Reflexiones para el tercer milenio XVI: Un ineludible diálogo entre las dos culturas (1/4)

Las leyes de la física no son, en manera alguna, descripciones neutras, sino que resultan de nuestro diálogo con la naturaleza, de las preguntas que nosotros le planteamos” (Ilya Prigogine, Entre el tiempo y la eternidad).

I. CIENCIA, RACIONALIDAD Y SENTIDO

Sostenía Werner Heisenberg, uno de los más grandes físicos de nuestro tiempo, en su famoso ensayo La imagen de la naturaleza en la física actual (Hamburgo, 1955), que los trascendentales cambios de nuestro medio ambiente y de nuestro modo de vivir, originados por esta era técnica en la que estamos instalados, habían alterado peligrosamente nuestro modo de pensar y de percibir la naturaleza y lo real y que en ello residía «la causa de las crisis que han conmovido nuestra época», manifestadas no sólo en el ámbito del pensamiento científico y filosófico sino también en el contexto del arte moderno (1).

Consciente de que este peligro de la técnica acompaña a los hombres desde sus orígenes más remotos —ya que el uso de herramientas se confunde con el amanecer mismo de la humanidad— el físico alemán nos recordaba que hace aproximadamente dos mil quinientos años, el sabio chino Yuang Tsi hablaba ya de ese peligro o riesgo mediante un sencillo apólogo:

Cuando Tsi Gung andaba por la región del norte del río Han, encontró a un viejo atareado en su huerto. Había excavado unos hoyos para recoger agua del riego. Iba a la fuente y volvía cargado con un cubo de agua, que vertía en el hoyo. Tsi Gung habló: «Hay un artefacto con el que se pueden regar cien hoyos en un día. Con poca fatiga se hace mucho. ¿Por qué no lo empleas?” (2).

Levantóse el hortelano, lo vio y preguntó: ¿cómo es ese artefacto? Tsi Gung describió lo que era concretamente un cigüeñal, perfecto instrumento para sacar agua de un pozo con toda facilidad. El viejo, encolerizado contestó:

He oído decir a mi maestro que cuando uno usa una máquina hace todo su trabajo maquinalmente, y, al fin, su corazón se convierte en máquina. Y quien tiene en el pecho una máquina por corazón, pierde la pureza de su simplicidad. Quien ha perdido la pureza de su simplicidad está aquejado de incertidumbre en el mando de sus actos. La incertidumbre en el mando de los actos no es compatible con la verdadera cordura. No es que yo no conozca las cosas de que tú hablas, pero me daría vergüenza usarlas” (3).

Cigüeñal

Es patente que esta antigua historia, evocada por el gran físico alemán, contiene mucha sabiduría, porque la pérdida de «la pureza de su simplicidad» y «la incertidumbre en el mando de los actos» constituyen quizá una de las descripciones más precisas de la situación del hombre en la sociedad ultratecnificada de nuestro tiempo: los artefactos técnicos, las máquinas, la tecnología, en fin, se han difundido por todo el mundo hasta un punto que nuestro sabio chino no hubiese podido ni sospechar. Y es también evidente que esta bella e ingenua historia ilustra y refleja, —pese a su actitud negativa y apocalíptica frente a la ciencia y al desarrollo científico técnico, despreciando “sin fineza” alguna los enormes beneficios que han aportado a la humanidad, liberándonos de la escasez, de la miseria económica y del subdesarrollo y también de la enfermedad, del dolor y del sufrimiento físico insoportables— uno de los problemas más cruciales y preocupantes con los que se enfrenta la cultura de nuestro tiempo: el problema del divorcio radical entre la racionalidad tecno-científica y el sentido de las acciones humanas.

Escisión que se va gestando en el pensamiento occidental —en su forma tal vez más desasosegante— al menos desde el Renacimiento, que se explicita en el siglo XVII con la distinción cartesiana entre la res cogitans y la res extensa (es decir: entre el ámbito del pensamiento espiritual y el ámbito de la realidad material) y que cristalizará, definitivamente, con el triunfo del paradigma científico-determinista (newtoniano), que ha imperado hegemónicamente en la ciencia occidental durante toda la modernidad hasta casi nuestros días. En efecto, el desencantamiento del mundo, por utilizar la famosa expresión weberiana, que propició la ciencia moderna, comportó, al mismo tiempo, la pérdida y rotura del cordón umbilical que unía al hombre con la naturaleza, la constatación desconsolada de su orfandad y soledad radicales.

Weber. Detalle de la portada del libro ‘El desencantamiento del mundo. Seis estudios sobre Max Weber’, Wolfgang Schluchter

Desde entonces el hombre tuvo que asumir su destino de soledad y su renuncia a las ilusiones religioso-naturalistas y animistas en las que, en las sociedades tradicionales, encontraba filiación, refugio, seguridad y protección. El extraordinario y exponencial desarrollo científico-técnico desembocó en un trágico dilema metafísico, aún no resuelto: el hombre debía escoger entre la tentación tranquilizadora pero irracional de buscar en la naturaleza la garantía de los valores humanos, la manifestación de su pertenencia esencial a un suelo protector, o la fidelidad a una racionalidad que lo dejaba solo y extraño en un mundo mudo, estúpido, absurdo, sin sentido, y abocado a una racionalidad sin esperanza.

Esta segunda alternativa fue, precisamente, la elegida por la mayoría de los pensadores y científicos de la época moderna, dando así ocasión a la traumática separación entre el hombre y la naturaleza, entre las ciencias del espíritu o del sentido de lo real (hermenéuticas) y las ciencias de la materia (empírico-naturales o experimentales). El resultado fue —como vio el sociólogo de la ciencia C. P. Snow— la consagración de la escisión del mundo humano en las denominadas dos culturas, irreductibles entre sí, y la mayor parte de las veces incomunicadas y divorciadas (4).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Werner Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la física actual, Ariel, Barcelona, 1976.

2) Op. cit, p. 17.

3) Ibid.

4) C. P. Snow, Las dos culturas y un segundo enfoque, Alianza Editorial, Madrid, 1977.

 

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Tomas Moreno Fernández,

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