el Corán. Si contienen lo mismo, o menos han de ser quemados (porque son innecesarios). Si contienen más, han de ser quemados (porque son heréticos). Luego, han de ser quemados». Véase: «Biblioteca de Alejandría”, en Rafael Argullol, Disturbios del conocimiento, Icaria, Barcelona, 1980 pp. 87-88.

3) Se sabe que en Roma hubo un hombre rico llamado Itelio, quien tenía en su casa a cien esclavos que recitaban, cada uno, un libro de memoria: Homero, Virgilio, Horacio.

4) F. Báez op. cit., p. 249.

5) Carlos París, Ética radical. Los abismos de la actual civilización, Tecnos, Madrid, 2012, p. 216.

 

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